La defensa de la Comunidad Nacional
Señor Presidente y compañeros del Gobierno, señores Generales, Jefes y Oficiales, queridos compañeros:
En esta fecha aniversario de la creación del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional ha sido tradicional la intervención de algún miembro del Gobierno, y ciertamente no podía yo desatender vuestra amable invitación y llamada en una ocasión como ésta, tan Justificada y honrosa. Por un momento, de esos incontrolados que la imaginación nos brinda, he pensado que volvía a mi hogar, al lar profesional que vive aún en mi presente sin perspectivas todavía para el recuerdo. Y una vez más, heme aquí de nuevo ocupando esta cátedra prestigiosa y prestigiada en tanta ocasión y con el ánimo embargado por emociones distintas y complementarias. Pues en primer lugar vuelvo a la casa donde ejercí mi último destino militar, aquí recibí de todos vosotros una adhesión personal y una colaboración en las que reside el posible éxito de mi gestión anterior. Hay un agradecimiento claro a vuestra tarea que ni quiero ni debo silenciar.
Pero junto con esa legítima emoción, hay otra distinta y esperanzada que es la que enlaza a un Vicepresidente del Gobierno para Asuntos de la Defensa con el título glorioso de esta casa: Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional.
Dejadme, pues, rendir un homenaje a los que me antecedieron en esta Dirección, pues sin su concurso, sin su paciente siembra de ideas en todos los ambientes, sin su insistencia en el concepto total de la Defensa, dudo que hubiera sido posible la aparición en este estrado de ningún Vicepresidente que ostentara este título como tarea.
Pero no hay emoción sin reto, ni circunstancia histórica que no suponga un reto distinto. A unos les ocupa, a veces, afrontar los problemas del momento mediante la juiciosa administración de unos medios ya creados, pero a otros, como a nosotros ahora, les correspondió la necesaria creación imaginativa, tanto del instrumento con que materializase su acción como de la forma de utilizarla.
Que España, vieja en historia y joven en futuro, afronta una nueva etapa, es ya puro lugar común. Centremos, pues, nuestras ¡deas y veamos qué papel nos corresponde jugar a las Fuerzas Armadas, y a todo el difícil entramado de la Defensa, en esa nueva y permanente empresa en que vivimos. Yo entiendo y a ello voy a ceñirme, sin pretender en modo alguno agotar tan amplia temática, que nuestra Institución tiene unos problemas relacionados con su esencia y otros de relación con la comunidad nacional y su Defensa a la que sirve.
No hay posible confusión. La Defensa Nacional y su columna vertebral, las Fuerzas Armadas, tienen un indudable valor político, pero no en tanto pudiera constituir un elemento moderador o impulsor de actividades que no le son específicas, sino por el peso de su función propia, dentro del conjunto armónico que constituye la regla de convivencia establecida. Más aún, dejadme establecer que no nos corresponde ser valedores de ninguna opción posible y que el depósito de lo permanente que el artículo treinta y siete de la Ley Orgánica del Estado nos confía para su defensa, permite soluciones merecedoras de nuestra comprensión y respeto. Por último, quiero decir, que esa garantía de permanente lo alcanzaremos con mayor facilidad si nos mantenemos corporativamente alejados del juego menor y contingente de la política y nos hacemos merecedores del general respeto y afecto, por nuestra dedicación exclusiva a lo que nos es propio. Sólo así unas Fuerzas Armadas solidarias, prestigiadas ante todos los españoles, pueden ser garantía del brillante futuro en paz que todos anhelamos.
Afrontamos un presente y un futuro con determinadas características políticas, que no sería conveniente ignorar.
Pero si puede ser natural que cada componente de nuestras Fuerzas Armadas como miembros de la Comunidad Nacional pueda sentir simpatía por un determinado ideario, es necesario que como militares no entremos en su juego y seamos capaces de conseguir que esas opciones no repercutan nunca en mengua de nuestra independencia en esos aspectos, en mengua de nuestra suprema y superior misión y en mengua de nuestra disciplina.
En este orden de ideas me permito transcribir la orden del seis de noviembre de mil ochocientos sesenta y ocho que lleva a su pie la firma de quien, como el General Prim, fue ardiente defensor de las libertades públicas y de los principios democráticos.
«Ni para la defensa de la Patria, ni para la guarda de la Ley, ni para la seguridad del orden público, el Ejército tiene otra fuerza moral y material que la que le da la unidad de su espíritu y su acción; que esta unidad no tiene otra forma que la de su disciplina, y que las manifestaciones y los actos espontáneos, de cualquier género que sean, son su negación más completa y ponen el brazo fuerte de la Nación a merced de las sugestiones de los partidos, de los grupos, acaso de las individualidades que les son más esencialmente hostiles.»
Estos mismos conceptos figuran en el preámbulo de un Decreto del Ministerio de la Guerra de fecha veinte de julio de mil novecientos treinta y cuatro, «Gaceta de Madrid» número veinte.
Muchas veces nos ha tocado ver cómo sucesivos proyectos de «Ley Orgánica de la Defensa», por unas causas o por otras, no llegaron a ser definitivamente plasmadas en una Ley. Sin embargo, es perceptible, una cierta confusión en las funciones asignadas a cada órgano existente, y la dificultad para diferenciar a los que corresponden la formulación de la Política de Defensa, la Política Militar y en ésta los aspectos de industrias y armamentos; cuáles son los órganos estrictamente de mando, cuáles los auxiliares, cuáles los simples componentes de la Administración del Estado.
En este orden de ideas parece necesario que la Junta de Defensa Nacional disponga de un órgano permanente capaz de desarrollar las decisiones de aquélla y al que le correspondería también la difícil síntesis entre los aspectos civiles y militares de esa Defensa Nacional, completa y compleja, que aquí tantas veces se ha puesto de manifiesto.
Para la conducción de las posibles operaciones es preciso un mando superior unipersonal o colegiado, auxiliado por un Estado Mayor operativo y descargado, en ese aspecto de las funciones más generales que pudiera asumir el órgano permanente antes citado.
Conjuntamente la separación de los órganos de mando y los de creación, mantenimiento y sostenimiento de la fuerza en su función político-administrativa; y también —cómo no— el órgano necesario que centralice toda la información para la Defensa.
Posiblemente, la solución óptima pueda ser en el futuro un Ministerio de Defensa, y tal vez un Ministro Militar al frente de cada uno de los tres actuales Departamentos, todos ellos, como es lógico, con sus Estados Mayores correspondientes.
Especial atención habrá de prestarse al sistema de relación y dependencia mutua entre los diferentes niveles, así como entre ambas organizaciones paralelas: la que se corresponde con la Administración General del Estado y la puramente operativa.
Pero hemos de ser conscientes también de la existencia de la gran tarea dentro de nosotros mismos.
Hay problemas de armamento, de equipo de dotación, de medios de toda clase, pero hay también una necesaria racionalización en la utilización de nuestras propias posibilidades.
Destaco el necesario desarrollo y estructuración de nuestra industria de armamento, en cuyo suministro hemos alcanzado una peligrosa dependencia del exterior. Cuando somos capaces de colaborar en los programas científicos mundiales, es poco imaginable que sigamos dependiendo del exterior para nuestros vehículos acorazados, para nuestras transmisiones, cañones y nuestro armamento aéreo básico. Si una de las aventuras del futuro español es la del desarrollo, hemos de participar en él en beneficio de nuestras propias Fuerzas Armadas, así como en el conjunto nacional, cuyas industrias privadas y estatales pueden verse notablemente beneficiadas con nuestro esfuerzo.
Durante demasiado tiempo y por circunstancias por nadie deseadas, parte de nuestros cuadros han visto limitada su dedicación a sólo una parte de la jornada. Debemos establecer la dedicación plena no ya como un deber, sino como un derecho de cada componente de esas Fuerzas Armadas, derecho que los que ocupamos puestos de responsabilidad tenemos la obligación de hacer posible.
Una mayor dedicación por otra parte tan deseada, permitiría reducir el volumen de muchas organizaciones administrativas y de las Planas Mayores, en beneficio de las unidades operativas verdaderamente razón de la existencia del conjunto.
Por último, es preciso establecer claramente cuál es el volumen posible de las Fuerzas Armadas en función de nuestros recursos y cuál el necesario como consecuencia del mandato explícito del artículo treinta y siete de la Ley Orgánica, de los compromisos internacionales contraídos y de los riesgos y de la responsabilidad derivada de nuestra situación geo-estratégica.
Tenemos la obligación de exigir al país cualquier sacrificio basado en esta necesidad, pero de ninguna manera podemos pedir ni una peseta más por encima de lo preciso para su mantenimiento en eficacia.
El problema supondrá dinero, pero también ilusión e imaginación y una racionalización creciente en la acomodación de los recursos a esas necesidades.
El Ejército de Tierra cuyo uniforme visto con mentalidad plural y visión daltónica, con respecto a los otros dos, tiene un problema especial. Demasiados cuarteles ubicados en antiguos edificios, donde la instrucción de la tropa se hace poco menos que imposible. Incluso lugares antes alejados de las poblaciones, donde se crearon nuevos e imaginativos campamentos, se encuentran ya rodeados de urbanizaciones que dificultan la práctica del tiro y la instrucción de combate.
Es otro reto a afrontar y cuya solución pondrá a prueba nuestra capacidad de mando, pues está indisolublemente unido a las eficacias propugnadas.
Aquel territorio tan entrañablemente unido también a mis recuerdos personales, ha sido testigo de la última gran lección que las Fuerzas Armadas han brindado a los españoles. Vosotros vivisteis el clima general de zozobra, de inquietud y de inseguridad general que azotaba al país. A la enfermedad del Caudillo se unió el riesgo evidente de enfrentamiento, y cuando las dificultades eran más claras nuestras Fuerzas allí destacadas dieron un ejemplo de serenidad, responsabilidad y capacidad de sacrificio, que nadie que no conociera las virtudes de nuestro pueblo, sería capaz de imaginar.
¡Qué difícil una victoria de la serenidad cuando la protagoniza un pueblo apasionado! Y esa fue la más difícil victoria de nuestras Fuerzas.
Ahora, en determinados ambientes se pretende escribir otra historia. La verdad es que allí estuvimos solos, ni siquiera la población del territorio se puso resueltamente a nuestro lado. Pese a nuestro propósito de favorecer la autodeterminación, se prefirió la acción contra nuestras unidades, contra nuestros soldados, oficiales y suboficiales, y cuando la misión de la ONU visitó el territorio, se organizaron manifestaciones exigiendo la retirada inmediata de España e insultando el nombre de nuestra Patria.
¿Puede alguien pensar en otra solución distinta cuando se llega a esa situación? No vale pensar en lo que pudo haber sido de haberse generado otra solución diferente; nuestra obligación es afrontar los hechos con realismo tal y como son y no como nos hubiera gustado que hubieran sido.
Por eso es sorprendente el desaforado intento de describir el hecho de otra forma, como ahora protagonizan grupos que. siempre nos han sido hostiles. El intento es tan burdo que basta retroceder unos meses en la propaganda de esos grupos para encontrar opiniones radicalmente contrarias a las que ahora preconizan. Los que pretenden motivar a nuestros soldados para impedir su embarque, en un lacrimógeno e inútil esfuerzo por repetir pasadas y deprimentes situaciones, son los menos apropiados para preconizar ahora la idea de defensa y la permanencia a toda costa.
Todos allí, desde el General en Jefe hasta el último soldado, se han hecho acreedores de nuestro profundo agradecimiento. Han cumplido con su deber, y entre nosotros los profesionales de las Armas, no hay mayor elogio.
Cierro con esta obligada mención de reconocimiento a nuestras Fuerzas Armadas saharianas, la panorámica de nuestros problemas típicamente castrenses para entrar ahora en lo relacionado con la Defensa de la Comunidad, que han sido y son motivo de especial preocupación de esta casa en su feliz conjunción cívico-militar.
No pretendo tampoco en modo alguno agotar el tema, prácticamente voy a incidir, mejor diría a reincidir, sobre este aspecto que pudiéramos definir como prioritario y fundamental de la Defensa Nacional, repitiendo quizá conceptos, con la ilusión y la esperanza de que cada día calen más hondo en la conciencia nacional, en las tareas cotidianas de todos como obra corporativa, pero también como labor personal que a todos nosotros incumbe.
La Defensa de la Comunidad se basa e inicia en el hombre, en las ideas y valores que rigen su vida individual y colectiva, constituyendo su propia identidad y que en conjunto colectivamente, constituye la ideología específica y tradicional de España en la que se han fundado nuestras mejores y mayores glorias; ideología que está enraizada en nuestra religión católica y que sigue siendo consustancial con nuestro pueblo pese a los continuos ataques que recibe, tanto desde fuera como, por desgracia, desde el interior de nuestra Patria. Y coexistiendo con nuestra religiosidad, nuestro patriotismo, nuestro espíritu de independencia y nuestro idealismo, y que a título de necesidad tienen que satisfacerse siquiera sea a un nivel mínimo suficiente para que aquella Comunidad subsista, pues como se recogió en el «Seminario de Amenazas a la Comunidad», cuando dichos vitales mínimos no se cumplen, ya sea por la abulia o atonía colectiva del pueblo o de sus clases dirigentes, o como consecuencias de ataques ideológicos dirigidos con éxito por agentes exteriores la Comunidad nacional muestra síntomas evidentes de desintegración y estancamiento, pudiendo descender a nivel meramente vegetativo y siendo fácilmente conquistada y colonizada desde fuera.
El ataque organizado contra estos valores se monta y suele encauzarse fundamental, pero no exclusivamente, contra la familia, contra la religión, contra las instituciones docentes y contra la unidad política, sin olvidar por descontado, a las Fuerzas Armadas y a sus tradicionales valores morales y espirituales sobre los que se sientan nuestras instituciones militares.
Son amenazas bien calculadas e inteligentemente estudiadas que tratando de socavar los cimientos son el medio más directo para destruir al hombre como base de la Comunidad y como portador de unos ideales y valores quedan consistencia a la Patria, continuidad a su tradición e historia y proyección hacia su futuro.
Con malévola habilidad se trata de transformar y presentar lo que constituye excepción en regla; lo que es torpeza y aberración, en norma, y lo que es sólo deseo de una minoría, en apremiante anhelo de todos, y ante ello, no queda más remedio que proclamar, aunque sólo sea desde nuestros claustros militares, que la Comunidad española es sana, es normal, es laboriosa, es amante de su familia, de su religión y de su Patria, aunque este último amor lo demuestre, en muchas ocasiones, a través de su terruño, de su aldea y patria chica, dentro de los limitados horizontes que percibe al amanecer y sobre los que caen las sombras tras unas jornadas de paz, en libertad y con Dios.
Es a esa Comunidad, a ese país, a ese pueblo y a esa Patria a los que deseamos defender de una subversión que amenaza físicamente su seguridad personal y colectiva, no quedando nadie al margen del peligro; de una subversión que atenta contra todos los derechos básicos del individuo y de la Comunidad; de una subversión que tiende a alterar costumbres, hábitos y relaciones humanas y creando una atmósfera de recelo y de desconfianza.
La tarea es ciertamente ardua, pero como en todas las guerras —y esta es una más— la maniobra se facilita cuando se conocen las intenciones y los objetivos enemigos, por más que éste trate de enmascararlo bajo títulos de moda, progreso, europeísmo, cambio, ruptura, etc. Como decía el desaparecido e ilustre catedrático don Salvador Minguijón «no olvidemos que los pueblos se concentran material y espiritualmente en sí mismos, aman con especial deleite aquello que les diferencia de los demás, sienten que lo que les es característico, es lo más suyo, lo que tienen que defender con más cuidado, el lote que les ha correspondido en la armónica variedad del mundo de las almas y que está ligado a su manera peculiar de concurrir al desarrollo del drama universal humano».
Se impone, pues, por parte de todos y cada uno de nosotros un alto diario en el camino que a modo de reconsideración, de meditación íntima, sencilla y serena frente a nosotros mismos, nos permita comprobar nuestro rumbo, que estamos en el camino cierto y aunque a veces las inflexiones del sendero no nos dejen ver la meta, no podemos olvidar que los valores del hombre y de la Comunidad nacional son inmutables e irrenunciables, pues son el alma de un pueblo que no se arrodilla y pide perdón por haber sido «martillo de herejes, luz de Trento y Espada de Roma».
Las Fuerzas Armadas multiplicarán su esfuerzo, atención y dedicación para volcarse en la defensa de la Comunidad nacional, para sembrar en nuestra juventud la semilla de la verdad, en defensa y total reivindicación de la familia, de la religión y de la Patria, en una palabra de la conciencia comunitaria de España, consciente de que con ello estaríamos cumpliendo con lo que sería, en su caso, nuestro sagrado deber y del que rendiríamos cuenta ante Dios, nuestra Patria y la Historia.
Ciertamente que el hombre, la sociedad y el mundo en general viven inmersos en su sentimiento de inseguridad, de confusionismo ideológico y que el rumor campea por doquier y es llevado y traído indiscriminada y gratuitamente por inconscientes portadores, desconocedores, en gran número, de las verdaderas intenciones de quienes lo inventan, sin que por ello dejemos de reconocer que una oportuna y veraz información puede ser remedio eficaz, incluso preventiva vacuna, aunque ello conlleve la responsabilidad de la realidad desvelada. A tal información habrá que añadir una formación progresivamente mejor cada día, y que paralelamente, proporcionará una mayor libertad, pues ésta no existe sin formación ni cultura.
Las Fuerzas Armadas deberán contribuir incrementando su labor en este sentido, durante la permanencia de la juventud en nuestra Institución. Suele decirse que la formación es la más rentable de las inversiones, por ello en este aspecto será poco cuanto hagamos, y debemos hacerlo, pero con la preconcebida seguridad de que nuestra siembra será cosecha que recogerá mañana la Comunidad nacional, en definitiva, España, nunca nosotros, y ello dará más mística y atractivo a nuestra tarea.
Esperanza frente a la inseguridad, entendida como necesidad vital y virtud, esperanza que es alegría y alegría que es casi felicidad, felicidad que no podemos confundir con prosperidad, pues aquélla nace en el alma y ésta es goce del cuerpo por la abundancia de bienes materiales. La Comunidad no puede intentar construir la felicidad del hombre partiendo de la satisfacción de sus necesidades exclusivamente materiales y dejando a un lado y olvidando que son las exigencias del espíritu las que pueden proporcionar e incluso colmar aquéllas.
Las Fuerzas Armadas, conscientes de que es en el esfuerzo donde se forman y templan los espíritus, pueden y deben contribuir también en esta específica tarea, partiendo de la base del verdadero espíritu de nuestra profesión: el esfuerzo.
Es cierto que el confusionismo ideológico es grave amenaza que incide sobre la Comunidad nacional, pues no hay posible actuación positiva si no se parte de una ideología claramente definida y firmemente sentida: es preciso convencer y el punto de partida no puede ser más que la religión sobre la que pueden y deben fundamentarse todos los modos de ser, estar y pensar que se desean. Los técnicos y maestros del confusionismo atacan los valores religiosos de nuestra Comunidad porque saben que destruidos éstos, la confusión se desarrolla e invade el cuerpo de aquélla dejándola inerte y, por tanto, prácticamente vencida. La subversión sabe lo que quiere, es idearia no ideológica, pero actúa de forma práctica y mejora y cambia sus tácticas con arreglo a las circunstancias de cada caso, situación y momento, y hoy día podemos afirmar que está llegando a extremos de perfección. Sabe que atacar directamente al fondo es expuesto y por ello inicia su acción a través de las formas, por aquello que parece accesorio y adjetivo y sólo cuando ha conseguido una brecha en estos aspectos formales, o aparentemente formales, ataca directamente al objetivo.
El componente permanente de este tipo de lucha es la acción psicológica, cuyo concepto, según un conocido tratadista uruguayo, no es otro que:
Mediante la psicología al servicio de la política se busca la conquista de las mentes:
La agresión psicopolítica está integrada por dos actividades, por dos ofensivas simultáneas y complementarias:
Se trata de crear a modo de una «gigantesca empresa industrializadora de la rebelión de los espíritus y de la mentira como explotación del engaño y de todas las pasiones del hombre».
«La acción psicopolítica revolucionaria o subversiva no se comprende si no se la considera —y en ello reside su carácter esencial— dentro del cuadro ideológico del universo que sostiene la dialéctica comunista», dice Claude Delmas.
El marxismo no contempla el universo en valores de verdad, en valores esenciales, sino en valores prácticos, de fuerza, acción, transformación, movimientos; sin referencia a verdad alguna.
Por eso, para el marxismo la palabra «doctrina» tiene un sentido distinto que para nosotros que permanecemos fieles a la cultura cristiana. Porque para nosotros doctrina es el conjunto armónico de valores permanentes, de valores esenciales que están por encima de la constante inestabilidad de los seres y de las cosas.
El confusionismo ideológico aparentemente intrascendente con caracteres de descompromiso ante nosotros mismos y hacia los demás tiene la trascendencia de producir a la larga un estado de indiferencia o de sopor en toda Comunidad nacional y es, por tanto, como dejé reseñada anteriormente, una grave amenaza que incide sobre ella.
Es, por tanto, preciso que el individuo y la Comunidad, sabedores del peligro, le hagan frente o lo eludan según los casos pero siempre en base a una ideología de cruz, de sacrificio, de esfuerzo abnegado y difícil pero en la que sólo puede encontrarse la felicidad, la alegría y la paz.
Señores, una vez mas he querido tocar el tema de la Comunidad y su Defensa, el tema de los valores éticos y morales del individuo base de aquélla. Los educadores, es decir, la familia, todos los centros y organizaciones docentes, todos los medios de expresión y difusión del país, la Iglesia y las Fuerzas Armadas que también son educadoras tienen un amplio campo de actuación y una seria y grave responsabilidad.
Me siento profundamente optimista a la larga, a pesar de la compleja y ardua labor con la que tenemos que enfrentarnos. Creo que a nuestra Comunidad nacional puede llegarle el triunfo antes que se oculte el sol, aunque al despuntar el día se sienta amenazada.
En definitiva, y como dije al principio, la tarea es de todos y cada uno de nosotros. A todos pido imaginación, dedicación ilusionada y entrega generosa de todos nuestros «talentos» para el logro de las metas y para que así la herencia de nuestro glorioso Caudillo sea acrecentada con nuestro afán, con nuestro sudor y con nuestros esfuerzos. En el Rey tendremos el mejor valedor e impulsor de nuestros propósitos. El futuro de España, por la que late nuestro corazón y vibra nuestra alma así lo exigen. Nada más, señores: muchas gracias.
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