Majestades, ilustrísimas representaciones extranjeras, presidente del Gobierno, presidente de las Cortes, excelencias, hermanos:
Habéis querido, Majestad, que invoquemos con vos al Espíritu Santo en el momento en que accedéis al Trono de España. Vuestro deseo corresponde a una antigua y amplia tradición: la que a lo largo de la Historia busca la luz y el apoyo del Espíritu de Sabiduría en la coronación de los Papas y de los Reyes, en la convocación de los cónclaves y de los concilios, en el comienzo de las actividades culturales de Universidades y Academias, en la deliberación de los Consejos.
Y no se trata, evidentemente, de ceder al peso de una costumbre, en vuestro gesto hay un reconocimiento público de que nos hace falta la luz y la ayuda de Dios en esta hora. Los creyentes sabemos que aunque Dios ha dejado el mundo a nuestra propia responsabilidad y a merced de nuestro esfuerzo y nuestro ingenio, necesitamos de Él para acertar en nuestra tarea; sabemos que aunque es el hombre el protagonista de su historia, difícilmente podrá construirla según los planes de Dios, que no son otros que el bien de los hombres, si el Espíritu no nos ilumina y fortalece. Él es la luz, la fuerza, el guía que orienta toda la vida humana, incluida la actividad temporal y política.
Esta petición de ayuda a Dios subraya, además, la excepcional importancia de la hora que vivimos y también su extraordinaria dificultad. Tomáis las riendas del Estado en una hora de tránsito, después de muchos años en que una figura excepcional, ya histórica, asumió el Poder de forma y en circunstancias extraordinarias. España, con la participación de todos y bajo vuestro cuidado, avanza en su camino y será necesaria la colaboración de todos, la prudencia de todos, el talento y la decisión de todos para que sea el camino de la paz, del progreso, de la libertad y del respeto mutuo que todos deseamos. Sobre nuestro esfuerzo descenderá la bendición de quien es el «Dador de todo bien». El no hará imposibles nuestros errores, porque humano es errar; ni suplirá nuestra desidia o nuestra inhibición, pero sí nos ayudará a corregirlos, completará nuestra sinceridad con su luz y fortalecerá nuestro empeño.
Por eso hemos acogido con emocionada complacencia este vuestro deseo de orar junto a vos en esta hora. La Iglesia se siente comprometida con la Patria. Los miembros de la Iglesia de España son también miembros de la comunidad nacional y sienten muy viva su responsabilidad como tales. Saben que su tarea de trabajar como españoles y de orar como cristianos son dos tareas distintas, pero en nada contrapuestas y en mucho coincidentes. La Iglesia, que comprende, valora y aprecia la enorme carga que en este momento echáis sobre vuestros hombros, y que agradece la generosidad con que os entregáis al servicio de la comunidad nacional, no puede, ni podría en modo alguno, regatearos su estima y su oración.
Ni tampoco su colaboración: en aquella que le es específicamente propia. Hay una escena en los Hechos de los Apóstoles que quisiera recordar en este momento. La primera vez que, después de la Resurrección de Cristo, se dirigía San Pedro al templo, un paralítico tendió la mano hacia él pidiéndole limosna. Pedro, mirándolo atentamente, le dijo: «No tengo oro ni plata; lo que tengo, eso te doy: en nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda.» El mendigo pedía una limosna y el apóstol le dio mucho más: la curación.
Lo mismo ocurre en la Iglesia: son muchos los que tienden la mano hacia ella pidiéndole lo que la Iglesia no tiene ni es misión suya dar, porque no dispone de nada de eso. La Iglesia sólo puede dar mucho más: el mensaje de Cristo y la oración.
Ese mensaje de Cristo, que el Concilio Vaticano II actualizó y que recientes documentos del Episcopado español han adaptado a nuestro país, no patrocina ni impone un determinado modelo de sociedad. La fe cristiana no es una ideología política ni puede ser identificada con ninguna de ellas, dado que ningún sistema social o político puede agotar toda la riqueza del Evangelio ni pertenece a la misión de la Iglesia presentar opciones o soluciones concretas de gobierno en los campos temporales de las ciencias sociales, económicas o políticas. La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología políticas, y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente.
La Iglesia, en cambio, sí debe proyectar la palabra de Dios sobre la sociedad, especialmente cuando se trata de promover los derechos humanos, fortalecer las libertades justas o ayudar a promover las causas de la paz y de la justicia con medios siempre conformes al Evangelio. La Iglesia nunca determinará qué autoridades deben gobernarnos, pero sí exigirá a todas que estén al servicio de la comunidad entera; que respeten sin discriminaciones ni privilegios los derechos de la persona; que protejan y promuevan el ejercicio de la adecuada libertad de todos y la necesaria participación común en los problemas comunes y en las decisiones de gobierno; que tengan la justicia como meta y como norma, y que caminen decididamente hacia una equitativa distribución de los bienes de la Tierra. Todo esto, que es consecuencia del Evangelio, la Iglesia lo predicará, y lo gritará si es necesario, por fidelidad a ese mismo Evangelio y por fidelidad a la patria en la que realiza su misión.
A cambio de tan estrictas exigencias a los que gobiernan, la Iglesia asegura, con igual energía, la obediencia de los ciudadanos, a quienes enseña el deber moral de apoyar a la autoridad legítima en todo lo que se ordena al bien común.
Para cumplir su misión, señor, la Iglesia no pide ningún tipo de privilegio. Pide que se le reconozca la libertad que proclama para todos; pide el derecho predicar el Evangelio entero, incluso cuando su predicación pueda resultar crítica para la sociedad concreta en que se anuncia; pide una libertad que no es concesión discernible o situación pactable, sino el ejercicio de un derecho inviolable de todo hombre. Sabe la Iglesia que la predicación de este Evangelio puede y debe resultar molesta para los egoístas, pero que siempre será benéfica para los intereses del país y la comunidad. Este es el gran regalo que la Iglesia puede ofreceros. Vale más que el oro y la plata, más que el Poder y cualquier otro apoyo humano.
Os ofrece también su oración, iniciada ya con esta misa del Espíritu Santo. En esta hora tan decisiva para vos y para España, permitidme, señor, que diga públicamente lo que quien es pastor de vuestra alma pide para quien es, en lo civil, su Soberano:
Pido para vos, señor, un amor entrañable y apasionado a España. Pido que seáis el Rey de todos los españoles, de todos los que se sienten hijos de la madre Patria, de todos cuantos desean convivir, sin privilegios ni distinciones, en el mutuo respeto y amor. Amor que, como nos enseñó el Concilio, debe extenderse a quienes piensen de manera distinta de la nuestra, pues «nos urge la obligación de hacernos prójimos de todo hombre». Pido también, señor, que si en este amor hay algunos privilegiados, éstos sean para los que más lo necesitan: los pobres, los ignorantes, los despreciados, aquellos a quienes nadie parece amar.
Pido para vos, señor, que acertéis a la hora de promover la formación de todos los españoles, para que, sintiéndose responsables del bienestar común, sepan ejercer su iniciativa y utilizar su libertad en orden al bien de la comunidad.
Pido para vos acierto y discreción para abrir caminos del futuro de la Patria, para que, de acuerdo con la naturaleza humana y la voluntad de Dios, las estructuras jurídico-políticas ofrezcan a todos los ciudadanos la posibilidad de participar libre y activamente en la vida del país, en las medidas concretas de Gobierno que nos conduzcan, a través de un proceso de madurez creciente, hacia una Patria plenamente justa en lo social y equilibrada en lo económico.
Pido finalmente, señor, que nosotros, como hombres de Iglesia, y vos, como hombre de Gobierno, acertemos en unas relaciones que respeten la mutua autonomía y libertad, sin que ello obste nunca para la mutua y fecunda colaboración desde los respectivos campos. Sabed que nunca os faltará nuestro amor, y que éste será aún más intenso si alguna vez debiera revestirse de formas discrepantes o críticas. También en ese caso contaréis, señor, con la colaboración de nuestra honesta sinceridad.
Dios bendiga esta hora en que comenzáis vuestro reinado. Dios nos dé luz a todos para construir juntos una España mejor. Ojalá un día, cuando Dios y las generaciones futuras de nuestro pueblo, que nos juzgarán a todos, enjuicien esta hora, puedan también bendecir los frutos de la tarea que hoy comenzáis y comenzamos. Ojalá pueda un día decirse que vuestro reino ha imitado, aunque sea en la modesta escala de las posibilidades humanas, aquellas cinco palabras con las que la liturgia define el infinitamente más alto Reino de Cristo: «Reino de verdad y de vida, reino de justicia, de amor y de paz.»
Que reine la verdad en nuestra España, que la mentira no invada nunca nuestras instituciones, que la adulación no entre en vuestra casa, que la hipocresía no manche nuestras relaciones humanas.
Que sea vuestro reino un reino de vida, que ningún modo de muerte y violencia lo sacuda, que ninguna forma de opresión esclavice a nadie, que todos conozcan y compartan la libre alegría de vivir.
Que sea el vuestro un reino de justicia en el que quepan todos, sin discriminaciones, sin favoritismos, sometidos todos al imperio de la ley, y puesta siempre la ley al servicio verdadero de la comunidad.
Que sea el vuestro un reino de amor, donde la fraternidad sea la respiración de las almas; fraternidad que acoja las diferencias y, respetándolas, las ponga todas al servicio de la comunidad.
Que, sobre todo, sea el vuestro un reino de auténtica paz, una paz libre y justa, una paz ancha y fecunda, una paz en la que todos puedan crecer, progresar y realizarse como seres humanos y como hijos de Dios.
Esta es la oración, señor, que, a través de mi boca, eleva hoy la Iglesia por vos y por España. Es una oración transida de alegre esperanza. Porque estamos seguros de los altos designios de Dios y de la fe inquebrantable que anida en vuestro joven corazón para emprender ese camino. Que el Padre de la bondad y de la misericordia ponga su bendición sobre vuestra augusta persona y sobre todos nuestros esfuerzos.
Así sea.
(Pronunciada por el cardenal-arzobispo de Madrid-Alcalá, monseñor Vicente Enrique y Tarancón, durante la misa de Espíritu Santo, celebrada el día 27 de noviembre de 1975, en la iglesia de San Jerónimo el Real.)
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