Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 28
SUMARIO

El Gobierno ante el Parlamento
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2. DISCURSO DEL PRESIDENTE DEL GOBIERNO

Congreso de los Diputados
Pleno del 20.5.1980

2.1 PLANTEAMIENTO Y BALANCE DE LA ACCIÓN DE GOBIERNO

Señor Presidente,
Señoras y señores Diputados:

Al iniciar este debate deseo que sirva y sea útil al objetivo habitual de toda confrontación parlamentaria de carácter general: fijar, clarificar y contraponer las posiciones del Gobierno y de cada grupo parlamentario sobre los principales problemas y ejercer rigurosamente la crítica de las respectivas posturas, actitudes o decisiones.

Para ello parece necesario apuntar una primera consideración: es preciso situar nuestras reflexiones y nuestras críticas en la perspectiva del tiempo real.

Pues bien, señorías, la democracia en España, incluyendo la etapa constituyente con todas sus incertidumbres políticas e institucionales, todavía no ha cumplido tres años. Tal es el tiempo real, no muy dilatado ciertamente, en el que han de insertarse inexorablemente nuestros juicios de valor al reflexionar seriamente sobre la actual situación política y económica española. Y es inútil, a menos que se quiera hacer demagogia, prescindir de este dato evidente cuando la plena consecución formal y real de los grandes objetivos que nos propusimos alcanzar el quince de junio de mil novecientos setenta y siete exige, por su propia naturaleza, como la historia de España se ha encargado reiteradamente de demostrar, un proceso de tiempo mucho más dilatado. Sin duda hemos tenido fallos; sin duda, también, hemos cometido errores. Pero sería injusta, por incierta, cualquier descalifación global del acontecer político que el Gobierno, el Parlamento y las distintas fuerzas políticas y sociales protagonizan.

Vaya por delante que no se trata de eludir responsabilidades. El Gobierno asume todas las que le corresponden, absolutamente todas. Pero ni una más. Porque si hay algo claro en una democracia pluralista —y más aún en una democracia en proceso de consolidación— es que, por su propia esencia, existe un juego de responsabilidades, repartidas unas y compartidas otras, sin las que ni habría democracia ni habría pluralismo institucionalizado. La definitiva institucionalización de la democracia y de las libertades, la transformación de la estructura estatal, la profunda crisis económica que padecemos y la lucha contra el terrorismo y la delincuencia común reclaman ciertamente una acción clara del Gobierno. Pero exigen también la intensa colaboración de todos —partidos políticos, formaciones sindicales, organizaciones empresariales, asociaciones profesionales y culturales— porque se trata de problemas que carecen de solución adecuada si no se crea una conciencia social o colectiva que coadyuve directamente a solventarlos, asumiendo actitudes y comportamientos responsables e integradores, cada uno en su papel y desde su propia posición.

Es en el marco de estas coordenadas donde debe, a mi juicio, situarse la exposición y enjuiciamiento de nuestro proceso político, de la acción del Gobierno y de la actual situación política y socioeconómica.

Y creo que nadie con convicciones democráticas se atrevería a hacer hoy una valoración negativa de la transición política y de la etapa constituyente.

Señorías, creo, en verdad, que todos somos conscientes del gran cambio político experimentado en España en el breve plazo de tres años. Conviene recordar que en tal escaso tiempo hemos pasado, institucionalmente, de un régimen autoritario a un sistema democrático pluralista, que hemos celebrado pacíficamente y sin tensiones diversas consultas electorales, que hemos elaborado una Constitución por la vía del compromiso, que hemos renovado una parte considerable de nuestra legislación política ordinaria, que hemos llevado a término algunas reformas importantes para alcanzar una más justa y estable convivencia social y que hoy tenemos un Gobierno democrático y constitucional, así como una oposición democrática y constitucional.

Sin embargo, en ocasiones, parece que se pierde ciertamente la noción del tiempo. Porque, apenas transcurrido un año y medio desde la aprobación de la Constitución se insiste una y otra vez en la crisis de Estado, se afirma que la democracia se pudre, se sostiene que el Gobierno carece de proyecto político o se asegura que existe un clima colectivo de creciente desencanto o de pesimismo generalizado. Esta es la ocasión de analizar rigurosamente y en profundidad lo que de verdadero y falso encierren estos mensajes simplificados que se lanzan reiteradamente a la opinión pública.

Creo que la línea de partida no puede ser otra que la experiencia suministrada por nuestra propia historia, y la historia de España pone de relieve que para enraizar socialmente un régimen de libertades no es suficiente celebrar unas elecciones libres, aprobar una Constitución democrática y elegir un Parlamento y un Gobierno. Este es sólo el punto de partida de un proceso ineludiblemente largo en el tiempo. Porque en España el cambio de régimen político exige, por las propias características de nuestra unidad nacional, una transformación profunda de la estructura institucional del Estado.

Desde esta perspectiva, y sólo desde esta perspectiva, puede hablarse de una crisis de Estado, una crisis necesaria, originada por la transformación de la institución estatal que la Constitución impone al tratar de dar cauce legal al pluralismo real que singulariza la unidad nacional española.

A la hora de hacer el balance de un año de Gobierno, que exprese la situación real del proceso de transformación del Estado, es sobradamente elocuente el lado positivo de la acción del Gobierno. Acaban de constituirse con normalidad democrática las instituciones vascas y catalanas de autogobierno. Y tal acontecimiento tiene una significación política que transciende lo puramente institucional. Los Estatutos de Autonomía vasco y catalán sientan las bases para zanjar dos viejos pleitos de antiguas y profundas raíces en nuestra historia, cuya definitiva resolución es imprescindible para la consolidación del sistema democrático. Ignorar que ello se ha hecho en el plazo de un año es cerrar los ojos a una realidad esperanzadora. Y realidad esperanzadora es también el Estatuto de Galicia, al que me referiré en otra parte de esta intervención.

Por otra parte, en unos pocos meses se ha concluido prácticamente una Ley-marco trascendental que afronta una de las cuestiones más espinosas que suscita la estructuración autonómica del Estado: el régimen de financiación de las Comunidades Autónomas, base real de sus posibilidades de funcionamiento. Y si el Gobierno ha decidida retirar la Ley orgánica de Policías es porque no alcanza a comprender cómo, en las actuales circunstancias de nuestro país, algunos partidos de esta Cámara, que han de componer la necesaria mayoría absoluta para su aprobación, no aceptan que la Junta de Seguridad esté presidida por el Delegado general del Gobierno.

Junto al impulso razonable de las autonomías allí donde era más urgente, es decir, además de iniciar el camino de la transformación de la estructura del Estado, el Gobierno, por imperativo constitucional pero con celeridad, ha elaborado en este año y remitido a estas Cortes un número importante de proyectos de Ley destinados a regular o a dar nueva configuración a las instituciones y órganos básicos del Estado: El Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Ministerio Fiscal, la Defensa Nacional y la Organización Militar, la Seguridad Ciudadana y los Cuerpos de Seguridad del Estado, el Gobierno y la Administración Central del Estado, la legislación penal procesal y sustantiva, el sistema penitenciario, es decir, el conjunto de instituciones y órganos que constituyen el entramado del Estado están sujetos a un proceso de reforma profunda al tiempo que se transforma la naturaleza del Estado mismo.

En estas circunstancias, el rigor exige que se medite sobre lo que comporta desarrollar y aplicar una Constitución democrática a un Estado moderno, y por tanto, complejo, construido en un molde autoritario y centralista. Nada más natural que se produzcan disfuncionalidades. La reforma como método de cambio gradual tiene unas ventajas y unos costes. Nosotros asumimos los costes sin complejos porque creemos que las ventajas los compensan sobradamente, especialmente en un país como España, que no ha dejado de dar bandazos en el transcurso de su historia. Y no abdicaremos de esta posición no sólo porque a nuestro juicio no tiene alternativa, sino porque creemos que es la mejor para asegurar el enraizamiento de unas instituciones recién nacidas.

Nosotros, mi Partido y el Gobierno tenemos como objetivo primordial e irrenunciable la defensa del sistema democrático y del régimen de libertades públicas que le define. Creemos, a este respecto, que sigue siendo plenamente válido el proyecto centrista que nació con la victoria electoral del quince de junio de mil novecientos setenta y siete porque constituye la garantía de una España políticamente estable, alejada de sus tradicionales radicalismos y socialmente moderna a través de sucesivas y graduales reformas que puedan ser sucesivamente asimiladas por la sociedad española.

Mas en este camino, que nadie espere milagros, que nadie espere que de la noche a la mañana improvisemos una democracia sólida, institucionalmente fuerte y socialmente arraigada. La realidad impone siempre sus límites a la voluntad. Y hoy tenemos aún una democracia frágil, porque en tres años no puede echar raíces profundas lo que no fue posible instituir en los últimos ciento cincuenta años. Tenemos una democracia frágil porque los comportamientos individuales y colectivos, las actitudes de los individuos y de las fuerzas sociales están todavía adaptándose a las cotas de responsabilidad que hay que asumir en el ejercicio de la libertad. Tenemos una democracia frágil, porque las formaciones políticas, sindicales, empresariales o profesionales que vertebran una sociedad democrática son igualmente frágiles.

Creo que cuando se habla de desencanto, y se habla frecuentemente, no se explican suficientemente las circunstancias en que nos movemos y en las que el Gobierno ha de desarrollar su labor. Querría referirme por ello a la crisis económica, crisis ésta sí auténtica y profunda en la que, a mi juicio, se encuentra probablemente la causa principal de esta situación de desencanto colectivo que parece afectar al pueblo español.

Cuando se firmaron los Pactos de la Moncloa, en octubre de mil novecientos setenta y siete, las fuerzas políticas que los suscribieron hicieron un reconocimiento expreso de la existencia de tres desequilibrios básicos de la economía española —alta tasa de inflación, fuerte desequilibrio de nuestros intercambios con el exterior y elevada cifra de paro— en un contexto económico internacional en el que no había signos firmes de recuperación económica. Desde aquellas fechas hasta el presente se ha reducido la inflación en cerca de quince puntos, aproximando sustancialmente nuestra tasa de inflación a la media de los países de la OCDE y nuestras reservas han alcanzado cifras sin precedentes.

Pero, como veremos más adelante, la permanente incidencia de las continuadas alzas del precio del petróleo ha impedido, junto con otras causas de las que tendremos ocasión de hablar, reactivar el binomio inversiones-producción, lo que ha venido a incrementar el nivel de desempleo.

En este último año, el Gobierno ha seguido las mismas líneas básicas de política económica que derivan de los Pactos de la Moncloa y ha pretendido

despejar las principales incógnitas que, aun después de las elecciones generales de mil novecientos setenta y nueve, atenazaban nuestro sistema económico, con el objetivo de contribuir a crear un marco de confianza en el que pudieran producirse inversiones generadoras de puestos de trabajo. Porque es evidente que sólo en un clima de confianza —cuya creación ha de ser necesariamente efecto de un esfuerzo colectivo— puede llegar a alcanzarse un crecimiento sostenido y estable, único procedimiento para combatir eficazmente el desempleo.

Con este propósito, el Gobierno, de una parte, ha concretado sus líneas de actuación eliminando incertidumbres, mediante la aprobación de un Programa Económico a medio y largo plazo en el que la energía y el desempleo aparecen como objetivos prioritarios. Y por otro lado, ha despejado tres incógnitas básicas que obstaculizaban la creación del ambiente de confianza perseguido. Ha propuesto a esta Cámara la aprobación del Plan Energético Nacional como expresión de su política energética y del Estatuto de los Trabajadores como nuevo marco de relaciones laborales en sustitución del anteriormente vigente, que constituía un claro impedimento a la creación de nuevos puestos de trabajo. Finalmente, ha propiciado y apoyado decididamente el acuerdo marco interconfederal como manifestación singular de una política salarial libremente consentida por las partes interesadas, que ha contribuido a disminuir la conflictividad social propia de una época en crisis.

Hasta aquí, un balance sucinto y quizás apresurado de lo que, en apenas doce messe, el Gobierno ha realizado. No se trata de mostrar una complaciente satisfacción, pero sí de salir al paso de la superficial descalificación global de que frecuentemente es objeto la tarea del ejecutivo. Una meditación serena sobre el tiempo transcurrido; un análisis riguroso de las circunstancias internas e internacionales en que estamos insertos; un examen, en conciencia, de los comportamientos individuales y colectivos en una época de cambio y de crisis y una aproximación a las dificultades que hemos de vencer y a la magnitud real de los problemas que tratamos de resolver, son imprescindibles para enjuiciar honestamente el esfuerzo real de un Gobierno y de un partido.

El Gobierno, a través de este debate parlamentario, pretende exponer ante Sus Señorías un proyecto global de Estado de las Autonomías, analizar, globalmente también, la evolución de la crisis económica y sus dos ejes básicos: energía y desempleo, y formular algunas de las consecuencias y propuestas que derivan de la aplicación rigurosa del principio del imperio de la Ley, columna vertebral del Estado de Derecho.

2.2 EL IMPERIO DE LA LEY

Entre las demandas populares mediante las que la sociedad interpela al Estado, se distingue un clamor que pide tranquilidad, orden, seguridad ciudadana.

Sólo hay un medio para que esta demanda legítima se vea satisfecha en toda su amplitud y en su más radical profundidad: imponer el imperio de la Ley, que es emanación de la voluntad del pueblo. Ningún régimen político tiene legitimidad comparable a la de un Estado Social de Derecho para salvaguardar los valores en que expresa sus creencias y para exigir, con energía y firmeza, que las pautas de comportamiento personales y colectivas se adecuen, con escrupulosa puntualidad, al imperio de la Constitución y al de las Leyes. Sólo así la Comunidad podrá enriquecerse mediante el ejercicio real de los Derechos Humanos de sus miembros.

Energía y firmeza —rigor, en suma—, en el marco estricto de las Leyes, serán las coordenadas invariables a las que el Gobierno ajuste su acción para erradicar la plaga del terrorismo y el fenómeno de la delincuencia. Ningún ciudadano puede negar o regatear su cuota de responsabilidad en la creación de un clima de pacífica, leal y solidaria convivencia, porque, en el seno de una sociedad de libertades, nadie tiene derecho a sentirse extraño o ajeno al interés público. Nadie puede tampoco buscar pretexto para eludir el cumplimiento de las Leyes.

Como expresa la comunicación del Gobierno, el imperio de la Ley se traduce, en primer término, en la primacía de la Constitución y en el acatamiento y cumplimiento por parte de toda la sociedad y de todos los órganos del Estado, de las normas legales vigentes, cualquiera que sea la valoración que nos merezcan. El prestigio de la Ley es un valor indispensable en una sociedad democrática y su interiorización por los ciudadanos es responsabilidad principal de los órganos del Estado y de las fuerzas políticas. Y no se contribuye al prestigio de la Ley cuando se cuestiona su legitimidad en movilizaciones populares, cuando se infravalora su aprobación por una mayoría simple, o cuando se afirma sin recato que una Ley recién aprobada nace muerta. Es obvio que el legislador puede equivocarse; es obvio también que una norma es frecuentemente expresión de una posición ideológica que no hay por qué compartir. Es obvio, finalmente, que una Ley puede y debe ser criticada. Pero, junto a cualquier apreciación que se haga, es preciso proclamar la obligación de su cumplimiento, porque, de lo contrario, se atenta contra esta Cámara y se minan los fundamentos del Estado de Derecho. Las consecuencias políticas y sociales de una actitud pública y sistemática de desafección con respecto a las Leyes que el Parlamento aprueba, impiden el arraigo de las Instituciones democráticas.

Frente a las Leyes democráticamente elaboradas no caben reservas ni reticencias. Todas ellas deben ser cumplidas. Desde las que consagran nuestras libertades públicas o privadas, hasta las leyes fiscales o las penales, o las que imponen a las Administraciones Públicas prestaciones en favor de determinados sectores sociales. Y deben ser cumplidas también por todos, desde el ciudadano de a pie hasta las más altas magistraturas del Estado, pasando por toda suerte de fuerzas y grupos políticos o sociales. Sólo en el respeto de la Ley podrán consolidarse nuestras incipientes instituciones democráticas.

El imperio de la Ley se traduce igualmente en la efectiva protección y garantía del ejercicio de las libertades públicas dentro de los límites que la propia Constitución consagra. Creo que no responde a la realidad la afirmación -—formulada a veces como imputación de culpabilidad directa del Gobierno— de que en España algunas libertades se encuentran amenazadas o en retroceso. Son numerosas las modificaciones legales que el Gobierno ha propuesto y esta Cámara ha aprobado para garantizar su efectivo ejercicio.

En todo caso, al mismo tiempo que proclamo una vez más mi respeto por todas ellas, anuncio la próxima remisión a las Cortes Generales de una Ley Orgánica que contenga el Estatuto de las Libertades Públicas previstas en la Constitución y los procedimientos de amparo judicial para su plena efectividad. Esta Ley Orgánica regulará, de acuerdo con la Constitución, los ámbitos de licitud e ilicitud en el ejercicio de las libertades públicas. Derogará expresamente los preceptos legales del ordenamiento jurídico anterior contrarios a ¡a Constitución y al propio Estatuto, despejando las zonas de incertidumbre o inseguridad jurídica existentes en la actualidad. Determinará el contenido esencial y los límites concretos de esas libertades y regulará su protección judicial, que será encomendada a la jurisdicción ordinaria en los términos previstos por la Constitución y de acuerdo con la línea ya iniciada por la Ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales y las Libertades Públicas, aprobada por abrumadora mayoría por las Cortes Generales.

La delimitación exacta del ámbito real de las libertades reforzará sin duda el valor moral de la fuerza de obligar de la Ley. Pero el imperio de la Ley tiene también, señoras y señores Diputados, otra dimensión de importancia decisiva en la actual circunstancia española: la aplicación rigurosa e inexorable de las Leyes vigentes en la acción contra la violencia armada, cuya erradicación exige un especial esfuerzo colectivo de responsabilidad y de respaldo a la autoridad legítima y de colaboración y apoyo a los Cuerpos de Seguridad del Estado.

Hemos dado todos los pasos necesarios en el orden político —y los llevaremos hasta sus últimas consecuencias— para reconducir el fenómeno terrorista al terreno en que necesariamente tiene —en plazo más o menos corto— perdida la partida: el de la pura agresión frontal a las instituciones democráticas que el pueblo ha querido darse a sí mismo. En este terreno, todas las fuerzas morales, personales y materiales están puestas a disposición del objetivo esencial de acabar con la agresión armada. Que nadie espere negociación ni amnistía para quienes están en armas contra la autoridad legítima con desprecio de la vida humana.

Las medidas ya adoptadas en el terreno político, de dotación personal, de medios y armamentos, serán intensificadas en todo lo que sea preciso dentro del Plan Estratégico General que el Gobierno está desarrollando. No se escatimará ningún esfuerzo en esta acción. Desde la coordinación de la lucha antiterrorista en el ámbito europeo hasta las medidas internas de creación de grupos mixtos antiterroristas y mayor especialización de las Brigadas operativas, el aumento de efectivos y dotaciones a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad y la acción decidida contra las extorsiones y la apología del terrorismo.

Insisto en que las medidas están en gran parte ya adoptadas, en curso de ejecución, y pronto rendirán plenos efectos. Entre ellas se cuenta la puesta en marcha del Centro de Proceso de Datos prevista para el segundo semestre de este año y cuyos programas están ya confeccionados, reestructuración de los Servicios de Información Policial, Plan Nacional Antiatracos, incremento de la presencia policial en la calle mediante el aumento de las plantillas de material móvil, extensión de los grupos de policía judicial especializados en delincuencia juvenil y drogas, redistribución de efectivos, etc.

Pero el perfeccionamiento de la infraestructura policial no agota la acción del Gobierno. Es preciso profundizar también en el tratamiento de las causas que originan las conductas violentas, agresivas o criminales y proporcionar medios adecuados al Poder Judicial, al Ministerio Fiscal y a la Administración Penitenciaria.

En este sentido es prioridad del Gobierno estimular la rápida tramitación del Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial que lleva consigo la consagración real de la unidad jurisdiccional e intensificar la acción ya iniciada en los siguientes ámbitos:

En lo que se refiere al aparato penitenciario, y dentro del espíritu y la letra de la Ley General Penitenciaria de 5 de octubre de 1979, se aprobará por el Gobierno su Reglamento ejecutivo y se procederá:

No quiero cansar a Sus Señorías con una extensa relación de medidas y acciones que el Gobierno está llevando a cabo. Me parece más importante destacar que sólo en el respeto de la Ley pueden arraigar nuestras instituciones democráticas y que tal expresión, para que alcance plena virtualidad, requiere también que se preserve el prestigio, la autoridad y relevancia constitucional de todos los órganos del Estado y de sus servidores, especialmente de quienes integran los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad. Porque una cosa es la crítica que los titulares de los órganos estatales podamos merecer y que estamos obligados a asumir con toda naturalidad en una sociedad de libertades, y otra bien distinta la descalificación sistemática de carácter institucional, que puede llegar a socavar las posibilidades de subsistencia del Estado de Derecho.

2.3 LOS PROBLEMAS ECONÓMICOS

Paso a examinar, a continuación, los problemas económicos. La situación de la economía española es delicada y es, por consiguiente, necesario saber dónde estamos y hacia dónde vamos.

La situación actual está dominada por los problemas planteados por la crisis energética, que: 1.° Afectan negativamente y oscurecen el horizonte de la economía mundial. 2.° Inciden de un modo directo sobre nuestra economía; y 3.° Condiciona el significado y la solución de otros problemas que tenemos planteados, básicamente el creciente y alto desempleo.

La nueva elevación del precio del petróleo en un 140 por 100 en doce meses ha venido a replantear, en toda su gravedad, la precaria situación en que se encuentra y puede encontrarse durante bastantes años la economía mundial. La escasez de petróleo es un hecho. La inmensa mayoría de los estudios disponibles prevén importantes problemas de suministro para la segunda mitad de esta década. Y las condiciones tecnológicas no permiten prever una sustitución fácil del petróleo en los próximos años. Viviremos, entre tanto, en un mercado dominado por los productores, en el que éstos tratarán de señalar los precios del petróleo de acuerdo con sus intereses, con los consiguientes efectos de pérdida de riqueza real, depresión, inflación y problemas de balanza de pago para los países importadores.

La única forma de defenderse frente a los problemas de escasez de suministros y frente a las consecuencias de progresivo encarecimiento del petróleo consiste en desarrollar la producción y utilización de fuentes alternativas de energía y en mejorar la eficiencia en el uso de la energía, todo lo cual exige muy fuertes inversiones. La claridad de la rentabilidad de las inversiones energéticas no se extiende, sin embargo, a otros muchos sectores productivos de la economía mundial. Esta se encuentra en un momento de gran incertidumbre, agobiada por los problemas de la inflación y en un período de lento crecimiento donde cualquier inicio de expansión se ve pronto frustrado.

Todo esto significa que aun al margen de los efectos negativos del petróleo, no podemos esperar estímulos procedentes del exterior en estos momentos. Esto es muy importante y radicalmente opuesto a lo que ocurrió durante los años sesenta y los primeros años setenta, período en el que la expansión de la economía española no puede entenderse fuera de la intensa expansión que vivió la economía europea, la cual estimuló nuestra actividad y aligeró los problemas de nuestro mercado de trabajo a través de fuertes contingentes de emigración que hoy retornan debido a las condiciones de los mercados de trabajo en los países europeos, agravando las cifras de paro en el interior de nuestro país. Puede decirse, pues, que si en los años sesenta España exportó su paro hacia Europa, hoy en cambio importamos parados de Europa.

Esta situación obliga a España a volver más intensamente sobre sus propias posibilidades. Nuestro país ha sido, al mismo tiempo, uno de los más adversamente afectados por la crisis energética. Este es un hecho que olvidamos con frecuencia y que debe ser tenido, sin embargo, muy en cuenta no como excusa de las posibles deficiencias de la política económica, sino como factor decisivo a la hora de determinar los esfuerzos que debe realizar nuestra sociedad para mantener y mejorar su nivel de vida en las circunstancias presentes.

España es un país de base energética natural muy débil y que depende, por tanto, de las importaciones de energía y, concretamente, de las importaciones de petróleo, en grado muy elevado y, desde luego, en medida muy superior a la media de los países

europeos. Somos, por tanto, una economía con una sensibilidad superior a la media europea por lo que se refiere a los efectos adversos de las dificultades de suministros y a los efectos adversos de las alzas de precios del petróleo sobre la renta real nacional, los precios interiores y la balanza de pagos. Baste con señalar que el encarecimiento del petróleo registrado durante los doce últimos meses va a costar unos cuatro puntos de la renta nacional, va a aumentar nuestros pagos en petróleo en unos 7.500 millones de dólares —que representan en torno a un 35 por 100 de nuestras exportaciones de mercancías— y va a incidir sobre los precios interiores en no menos de cinco puntos porcentuales, tomando conjuntamente los años 1979 y 1980.

Pero España es, además, un país de desarrollo reciente sobre el que han venido a incidir con especial fuerza relativa otros efectos de la crisis energética. Dado el estadio aún modesto que había alcanzado nuestro desarrollo industrial tras un par de décadas de rápido crecimiento, en nuestra economía industrial pesan más que en la media de los países industriales los sectores más adversamente afectados por la actual crisis mundial. Me refiero a sectores como la siderurgia, la construcción naval, la petroquímica o los textiles, los cuales atraviesan grandes dificultades en todas partes como consecuencia de la caída general en los niveles o en el crecimiento de las demandas mundiales respectivas y como resultado de la mayor presión de la competencia internacional y de las políticas de signo proteccionista. El mayor peso relativo de estos sectores en nuestra economía significa que sus problemas y las adaptaciones que han de producirse inevitablemente en ellos, así como los costes de moderar el ritmo temporal de esos ajustes, son más importantes relativamente en nuestra economía que en otras.

Pero, además, nuestro desarrollo económico de décadas pasadas fue muy rápido y —no sé si como consecuencia inevitable o no, pero creo que no— bastante desordenado. Muchas empresas y muchos sectores crecieron en unas condiciones deficientes sólo sostenibles y tal vez sólo eventualmente saneables si podía confiarse en que la economía mundial, y con ella la economía española, mantuvieran tasas de expansión muy elevadas. Y ahora, el rápido paso a un ritmo de crecimiento más lento ha dejado al descubierto sus serias debilidades y ha hecho difícil y a veces imposible su adaptación a las nuevas condiciones.

Prioridades

En las actuales circunstancias, la crisis energética y la atención al empleo son las únicas prioridades que se pueden contemplar desde una política económica que intente con honestidad y realismo afrontar los problemas del país.

Todas y cada una de las decisiones que adopte el Gobierno van a ser concebidas contemplando estas dos prioridades.

Pienso que todas las propuestas que se formulen desde la Cámara deben tener como referencia clara estas dos prioridades.

Equilibrios

Estas dos prioridades deben ser perseguidas contemplando y considerando simultáneamente la evolución de los equilibrios fundamentales de nuestra economía.

En primer lugar, en materia de inflación. En este punto se ha avanzado bastante. Baste recordar la situación en 15 de junio de 1977 y la situación actual. En 1977, nuestro índice de precios se separaba del índice de precios de la media de los países europeos de la OCDE en 15 puntos. Esta diferencia de 15 puntos se redujo a 10 en 1978; pasó a cinco puntos en 1979 y en febrero de 1980 se sitúa ya en dos y medio puntos.

Y, en estos momentos, existe una razonable esperanza de que la cláusula de salvaguardia establecida libremente por los agentes sociales en el acuerdo-marco interconfederal no será sobrepasada al 30 de junio de 1980. O, en todo caso, que la desviación respecto a dicha cláusula será muy escasa.

El índice de precios del mes de marzo y las previsiones existentes con los indicadores disponibles permiten de alguna manera esperar una evolución razonable en el terreno de la inflación, pero de ninguna manera conviene bajar la guardia porque no existe espacio para ningún tipo de política permisiva.

Es preciso contemplar atentamente la evolución de otro equilibrio fundamental de nuestra economía, el del sector exterior.

Conviene recordar que también en este punto se ha avanzado desde el 15 de junio de 1977 hasta ahora. Hacia 1976 los 4.000 millones de déficit por cuenta corriente suponían un 4 por 100 del PIB. Después de los superávit de 1978 y 1979, en 1980 esperamos, nuevamente, un déficit de cuenta corriente de 3.000 millones de dólares, pero esta cifra significa ya sólo un 1,6 por 100 del PIB.

El nivel de reserva de divisas, penosamente acumulado durante estos años, nos permite no tener preocupaciones fundamentales en el área de la balanza de pagos durante los próximos dos o tres años, pero resulta absolutamente necesario seguir atentamente la evolución de este equilibrio fundamental.

Finalmente, las dos prioridades básicas: energía y empleo, hay que perseguirlas —porque resulta imprescindible— vigilando la magnitud y composición del déficit público, que puede ser el principal enemigo del empleo.

Con independencia de lo anterior, hay que reiterar que resulta poco probable, durante 1980 por lo menos, que podamos esperar estímulos significativos del exterior, sino que por el contrario tendremos la dificultad adicional de una situación mundial depresiva e inflacionaria.

Dependencia energética

La reducción de nuestra dependencia energética es una prioridad fundamental y básica. De esa reducción depende en definitiva nuestra subsistencia como nación económicamente independiente y nuestra posibilidad de seguir siendo una economía industrial.

La única forma de defenderse de la crisis energética en su doble vertiente de escasez de suministros —cuyas gravísimas consecuencias no hace falta subrayar— y de progresivo encarecimiento, insisto, consiste en desarrollar la producción y utilización de fuentes alternativas de energía y en mejorar la eficiencia en el uso de la misma; todo lo cual exige fuertes inversiones.

El Gobierno se propone desarrollar y acelerar, en consecuencia, el Plan Energético Nacional, tanto en lo que se refiere a las inversiones en producción, transporte y distribución de energía, como en lo que concierne a las inversiones en conservación de energía e investigación y desarrollo, apoyándose en todas las líneas de generación de energía efectivamente abiertas para los próximos años —carbón, petróleo, gas natural y energía nuclear— y fomentando las nuevas energías —básicamente la solar—, que sólo serán significativas a un plazo bastante más largo. Las inversiones del sector energético alcanzarán unos 325.000 millones de pesetas en 1980 y se elevarán a 1,6 billones de pesetas de 1980 en el cuatrienio 1980-83.

Sectores en crisis

Otro de los graves problemas con los que se enfrenta el país es el de los sectores en crisis, que exigen una remodelación que implica la realización de inversiones. Su paulatino saneamiento —que ha de ser estricto y limitado en el tiempo, pero que requiere un período de apoyo si no han de permitirse situaciones traumáticas— impone una absorción de recursos limitados que impiden, sin duda, su inversión en sectores potencialmente más dinámicos y productivos.

Tanto desde el punto de vista del sector público como desde el punto de vista de la economía nacional, las ayudas aportadas a las empresas e industrias en crisis han de ser limitadas tanto en cuantía como en el tiempo y han de estar estrictamente condicionadas al saneamiento efectivo de los sectores, en períodos de tiempo controlado.

No cabe ocultar que estas reestructuraciones suponen, en muchos casos, reducciones de la capacidad instalada y de las plantillas existentes, reorientaciones productivas y mejoras en la eficacia y la racionalidad de la actividad. Es preciso, además, limitar los sectores en crisis sobre los que se va a actuar, pues ningún país puede empeñarse en sostener indefinidamente líneas de producción ruinosa ni en defender todos los puestos de trabajo existentes en todos los sectores. Si lo hace, sólo será a costa del desarrollo de otros sectores más productivos, más rentables, más dinámicos y, por tanto, con un potencial de generación de empleo superior al de los sectores regresivos a los que se sostiene.

Por consiguiente, es necesario elegir. Al hacer frente con decisión a las difíciles reestructuraciones de los sectores en crisis, estaremos construyendo el futuro. Lo hacemos así porque los recursos ahorrados permitirán el fortalecimiento y desarrollo de los sectores más dinámicos de la economía. De aquellos que generan más empleo y en los que tenemos que estar presentes si queremos subsistir en la dura competencia internacional que se nos avecina.

Empleo

El Gobierno entiende que hay que acompañar el proceso de transformación en profundidad de nuestra estructura productiva en concierto y consulta con los sindicatos, pero con la clara definición de los principios que pretende aplicar.

El paro se configura como la secuela más grave de la crisis económica acumulada que estamos sufriendo. El paro es posiblemente el gran drama de las sociedades industriales y el mayor factor de injusticia. Y la mayor exigencia de solidaridad entre los miembros del cuerpo social.

El paro registrado alcanza a finales del mes de abril de mil novecientos ochenta la cifra de un millón doscientos cuarenta y cinco mil trescientas cuarenta y nueve personas, lo que representa el nueve coma cuarenta y siete por ciento de la población activa. Y de estos desempleados, algo más de quinientos mil son jóvenes en busca de primer empleo.

No está de más recordar aquí que hacia mil novecientos setenta y tres y setenta y cuatro había en España del orden de doscientos mil parados y que a esta cifra se han sumado cerca de trescientos mil emigrados retornados.

De los trabajadores sin empleo, en el mes de marzo de este año, en relación con el paro registrado y excluyendo el paro agrícola, el sesenta por ciento estaba cobrando el seguro de desempleo. Los pagos por este concepto, que en mil novecientos setenta y nueve fueron de doscientos diez mil millones, frente a los ciento cuarenta y nueve mil millones programados, van a crecer de nuevo fuertemente en mil novecientos ochenta, produciéndose posiblemente un déficit importante del INEM. El sistema español es uno de los más generosos de los países occidentales.

El sistema detrae excesivos recursos, que podrían emplearse en inversiones productivas creadoras de empleo. Por ello el Gobierno mantiene el proyecto de Ley de Empleo, con el que espera se produzca una asignación más eficiente de unos recursos cada vez más escasos.

En nuestra sociedad funciona todavía la malla de seguridad de la familia, pero es difícil prever las consecuencias sociales que se derivarían si esta situación se prolongara durante dos o tres años. Es imprescindible crear las condiciones para que se produzcan puestos de trabajo, condiciones que habrán de ser formuladas en circunstancias de exigencia, porque exigente es el tiempo que nos ha tocado vivir.

Es preciso hacer un esfuerzo serio y en profundidad para abrir paso a las generaciones que llegan a la edad laboral. Y ese esfuerzo pasa por el despegue de ¡a inversión productiva. Porque solamente así nuestro techo potencial de crecimiento se alcanzará en la realidad.

Partiendo de esta realidad, el Gobierno ha desarrollado y mantiene acciones muy diversas en la lucha contra el desempleo:

En primer lugar, continuidad en la aplicación de las medidas previstas en los Pactos de la Moncloa, tales como las siguientes:

En segundo término, se ha seguido como línea de actuación, la eliminación de los obstáculos legales para la creación de empleo. La Ley de ocho de abril de mil novecientos setenta y seis, de Relaciones Laborales, considerada por los expertos como una normativa desalentadora de la creación de empleo, ha sido sustituida por el Estatuto de los Trabajadores, que incorpora o perfecciona tipos de contratación cuya eficacia en la generación de puestos de trabajo ya ha sido puesta de manifiesto en la inmensa mayoría de los países de la Comunidad Económica Europea: contratación temporal, a tiempo parcial y contrato de trabajo para la formación, principalmente.

En tercer lugar, la Formación Profesional cumple una función importante en la generación de empleo, ya que facilita la creación de empresas y agiliza los procesos de reconversión industrial tan necesarios actualmente en nuestra economía. Fomentar la Formación Profesional es, en definitiva, crear condiciones de empleo.

En esta línea, la creación de plazas de Formación Profesional (reglada y ocupacional) durante mil novecientos setenta y nueve, ha sido de sesenta y cinco mil trescientas cuarenta y nueve plazas, cifra muy superior a la de años anteriores.

Con independencia de la progresión en la creación de plazas, la Formación Profesional ha sido un importante elemento de activación de los programas de empleo en cuanto que, en todo caso, una de las medidas de apoyo a la creación de puestos de trabajo ha sido la formación profesional gratuita.

En cuarto lugar, el desempleo se ha combatido también desde acciones cualitativas y actuaciones territoriales. Ejemplo de las primeras es la financiación privilegiada para la creación y ampliación de cooperativas industriales y sociedades laborales, que ha crecido en mil novecientos setenta y nueve y mil novecientos ochenta en forma muy intensa, duplicando la financiación anterior.

En las actuaciones territoriales se ha incidido en los programas de empleo en aquellas zonas con mayores niveles de paro o con mayores necesidades de reconversión, programas en los que se ha sumado a otras medidas de fomento la subvención directa por puesto de trabajo creado.

Finalmente, se ha comenzado a poner los medios para lograr la escolarización de todos los jóvenes de catorce a dieciséis años y para adelantar la edad de jubilación progresivamente.

La estrategia global del Gobierno en la política de empleo se completará con las siguientes líneas de actuación:

1.° Revisión de las políticas específicas de empleo

Los programas de empleo juvenil, el de trabajadores subsidiados, el de empleo comunitario, el de colaboración con las Corporaciones Locales, el de jubilación anticipada, etcétera, ofrecen un balance positivo en líneas generales, a pesar de la merma de ingresos

que representan para el sector público, vía las cotizaciones a la Seguridad Social y de otros factores inducidos negativos que obligan a su revisión.

2.° Modelación de los incrementos de las rentas salariales

Aunque en este aspecto se ha mejorado algo, hay que volver a insistir en el hecho de que elevaciones en términos de salarios reales por encima del crecimiento de la productividad desincentivan la inversión y, por tanto, la creación de nuevos empleos.

3.° Lucha contra el fraude en el Seguro de Desempleo y la contratación al margen de la Seguridad Social

El fraude en el desempleo es un atentado contra la justicia y la solidaridad. Frente a esto es preciso el rigor y la eficacia en el funcionamiento de la Administración y la condena moral de toda la sociedad. La contratación de trabajadores sin dar de alta en la Seguridad Social debe ser considerada figura delictiva, por cuanto, con independencia de ser competencia desleal y fraudulenta, la aparición de mercado negro laboral es un síntoma de degradación que debe ser combatido.

Así, pues, la revisión de las políticas específicas de empleo, la moderación de los incrementos de las rentas salariales y la lucha contra el fraude serán las líneas básicas que completarán la acción del Gobierno para conseguir el objetivo de creación de empleo.

Pero hay que recordar que estas líneas de acción no serán efectivas si no van acompañadas por una disminución del déficit del sector público que se origine por gastos corrientes, una potenciación de la política inversora hasta los límites de una financiación sana, y la creación de un clima de confianza.

Ahorro y productividad

Aspirar a una tasa razonable de crecimiento económico que tenga virtualidad para disminuir el paro exige y va a exigir en los próximos años la absorción de un volumen muy importante y creciente de recursos: en parte para exportar al ritmo necesario para poder financiar más importaciones en las que la energía seguirá pesando mucho, en todo caso, y con unos costes crecientes, y en parte para invertir en el desarrollo de la producción nacional de energía.

En estas condiciones, las posibilidades de aumentar el producto disponible para atender el gasto nacional y de crear puestos de trabajo al ritmo necesario para reducir la tasa de paro a un nivel aceptable dependerán de dos factores estratégicos: el aumento de la cuota de ahorro nacional y el aumento de la productividad. Sin el fortalecimiento de estas dos variables no será posible afrontar el proceso de inversión que requiere la economía española, y los desequilibrios internos y externos se encargarán de estrangular el proceso una y otra vez. Sin el fortalecimiento del ahorro y la productividad, la economía española no conseguirá superar el difícil período que tenemos por delante sin gravísimos problemas de paro y sin registrar una reducción en el nivel de vida de la población.

Sólo mediante la inversión y el beneficio este país puede seguir creciendo y crear puestos de trabajo. No hay que tenerles miedo ni considerarlos un atentado contra los derechos de los demás. Porque, como ha dicho un líder socialdemócrata, los beneficios de hoy son la inversión de mañana y los puestos de trabajo de pasado mañana. Sólo los pueblos que no sepultan esta realidad bajo los aludes de la demagogia sobreviven y progresan.

A lo largo del proceso de reforma el empresariado, justo es reconocerlo, ha sido objeto con frecuencia de acusaciones injustas, en lugar de recibir críticas estimulantes que habrían sido más adecuadas. Y esto ha hecho un gran daño. Ha retraído la confianza y ha retrasado el proceso de adaptación y de normalización de nuestra economía bajo otras circunstancias.

Confianza

Pero para ello resulta imprescindible propiciar una actitud global que mejore el esquema de confianza que la economía necesita para su desarrollo. Y esto demanda un gran esfuerzo colectivo que no se agota en la voluntad del Gobierno y que requiere la colaboración activa y solidaria de los agentes sociales.

Avances importantes en este terreno se han experimentado en los últimos años. En el ámbito socioeconómico la institucionalización de la democracia ha afectado tanto a organizaciones sindicales como a organizaciones de empresarios.

A finales de mil novecientos setenta y siete los partidos políticos con representación parlamentaria firmaron los Acuerdos de la Moncloa, aceptados básicamente con posterioridad por los agentes sociales.

En mil novecientos setenta y ocho el Gobierno realizó esfuerzos para establecer unos acuerdos entre las centrales sindicales, las organizaciones empresariales y la Administración. Aquellos esfuerzos no dieron totalmente el resultado deseado, aunque aproximaron posiciones, y a finales de mil novecientos setenta y ocho fue necesario fijar por Ley las directrices básicas de la política de rentas, que obtuvo un grado de cumplimiento razonable.

A lo largo de mil novecientos setenta y nueve, la Confederación Española de Organizaciones Empresariales y la Unión General de Trabajadores firmaron un amplio acuerdo en el que se contemplaban aspectos básicos de las relaciones industriales.

Por último, a principios de mil novecientos ochenta tuvo lugar la firma entre organizaciones del Acuerdo Marco Interconfederal, en el que se fija, entre otros aspectos, una banda de crecimiento salarial que ambas organizaciones se han comprometido a respetar. Ambos acuerdos pueden ser calificados de históricos y se inscriben en la línea de una consolidación cada vez mayor de la autonomía de los agentes sociales, en el reforzamiento de la sociedad frente a la tutela del Estado.

El proceso de institucionalización del diálogo entre agentes sociales constituirá un activo de primer orden para la construcción de una sociedad más libre y responsable, que todos queremos.

Proceso de institucionalización que hay que seguir promoviendo y que desde la responsabilidad gubernamental constituyen una primera muestra los órganos de encuentro entre poderes públicos, sindicatos y organizaciones empresariales constituidas en mil novecientos setenta y nueve, tanto en el campo del empleo como en el de la seguridad social, por citar los más significativos.

El Gobierno tiene la intención, en esta línea, de desarrollar lo que establece el artículo ciento treinta y uno, dos, de la Constitución, para que pueda ser sometido a la Cámara y aprobada antes de fin de año la Ley que regule el Consejo Económico-Social.

Este proceso de confianza debe ser ampliado despejando incertidumbres y clarificando el horizonte.

En este sentido, desde la aprobación del Programa Energético Nacional y la elaboración de su programa económico, el Gobierno comenzó a preparar planes de inversión que cubrieran períodos más amplios: ya está finalizado el cálculo de las inversiones que representa el Programa Energético Nacional: trescientos veintitrés mil millones en mil novecientos ochenta. Igualmente, el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo ha terminado un proyecto trienal regionalizado de inversiones mínimas de setecientos mil millones de pesetas en tres años. El plan ferroviario supone, por su parte, unas inversiones de uno coma dos billones de pesetas en doce años, de los cuales cincuenta mil millones se invertirán en mil novecientos ochenta. En el mes de agosto de mil novecientos setenta y nueve se creó en el Ministerio de Economía una Comisión de Coordinación de Inversiones del sector público; a principios del otoño contaremos con las cifras mínimas definitivas para un período de tres años. Hoy estamos en condiciones de afirmar que el crecimiento de la inversión pública en términos reales, en mil novecientos ochenta, será superior en varios puntos al de mil novecientos setenta y nueve.

Déficit público

Sólo si conseguimos mejorar el esquema de confianza será posible que nuestro techo potencial de crecimiento se transforme en real. Pero ello requiere una decisión adicional: enfrentarse con rigor al creciente aumento del déficit del sector público, esencialmente originado por el aumento de transferencias y subvenciones que no se ajustan a las posibilidades reales de nuestra economía y que, por ello, cercenan la creación de empleo.

En cualquier tipo de consideración o alegato sobre la evolución del desempleo tenemos que tener presente la consideración del déficit público, si se hace desde una preocupación honesta. Porque hay que significar que no genera puestos de trabajo quien sólo denuncia verbalmente el paro, sin asumir al mismo tiempo una postura coherente en todas y cada una de sus manifestaciones.

El Gobierno persigue unos objetivos claros a medio y largo plazo que están enunciados en el Programa Económico que fue discutido por esta Cámara en mil novecientos setenta y nueve y en los programas sectoriales que fueron discutidos desde la constitución del Gobierno, y para conseguir esos objetivos se ve en la responsabilidad de negar muchas cosas y de imponer a veces objetivos desagradables; de situar, en definitiva, a todos ante la realidad de los problemas.

Hay que manifestar claramente que no se puede acosar a la Hacienda Pública con presiones a menudo contradictorias entre sí, para lograr el milagro de hacerlos coherentes.

No se puede pensar en un aumento de inversiones públicas creadoras de empleo si al mismo tiempo no se asume la necesidad de que al sector público no se le pueda cargar simultáneamente con gastos corrientes, que al bloquear los recursos yugulan las inversiones e impiden crear empleo.

Hay países que han salido potenciados de la crisis. Vamos a trabajar para que el nuestro sea uno de ellos, pero es preciso asumir que solamente podremos resolver las dificultades en la misma medida que demos todos muestras de lucidez y realismo.

Es necesario ahorrar más porque hay que dejar margen a la inversión creadora de nuevos puestos de trabajo. Esto sólo puede conseguirse en un clima laboral más distendido, con unas actuaciones más concertadas, en las que se dé un paso claro en favor del aumento de la productividad, en las que exista una reducción del clima de incertidumbre y en el que se conforme un clima que impida el descenso del ahorro que acompaña a la inflación.

Finalmente, nuestra economía tiene que hacer frente en los próximos años al doble reto que constituye la integración en la Comunidad Económica Europea y la puesta en marcha de la estructura autonómica del Estado.

Incrementar la eficacia en la utilización de los recursos productivos constituye un requisito indispensable para la integración con éxito en la CEE. Por ello, desde esta perspectiva económica, será preciso instrumentar fórmulas nuevas de cooperación entre los distintos niveles de poder público.

Resultará necesario en este aspecto profundizar en el debate y delimitar con la mayor precisión posible las responsabilidades que se asumen y las fuentes de financiación en los poderes municipales, regionales y nacionales, al objeto de construir un funcionamiento entre los distintos niveles de poder público más armónico, cooperativo y eficaz.

La creación de un espacio económico más homogéneo es una necesidad prioritaria, tanto desde la perspectiva de la solidaridad entre las distintas comunidades como desde la perspectiva de integración en la CEE.

2.4 EL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

Permítanme ahora, señorías, que me refiera al último de los grandes temas objeto de este debate: el Estado de las Autonomías.

Y permítanme que lo haga con una cierta extensión, porque la magnitud y la trascendencia del problema así lo reclaman.

Creo que Sus Señorías coincidirán conmigo en que la transformación de la estructura del Estado, simultánea a su conversión democrática, entraña un reto inusitado a la clase política y a la sociedad españolas: un reto de tal envergadura que va a poner a prueba la solidaridad y eficacia del conjunto de nuestro sistema político.

Al Gobierno y al Partido gubernamental no les faltan ánimos y decisión para emprender esta magna tarea. Pero este desafío no es cuestión de partido: es un verdadero problema de Estado, en cuya resolución pienso que deben cooperar todas las fuerzas políticas desde la posición que constitucionalmente les corresponda.

No quisiera, sin embargo, hacer excesivo hincapié en la vertiente de dificultad, de reto increíble que tiene este proceso de cambio. La transformación del Estado centralizado en un Estado de autonomías supone un desafío y, por qué no decirlo, una grave amenaza de fracaso. Pero es también, ante todo, una ilusión. Muchas veces se acusa a nuestra sociedad de ser políticamente frustrante, de no ofrecer a los ciudadanos un proyecto político sugestivo. Quizá haya sido, en ocasiones, cierto. Tal acusación sería hoy profundamente injusta, porque dicho proyecto político existe realmente: el levantamiento, en un esfuerzo común, del Estado autonómico es la gran empresa que nos aguarda desafiante y esperanzadora en nuestro inmediato horizonte histórico.

Reflexiones sobre las Autonomías

Todo ello exige, a mi entender, algunas breves reflexiones.

La reivindicación de unas autonomías territoriales fue, en el siglo pasado, protagonizada en España por las corrientes tradicionalistas, enemigas del Estado liberal. En ese momento éste representaba, sin duda alguna, el progreso, la modernidad, el ideario de una ruptura de los viejos privilegios plurales del antiguo régimen y de la instauración de una auténtica igualdad ante la Ley entre todos los estamentos y todas las partes del país. Representaba también el establecimiento de un mercado nacional único en el plano económico, que permitiría romper las aduanas y las microeconomías interiores donde florecían monopolios injustificados, sentando así las bases del desarrollo económico y de la industrialización que por entonces se inicia.

Sobre este modelo de Estado hemos vivido hasta el puro agotamiento de sus posibilidades funcionales, causa esencial de la aguda tensión anticentralista que hoy día es perceptible en muchos rincones de España.

Durante la transición política se percibe, en efecto, aunque difusa, una profunda tensión anticentralista. En parte esa tensión es también fruto de la reacción directa frente a la creciente exaltación centralista y a la negación autoritaria de identidades regionales y culturales indiscutibles. A este motivo específico se añade ahora otro más general y extenso, presente en todo el mundo occidental, cual es el de la definitiva crisis del modelo centralista de Estado; un Estado que concentra toda la vida política del país en los órganos centrales, desde los cuales se proyecta luego por el territorio a través de una cadena de agentes burocráticos situados en lo que se llama, con términos suficientemente expresivos, la «periferia».

Frente al modelo centralista, la superioridad de unas fuertes autonomías territoriales viene apoyada desde distintas perspectivas:

La autonomía, en fin, permite la identificación de las distintas comunidades con su propio ser cultural y sentido histórico, que no tienen por qué ser anulados por el general y común a toda la nación, sino que debe conciliarse con él, permitiendo al ciudadano la consciencia de su doble identidad.

Por todas estas razones, y no sólo por su pendular rechazo al modelo de Estado propio del régimen anterior, la inmensa mayoría de las fuerzas políticas que concurrimos a las elecciones generales de mil novecientos setenta y siete postulamos la institucionalización de un Estado autonómico que plasmamos, finalmente, en nuestra Constitución.

El reto esconde tras él una esperanza capaz de ilusionarnos y de dinamizar nuestra vida política, pero entraña también algunos riesgos y dificultades.

Los riesgos del proceso de transformación

En relación con ello he de decir ante todo que, pese a las dificultades, la respuesta al reto autonómico no se ha pospuesto, como han hecho, en cambio, otros países en épocas cercanas. El deseo generalizado de autonomía de todos los territorios españoles se encauzó primero a través de las preautonomías, y hoy son ya tres los Estatutos de Autonomía aprobados y dos las Comunidades Autónomas constituidas. No creo que haya país alguno que haya recurrido tan largo trecho en tan breve plazo, haciendo frente simultáneamente a otros graves problemas.

Pero es mi responsabilidad como Presidente del Gobierno señalar con toda claridad, y a sus señorías y al país, cuáles son, a mi entender, los peligros que entraña el proceso de transformación y cuáles son también las actitudes que, por bienintencionadas que sean, pueden dar al traste con el propio sistema democrático.

Hay cosas que no son agradables de decir, pero que no pueden ser silenciadas.

La construcción del Estado de las Autonomías no puede plantearse, en primer lugar, como una pura pugna dialéctica de las Comunidades Autónomas frente al Estado.

El Estado de las Autonomías no puede construirse desencadenando una suerte de guerra santa reivindicativa de pretendidos derechos que, o nunca existieron o la historia hizo caducar inflexiblemente. Fuera de la Constitución no hay derechos de esta índole.

El acceso a la autonomía no puede convertirse tampoco en una carrera o competición emocional. No puede, en efecto, perderse de vista que el objetivo de este proceso no es sólo instituir la «propia Comunidad Autónoma», sino establecer además un Estado Autonómico. Sólo si somos capaces de crear este nuevo modelo de Estado tendrá sentido la autonomía de cada territorio.

Bien está, por consiguiente, que cada uno alimente y manifieste sus aspiraciones autonómicas para apoyar la creación de «su» autonomía, pero que no pierda de vista lo que ocurre con la creación de las demás y con el resultado conjunto del proceso. El nuevo Estado resultante necesita el mismo calor emocional que las nuevas Comunidades.

Pero sobre todo, el más grande riesgo que la emotividad incontrolada puede generar es confundir el proceso con una carrera en la que consideremos que el más veloz es por ello mismo ganador, que el que antes consiga la autonomía puede obtener mayores ventajas o que el que resulta superado en el tiempo es por tal razón perdedor y puede ser menospreciado por quienes llegaron antes.

El sentimiento de que estamos en una carrera, en una competición entre autonomías, engendra una rivalidad artificial, entre las distintas Comunidades, que puede resultar suicida.

Ello solo puede desembocar en una tensión interterritorial que, por definición, resulte completamente insolidaria. La bondad de los Estatutos no puede medirse pensando las competencias propias y comparándolas con las de las restantes comunidades. No hay Estado que funcione sobre tales bases, y el Estado, ante todo, ha de funcionar.

Por otra parte, la defensa y engrandecimiento de una cultura propia no puede suponer el desprecio ni el distanciamiento respecto a una cultura española que es común a todos.

La identidad cultural de la Comunidad Autónoma debe constituir uno de sus tesoros más preciados. La propia Constitución, en el artículo ciento cuarenta y tres, exige estas características de cultura común para la unión entre provincias limítrofes de la que debe surgir la Comunidad Autónoma. Pero resulta falaz entender que esta identidad cultural sólo es trascendente cuando se posee una lengua propia. La cultura es mucho más que una lengua; y es erróneo basar esa identidad cultural autonómica en una separación frontal y absoluta respecto de la cultura española.

Por todo ello, el proceso autonómico tampoco puede ser una vía para la destrucción del sentimiento de pertenencia de todos los españoles a una patria común.

Es evidente que la elaboración de algunos Estatutos ha supuesto la aceptación democrática de un legítimo sentimiento particularista e incluso nacionalista, pero ello se ha hecho en el marco de una Constitución que proclama su propio fundamento previo la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles.

La Autonomía no puede, por tanto, convertirse en un vehículo de exacerbación nacionalista, ni mucho menos debe utilizarse como palanca para crear nuevos nacionalismos particularistas.

La construcción del Estado de las Autonomías requiere, para la estabilidad de la democracia, un sistema fuerte y estable de partidos de lealtad y ámbito nacionales que compitan ideológicamente en este terreno.

Este Estado democrático de las Autonomías no puede conducir tampoco a la quiebra del espacio económico común.

La aspiración de algunos a crear espacios económicos propios sometidos a unos principios de ordenación distintos a los generales del Estado es un dislate político. ¿Habrá que recordarles que la formación de mercados nacionales fue la razón histórica de la aparición del Estado Moderno? La unidad del espacio económico nacional sigue siendo un imperativo político al que el Estado actual no puede renunciar. Las economías nacionales fuertemente interdependientes entre sí no pueden permitirse el lujo de fraccionarse internamente en una pluralidad de mercados territoriales. Esto significaría a corto plazo pura y literalmente la ruina.

Tampoco las autonomías pueden generar inseguridad jurídica en los ciudadanos.

La Autonomía supone una redistribución de poderes que el pueblo español desea fervientemente. El ciudadano sabe cuál es la distribución actual de poderes y conoce los principios fundamentales de su funcionamiento. Tiene una relativa certeza de las normas que, desde los poderes públicos, disciplinan su vida cotidiana.

La creación de las Autonomías va a suponer un cambio trascendental de este panorama de distribución de poderes que el ciudadano debe ir conociendo puntualmente, porque de lo contrario se crearía un transitorio problema de inseguridad jurídica, que puede y debe ser evitado. El ciudadano ha de saber en todo momento qué instancia administrativa debe resolver sus problemas y cómo ha de resolverlos.

Estos son los peligros que ofrece un planteamiento irracional del proceso; peligros reales que he mencionado porque en mayor o menor medida están ya presentes en unas u otras zonas del territorio español y en el debate político diario.

¿Adonde puede llevarnos la actualización de estos riesgos? Sin dramatización alguna he de decir que el modelo de Estado resultante sería completamente inmanejable. No hay estructura política que soporte la inseguridad jurídica derivada de catorce o quince regímenes diversos de distribución y asunción de competencias de diferentes materias. Ni hay tampoco estructura económica unitaria que aguante la parcelación artificial del espacio y del mercado en base a políticas financieras, restrictivas o de incentivación, diversas.

La democracia, señores Diputados, tiene muchas virtudes y unos pocos defectos. El peor de éstos es quizá su dificultad para hacer frente a las agresiones irracionales. Y la construcción del Estado de las Autonomías es nuestra única salida, pero también el principal riesgo que amenaza a nuestra aún frágil democracia.

Marcos de solución

De ahí que hayamos de tener muy presente los presupuestos que condicionan los marcos reales de solución. La solución a esta gran operación histórica de la construcción del Estado de las Autonomías debe encuadrarse ante todo en el marco de la Constitución.

Afirmarlo así puede parecer obvio. Entiendo, sin embargo, que es estrictamente necesario hacerlo para salir al paso de la posible pérdida de confianza en las posibilidades que el título VIII de la Constitución ofrece.

Como tal proyecto político fue ofrecido al país desde hace poco más de un año por todas las fuerzas del arco constitucional. Lo hicimos —preciso es recordarlo— de común acuerdo, a partir de la experiencia histórica de la que entonces disponíamos.

El período de tiempo desde la aprobación de la Constitución ha suministrado rica experiencia que permite profundizar en las posibilidades del texto constitucional.

Esa experiencia muestra hoy que la totalidad de las regiones y nacionalidades que cubren el mapa autonómico, matizado con la aproximación gradualista de la preautonomía, han manifestado explícita o implícitamente su plena voluntad autonómica, voluntad que el Gobierno considera legítima y asume formalmente con todas sus consecuencias, porque constitucionalmente es irreprochable, supuesta la configuración de la autonomía como una voluntad que todos, sin excepción, pueden ejercer libremente.

Afirmado esto, es preciso añadir de inmediato que esta demanda general y simultánea de la autonomía plantea un reto importante en la medida en que desplaza la idea de un acceso paulatino que se desprendía de lo que pudiera llamarse «la primera lectura de la Constitución».

El título VIII de la Constitución, afortunadamente amplio en posibilidades, sigue siendo enteramente válido para afrontar y resolver el problema de la construcción del Estado de las Autonomías que en su día nos propusimos las fuerzas políticas representadas en las Constituyentes. Se impone, sin embargo, una nueva lectura del mismo, una lectura que tiene que fluir en la línea de lo que ha sido y es vivencia constitucional de la Comunidad política toda, a cuya luz hay que indagar las respuestas inmanentes del texto constitucional ante esta nueva situación que la existencia de una demanda general, esencialmente homogénea e inmediata, ha venido a crear.

Desde esta perspectiva parece difícil negar, por ejemplo, que la distinción claramente desorbitada por razones de índole emocional —de dos vías en el ejercicio de una iniciativa única de acceso a la autonomía— la general del artículo ciento cuarenta y tres y la excepcional del ciento cincuenta y uno— ha perdido prácticamente todo su sentido inicial.

La distinción fue formulada, en efecto, como es noticia común, en función de lo establecido en la disposición transitoria segunda de la propia Constitución, esto es, para asignar la segunda de las vías a aquellos «territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía», concretamente Cataluña, País Vasco y Galicia, a los que se entendió que se debía una restitución histórica.

Restitución histórica no sólo ni fundamentalmente derivada de la demanda automática, sino sobre todo de la liquidación de secuelas y heridas de la guerra civil. Restitución que se ha hecho en niveles de plena igualdad, ya que es evidente que los tres Estatutos de Cataluña, País Vasco y Galicia recibirán un tratamiento de interpretación, aplicación y desarrollo idénticos en la medida en que así lo deseen cada una de las Comunidades.

Es cierto que en la Constitución se preveía ese procedimiento singular del artículo ciento cincuenta y uno para asimilar el proceso autonómico de otras Comunidades al de los territorios de restitución histórica, contemplados en la transitoria segunda, procedimiento que fue concebido y caracterizado como excepcional y revestido de unos requisitos de todo tipo que han sido desarrollados en una Ley Orgánica ampliamente votada que no debe, a nuestro juicio, ser modificada arbitrariamente. Pero al mismo tiempo queremos atenernos a la experiencia del proceso. El anhelo general en esta materia es el de la igualdad y, por tanto, efectuadas las tres restituciones históricas y generalizada la demanda autonómica quedan las siguientes opciones:

El problema es, pues, el de superar, no ya la dicotomía entre el artículo ciento cuarenta y tres y el ciento cincuenta y uno, sino la existente entre el artículo ciento cuarenta y tres aplicable a todos, y la transitoria segunda aplicable sólo a Cataluña, País Vasco y Galicia. De otro modo, se produciría una auténtica mutación del espíritu del texto constitucional al convertirse la excepción en regla y la regla en excepción.

Por tanto, el problema es ahora, no el de hacer tres tipos de Estatutos, los de la transitoria segunda, los del ciento cincuenta y uno y los del ciento cuarenta y tres, sino articular las posibilidades constitucionales para que por la vía llana, expedita y ordinaria del ciento cuarenta y tres puedan todas las regiones, aparte de las tres históricas, caminar sin sobresalto ni temor, de modo firme y seguro, hacia la igualdad autonómica, por supuesto entre todas ellas y con las ya mencionadas nacionalidades históricas.

Tal es la razón por la que de una manera responsable y desde una estricta fidelidad a la Constitución, leída a la luz de la experiencia presente, UCD, cuyos miembros participan en las decisiones propias de los distintos territorios, formuló la legítima opción de encauzar todo el proceso autonómico restante por la vía del artículo ciento cuarenta y tres. Esta vía es, por otra parte, dado el incumplimiento generalizado en una u otra fase de los requisitos previstos para la vía extraordinaria del artículo ciento cincuenta y uno, la única abierta hoy para la generalidad de las regiones y será, por tanto, la que hayamos de utilizar, haciendo de ella una vía ancha, segura y rápida en la consecución de una autonomía para todos. El problema de igualdad está resuelto por la libertad organizativa que preside el mencionado precepto. Si las regiones que van a acceder ahora a la autonomía plena por el ciento cuarenta y tres desean realmente dotarse de un esquema organizativo paralelo al previsto para las regiones de restitución histórica, nada hay que lo impida ni en la Constitución, ni en los postulados del partido mayoritario, ni en la actitud del Gobierno.

En cuanto al problema de las competencias, entiendo que no deben existir diferencias entre las distintas comunidades, diferencias fuera de las que puedan derivarse directamente de singularidades de lengua o de cultura o de hechos geográficos, como la insularidad o el derecho foral. Por otra parte, los cinco años de asunción gradual de competencias contemplados con carácter general en la Constitución van a ser también —previsiblemente— necesarios para las comunidades históricas. No cabe hablar, por tanto, de discriminación cuando la Constitución fija un plazo de cinco años con carácter general para el resto de los Estatutos.

En esta misma línea de reflexión me parece necesario exponer aquí otros aspectos relevantes a que conduce la mera lectura del texto constitucional, a la luz de la experiencia obtenida en este su primer año de vida. Me refiero concretamente al papel que los Estatutos de Autonomía ya elaborados han convenido en asignarse.

Cualquier observador atento habrá notado que ni la Constitución, ni los Estatutos que la reproducen resultan siempre suficientes para delimitar en ciertos casos con la necesaria precisión la distribución de las competencias respectivas entre los poderes centrales y territoriales.

La afirmación que acabo de hacer no es en absoluto ni caprichosa, ni mucho menos interesada, resulta objetivamente, con toda naturalidad, de la experiencia inmediata obtenida en el debate parlamentario de las leyes sectoriales que las Cámaras han estudiado y aprobado últimamente; debate en el que, a instancias muchas veces de los propios grupos representativos de las nacionalidades históricas, ha sido preciso incluir mecanismos adicionales de delimitación competencial, institución por institución y materia por materia.

Las leyes sectoriales han venido a cobrar así un especial relieve, como desde una perspectiva general, unánimemente aceptada por cierto, proclama formalmente el artículo veintiocho, uno, de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, pieza decisiva del sistema. Nada tiene esto de extraño cuando las leyes sectoriales han sido precisamente la técnica que han utilizado los Estados federales para superar el viejo mito de las competencias exclusivas al construir los federalismos cooperativos que en Alemania Occidental, en Austria y en Estados Unidos, por citar tres ejemplos, prevalecen hoy en nuestro mundo. Si ello es así, y si se acepta como debe aceptarse, que de la lectura paralela de la Constitución y los Estatutos, lo que aparece es una inmensa mayoría de competencias concurrentes, si estudiamos además la política pacíficamente seguida por esta Cámara en esta materia, tendremos que aceptar que la constitución definitiva del Estado de Autonomías vendrá marcada por la promulgación de una serie de leyes horizontales o sectoriales. Son estas leyes las que inevitablemente, respetando eso sí los textos de los Estatutos y de la Constitución, es decir, sin crear conflictos, van a efectuar la delimitación precisa y definitiva con igualdad para todos. La discusión de estas leyes es la gran ocasión para la construcción de un Estado de Autonomías, igual para todos, y no creado desde la sola óptica de la consideración singular de los intereses territoriales. Gracias a estas leyes se han transformado los Estados federales modernos.

Lo hasta aquí dicho resume en lo esencial lo que UCD, el Gobierno y yo mismo entendemos que son las coordenadas constitucionales del problema con el que en este momento tenemos que enfrentarnos.

El marco constitucional, sin embargo, no es el único factor que condiciona aquí y ahora la tarea de construcción del Estado de las Autonomías. Existen, como es evidente, otros factores externos que limitan objetivamente nuestra libertad de actuación de forma inexorable. Y el principal de ellos es el económico.

El Estado de las Autonomías, señores diputados, no puede ser un pretexto legal para practicar la política del «sálvese quien pueda»; una tal política no sólo es profundamente insolidaria con las zonas y clases menos favorecidas del país, sino que es, además, suicida.

La situación de crisis económica por la que atravesamos nos obliga también —y éste es el segundo condicionamiento que quería subrayar— a ser muy responsables en el esquema financiero del nuevo Estado. Un Estado autonómico es, sin duda, un Estado que debe ser más eficaz y próximo al ciudadano; puede ser también un Estado de sostenimiento más costoso. Hemos de conseguir que este mayor coste probable no resulte excesivo ni desproporcionado. Hay que evitar a toda costa la acusación de que el Estado de las Autonomías se traduce en un despilfarro de recursos. Hay que construir el Estado de las Autonomías con los mismos mimbres personales y financieros de que dispone la Administración del Estado, porque los recursos del sector público no pueden estirarse indefinidamente. De ahí la necesidad de la austeridad en la órbita administrativa.

Esta mención nos lleva a un terreno especialmente relevante para el éxito de las autonomías: el de la Administración.

Es de absoluta necesidad preservar a todo lo largo del proceso de reconstrucción interna del Estado la funcionalidad plena del complejo de Administraciones Públicas, central, autonómicas y locales. Debemos construir sin vacilación el Estado Autonómico sin que los ciudadanos experimenten un descenso en la cantidad y calidad de los servicios públicos que reciben.

La autonomía no termina, sino que empieza con la aprobación de los Estatutos, y entonces comienza la difícil tarea de demostrar en cada territorio las ventajas de la autonomía. La clase política de cada territorio debe responsabilizarse de todo este proceso. Una nueva Administración Pública no se improvisa. La Administración exige un funcionariado profesionalizado. España cuenta con funcionarios competentes para afrontar con éxito la tarea de hacerse cargo de las nuevas Administraciones.

Finalmente, para agotar el marco externo de soluciones, quisiera mencionar un importante aspecto de nuestro proyecto autonómico que se proyecta en la necesidad de evitar cuanto suponga entorpecimiento o perjuicio para la opción europea de España, unánimemente defendida por las fuerzas políticas.

Una exigencia elemental de coherencia avala este condicionamiento de base en el que nadie puede ver legítimamente un riesgo o una amenaza para la autonomía conseguida o deseada, riesgo y amenaza descartados de entrada por la existencia, dentro de la Europa de la que queremos formar parte, de Estados autonómicos, regionales e incluso federales.

Sin embargo, quienes debemos asumir la responsabilidad de conducir el proceso autonómico, todos y no sólo el Gobierno, hemos de tener presente la experiencia de esos mismos países de estructura federal para no caer en algunos errores y sobre todo hallar las fórmulas de colaboración necesarias entre las distintas esferas de poder que permitan dar sentido de unidad a nuestra política interior como exige el sistema comunitario. El Mercado Común es una organización de Estados europeos, recordémoslo, porque algunos gustan de formular esta visión de integración europea de modo distinto. La Europa de las regiones no existe, lo que existe es una Europa de Estados, algunos políticamente descentralizados en fórmulas federales o regionales.

De este marco general, constitucional, económico, administrativo y europeo se extraen ya con toda facilidad los principios que inspiran nuestro proyecto autonómico.

El proyecto autonómico

Nuestro proyecto de Estado se fundamenta en la riqueza y fecundidad del principio de autonomía. Autonomía de las Comunidades y autonomía de los entes locales tradicionales, Ayuntamientos y Diputaciones, dentro siempre de la unidad indisoluble de la Nación española. Nuestro proyecto de Estado Autonómico cree y potencia la igualdad entre las diversas comunidades. Corta el nudo gordiano del falso dilema sobre las vías de acceso a la autonomía. Impide decididamente la existencia de unas comunidades «de primera» y otras «de segunda» y garantiza plenamente el principios de igualdad de todas ellas en orden a alcanzar un mismo nivel de autonomía.

Las autonomías que proyectamos serán unas autonomías solidarias, de suerte que las comunidades más ricas y prósperas no puedan desentenderse de los problemas que aquejan a las menos desarrolladas o a las más marginadas. La justicia exige solidaridad y a este fin serán utilizados desde el primer momento todos los instrumentos que la Constitución pone a nuestro alcance. Esos instrumentos deberán conducirnos no sólo a evitar que las actuales desigualdades se agraven, sino a obtener una aproximación real de los niveles de desarrollo de todas las comunidades para lograr un equilibrado y armónico conjunto nacional.

Para ello será imprescindible —y éste es otro de nuestros principios medulares— la cooperación franca y profunda de las Comunidades con el Estado y de aquellas entre sí. El Estado tiene funciones propias sustantivas e indeclinables que exceden, por supuesto, de la pura cooperación, pero en todo caso, como señalaré en seguida, nuestro proyecto autonómico pasa por una interdependencia cooperativa de las comunidades, nunca por una independencia disgregadora de ellas entre sí o de cualquiera de ellas frente al Estado.

El Estado Autonómico y solidario que estamos diseñando habrá de tener en cuenta, finalmente, para su correcto funcionamiento la economicidad final y la eficacia de los servicios que presta. Porque el Estado de las Autonomías, como vengo señalando, no responde ni puede responder a un doctrinarismo abstracto, sino a una efectiva mejora, sustancialmente apreciable por todos nuestros conciudadanos.

La construcción de este Estado Autonómico deberá responder a un dinamismo generalizado que el Partido que presido está dispuesto a impulsar.

La posibilidad teórica de que algún territorio español no acceda a la autonomía y quede aislado como provincia de régimen común supone romper la coherencia del modelo de Estado autonómico; crea asimetrías, especialmente en el campo de la ordenación administrativa, y comporta a nivel del aparato estatal la convivencia de una organización basada en el sistema autonómico junto a otro marginal y en el peor de los casos territorialmente discontinuo, que seguiría inspirado en el modelo de Estado centralizado. Lo cual implica un puro dislate organizativo y quebraría el principio de economicidad y eficacia antes enunciado.

La Constitución, que, como hemos dicho, ofrece un modelo de Estado Autonómico, es consciente de que éste no puede lograrse sin el acceso generalizado a la autonomía de todas las Comunidades. De ahí que en el artículo ciento cuarenta y cuatro, c), haya llegado a prever el que «las Cortes Generales, mediante ley orgánica, podrán, por motivos de interés nacional, sustituir la iniciativa de las Corporaciones Locales a que se refiere el apartado dos del artículo ciento cuarenta y tres». No creemos que esta disposición, que supone una importante corrección al Derecho positivo de la autonomía, llegue a aplicarse, por cuanto el sentimiento autonomista del pueblo español impondrá a corto plazo el acceso a la autonomía de todos los territorios españoles. Pero debemos ser conscientes de que este sentimiento generalizado debe obligar a todas las fuerzas políticas a actuar conjuntamente, sin rivalidades artificiales que puedan frustrar la ilusión autonómica del pueblo español.

Finalmente, esta dinámica autonómica deberá inspirarse, en intención del Partido del Gobierno, en la idea de gradualidad. El acceso inmediato de todas las comunidades españolas al nivel último de autonomía supondría un verdadero salto en el vacío desde el punto de vista político y un auténtico caos en el funcionamiento de nuestras Administraciones Públicas.

La gradualidad no supone la posposición en el tiempo de unas Comunidades respecto de otras, sino un acceso de todas ellas a la autonomía, siguiendo las etapas necesarias; previsión prudente y racional en cualquier tiempo y circunstancia, pero mucho más en una coyuntura histórica de crisis económica y que viene exigida por una ordenada ejecución del proceso de transferencia. Gradualidad que, no lo olvidemos, constituye una previsión constitucional establecida como sistema general de acceso a la autonomía.

Precisamente para defender esta gradualidad, desde la responsabilidad del Gobierno, postulamos la terminación en plazo breve de los Estatutos para dar lugar a la delimitación ordenada e igualitaria mediante las correspondientes leyes competenciales. Terminemos pronto y bien los Estatutos y desarrollemos gradual, firme y globalmente el Estado Autonómico.

Modelo final del Estado de las Autonomías

La aplicación de todos estos principios conduce a un nítido modelo final de Estado de las Autonomías. En unos momentos en que la polémica política en torno a la autonomía no ha pasado de la fase de cuándo y cómo constituir las Comunidades Autónomas, los temas de organización y funcionamiento de la plural estructura de un Estado Autonómico no han sido todavía objeto de debate, pero debemos señalar que el Gobierno sí ha previsto cual es el modelo de Estado deseable en este aspecto.

Será un Estado único y unido, organizado en instancias políticas plurales, cada una de las cuales gozará de la garantía constitucional de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses en sus espacios políticos correspondientes. La institucionalización de las Comunidades Autónomas tiene constitucionalmente previsto un espacio político. Las Corporaciones Locales tienen también garantizada su autonomía en la Constitución y en el mismo precepto en el que se les reconoce a las Comunidades Autónomas.

Una vez llenado de contenido efectivo ese espacio político de las autonomías a través del traspaso de las competencias asumidas en su respectivo estatuto y leyes de competencia, el ejercicio de las mismas debe acomodarse a los principios antes mencionados. Esto significa que el espacio político de las autonomías no es un reducto aislado, sino integrado en una unidad superior que es el Estado. El Estado no cumplirá, pues, un simple papel de guardián que, en último extremo es una función que atañe al Tribunal Constitucional, sino que debe ejercer una acción directa para garantizar la efectividad de los principios enunciados. Estas son funciones que corresponden al Estado y no sólo en los Estados regionales y en los Estados autonómicos, sino también en los Estados federales.

De otra parte, gran número de las competencias que se enuncian en el artículo ciento cuarenta y nueve de la Constitución, lejos de tener el carácter de exclusivas del Estado, como literalmente reza la cabecera de su número uno, son en realidad competencias compartidas o concurrentes. Así lo han recogido también los Estatutos aprobados hasta el momento. Pues bien, el criterio partidor de las competencias que retiene el Estado en estas materias y el que corresponde a las comunidades autónomas no puede dejarse simplemente a la interpretación de las comisiones mixtas, que difícilmente pueden alcanzar el grado de representatividad política suficiente para estas tareas. Son problemas que, en muchas ocasiones, afectan a la comunidad nacional en su conjunto y que deben lógicamente ser debatidos y solventados en el Parlamento del Estado.

En la mayoría de las ocasiones esta solución es exigida por la propia Constitución, que prevé la aprobación de la correspondiente Ley estatal, pero en otras varias es también la solución políticamente más ortodoxa.

Por último, el Estado autonómico resultante pondrá especial énfasis en su cooperación con todas las comunidades y con cada una de ellas en particular.

En este último aspecto, el Gobierno tiene en preparación el oportuno proyecto normativo que perfila la figura del delegado del Gobierno en el territorio de la Comunidad Autónoma y el esquema organizativo básico de la administración periférica del Estado. En él se dan cabida a fórmulas de colaboración que refunden, en órganos generales, la tendencia a la multiplicación de comisiones mixtas por cada servicio o materia transferida.

Tras lo que acabo de exponer nadie puede afirmar seriamente que UCD y el Gobierno carecen de un verdadero proyecto de Estado. El modelo de Estado que se ha expuesto para su discusión y debate en esta Cámara obedece a un planteamiento global y constitucional. Nuestro proyecto de Estado es el del Estado de las Autonomías.

Es el Estado que se afirma como unidad política y en el que el todo no es distinto de las parte que lo componen ni tampoco una mera yuxtaposición inconexa de éstas, sino una realidad que se construye por y a partir de tal unidad.

Un Estado en el que las Comunidades Autónomas diseñadas por las Constitución no son algo esencialmente distinto de él, que se separa y se arranca del mismo para luego coordinar malamente su funcionamiento, con lo que de él quede, sino partes constitutivas de una unidad renovada y fortalecida, íntimamente trabadas entre sí.

Un Estado moderno, libre del lastre de los viejos mitos, libre también de complejos históricos, construido sobre compromisos de presente y con la vista puesta en el futuro.

Un Estado, en fin, en el que las Comunidades Autónomas nutran de algún modo la política general al propio tiempo que las instancias centrales iluminan y encuadran las políticas territoriales.

Líneas programáticas básicas de política autonómica

Este es, señoras y señores diputados, el proyecto de Estado que sostiene y ofrece UCD y el Gobierno.

A esta meta final es a la que pretendemos llegar sin demoras, con toda la audacia necesaria, pero también con toda la reflexión que el proceso exige, tal y como ha venido a plantearlo la dinámica política.

Una meta final para la que proponemos también unas líneas programáticas que, aunque breves en su formulación, tienen un gran alcance, porque definen el modelo y perfilan los instrumentos para desarrollarlo.

Las líneas programáticas básicas de nuestra oferta en que cabe sintetizar la actuación del Partido y del Gobierno que de él emerge son las siguientes:

Primera. Dado que en ninguna región se han cumplido los requisitos previstos en el artículo ciento cincuenta y uno de la Constitución y en todos estos territorios se han de considerar cumplidos los genéricos de la iniciativa autonómica, el Gobierno considera acreditada dicha iniciativa autonómica a fin de que se ponga en marcha la elaboración y promulgación en todos ellos de Estatutos de Autonomía que contengan el sistema organizativo propio que estos territorios deseen, incluido en su caso el previsto en el artículo ciento cincuenta y dos de la Constitución. Estos Estatutos deberían entrar en vigor durante el presente año y antes del segundo trimestre de mil novecientos ochenta y tres.

Segunda. Ceuta, Melilla y las provincias que queden al margen de la organización autonómica recibirán consideración especial, incorporándose a otras comunidades si esa fuera la voluntad libremente expresada de las partes interesadas en cada supuesto. Si se expresase una voluntad distinta se utilizarán los medios constitucionales para dotar de autonomía a estas ciudades y provincias, atendiendo en cada caso sus características especiales.

Tercera. El Gobierno enviará a las Cortes Generales proyectos de ley sobre cuestiones de competencias en los que se incluirán las correspondientes cláusulas de deslinde específico bajo el principio de igualdad, siguiendo la práctica ya asumida por las Cortes Generales y al amparo de lo previsto en el artículo veintiocho, uno, de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

Cuarta. A través de la legislación y, en su caso, de la facultad reglamentaria del Gobierno, se instrumentarán, cuando fuere preciso, órganos de cooperación entre el Estado y las Comunidades Autonómicas en su conjunto, que, presididos por un miembro del Gobierno, instrumentarán dicha cooperación en las materias de los diferentes ramos. El Gobierno impulsará igualmente cualquier otro mecanismo de cooperación activa.

Quinta. En el caso de Andalucía, el Gobierno propiciará y promoverá la tramitación de un Estatuto de Autonomía por la vía que ha quedado expedita, que deberá estar promulgado dentro de este año, y dotar a la comunidad autonómica de Andalucía, si ésta lo desea, de Asamblea Legislativa elegida por sufragio universal, Consejo de Gobierno y Tribunal Superior de Justicia.

Sexta. Las elecciones para la constitución de las Asambleas Legislativas u organismos que hayan de ser elegidos por sufragio universal en todas las Comunidades Autónomas que se constituyan a partir de ahora, de acuerdo con lo previsto en los epígrafes anteriores, se celebrarán simultáneamente junto con las primeras elecciones generales o municipales que se convoquen. Hasta ese momento dichas comunidades podrán ejercitar sus facultades legislativas mediante la constitución de órganos provisionales.

Séptima. Dentro de un plazo de seis meses se convocará referéndum para la aprobación del Estatuto Gallego. Los órganos en él previstos se constituirán en el plazo y formas que establece el Proyecto de Estatuto.

Octava. Se presentarán ante la Cámara los proyectos de ley y resoluciones para que el Gobierno continúe en la ejecución de esta política con el adecuado respaldo parlamentario.

2.5 UNA TAREA DE TODOS

Señoras y señores diputados, ésta es la oferta desde la que el Gobierno impulsa la resolución de los grandes problemas nacionales que más nos acucian en el presente instante. Pero los descritos no son los únicos problemas de España, sólo los más urgentes. Ni la solución a todos ellos es tampoco tarea de un grupo de hombres al que en un momento determinado corresponde la responsabilidad de gobernar. Es una tarea de todos y a todos hay que convocar si queremos que el alto espíritu del que nuestro pueblo da pruebas en los momentos más difíciles se sobreponga a todos los factores de incertidumbre o desesperanza.

«Todo es posible —escribió Séneca— para quien no teme al trabajo.» Y es en el trabajo ciertamente donde se halla siempre la garantía del futuro. Se ha dicho con razón que la riqueza de España no está bajo su suelo, sino en los brazos de los españoles. Sólo a base de trabajo y sacrificio se ha conseguido redimir este país de la pobreza sufrida durante tantos siglos. Sólo a base de trabajo podemos evitar que se malgaste la energía acumulada e incrementarla para las nuevas generaciones. Nada nos ha sido regalado generosamente ni nada se nos va a regalar. Hay sólo dos caminos: el de la decadencia, que pasa por desaprovechar los recursos y perder la productividad y el espíritu de ahorro y de sacrificio y el esfuerzo colectivo de levantar un gran país a través de la solidaridad de todos para con todos.

Se nos pide una respuesta colectiva. Pero es una respuesta que sólo será válida y sincera si nace de cada uno de nosotros, de todos los ciudadanos de España. Es hora de asumir responsabilidades, de aportar el esfuerzo cotidiano en la ilusión creadora que sirve para forjar una gran nación. Precisamente desde el Estado de las Autonomías es hora de volver a sentir el orgullo de ser español, de creer firmemente en España. En esta España integrada y vertebrada cree el Gobierno y a ella sirve con su política, con su programa y con su gestión.

Pero a todos los españoles, mediante su trabajo y el ejercicio de los derechos democráticos, les corresponde también una parte de corresponsabilidad en esta gran tarea común. La devolución ya realizada de la soberanía al pueblo español supone el ejercicio de las responsabilidades individuales y colectivas en libertad y en favor de una sociedad asentada en la Ley. No es lógico esperarlo todo del Gobierno, sino exigirle tan sólo lo que está obligado y en condiciones de dar. Pero también la colaboración ciudadana con las tareas del Gobierno, con las Fuerzas de Seguridad del Estado y con las autoridades autonómicas y locales, es igualmente imprescindible para que la legitimidad democrática se asiente firmemente en la participación social.

De ustedes, señorías, esperamos también su colaboración con la crítica, el disentimiento o la coincidencia en unos mismos objetivos. Muchas gracias.

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