Calendario pana la Reforma Política
¿Qué piensa el Presidente? ¿Qué hace el Presidente del Gobierno? ¿Por qué no habla? ¿Por qué no hace declaraciones?
Acaso en vuestro trabajo o en la intimidad familiar habréis repetido estas o parecidas preguntas formuladas en algún diario o revista política. Incluso han llegado a aventurarse respuestas disparadas en las más diversas direcciones: Crisis de confianza, profundas disensiones en el Gobierno, enfermedades imaginarias, cansancio, agotamiento... Respuestas de «enterados», que inmediatamente eran invalidadas, desmentidas por la escueta realidad de los hechos.
Esta noche os pido, otra vez, licencia para entrar en vuestros hogares e intentar ofreceros, con sinceridad. y sencillez, contestación a vuestras lógicas interrogaciones, serenidad y tranquilidad a vuestras preocupaciones por nuestro futuro común.
No pretendo ignorar que el anuncio de esta nueva comparecencia ante las cámaras de la televisión ha sido acogido con interés y expectación. Y no porque esperéis de mí un gran discurso político, abundante en sorprendentes novedades, sino porque existe un generalizado estado de ansiedad que está reclamando que se haga alguna luz en el confusionismo promovido e hinchado por gentes interesadas; porque es necesaria una reafirmación de firmeza ante los renovados embates de la subversión. Debéis, podéis y queréis pedir al Presidente del Gobierno que os descubra, clara, diáfanamente, el rumbo y las metas de la política nacional. Y el Presidente siente el honroso e inexcusable deber de responder a vuestra inquietud y de rogaros que acompañéis al Gobierno del Rey en las nuevas singladuras, sólidamente hermanados en la compartida ambición de lograr una patria mejor.
Tres meses han transcurrido desde el veintiocho de enero último, fecha en que expuse ante las Cortes las líneas básicas del programa del Gobierno. Se había cerrado, con dolor de la nación, una larga etapa histórica que, con el esfuerzo y el sacrificio de todos y bajo la guía experta y segura de Francisco Franco, había alumbrado y consolidado una España radicalmente distinta. Habíamos iniciado una nueva andadura que, aunque se adivinaba difícil, se nos presentaba con claros signos de seguridad y confianza. Sin solución de continuidad nuestro pueblo había expresado con voluntad plebiscitaria sus sentimientos: en su impresionante y sobrecogedor adiós al Caudillo, gratitud por la obra que para España y los españoles Franco había llevado a cabo y decisión de defender su limpia herencia; en la jubilosa y esperanzadora alegría de la proclamación de Don Juan Carlos I, adhesión incondicional al joven Rey, firmísimo fundamento de un gran futuro nacional.
Ni se cumplieron los presagios de catastróficos sucesos ni duró por mucho tiempo la incertidumbre. La madurez política y la ejemplar serenidad de nuestro pueblo permitieron el exacto y normal funcionamiento de las instituciones. Acontecimientos de variada entidad pusieron de relieve, inequívocamente, el profundo arraigo con que la Monarquía ha calado en el pueblo español y la lealtad fervorosa e ilimitada confianza que Don Juan Carlos I se ha sabido ganar. Los mensajes del Rey a las Cortes, a las Fuerzas Armadas, al Consejo del Reino y a organismos diversos crearon y consolidaron un clima de seguridad y entusiasmo, absolutamente necesario para el buen éxito de la empresa nacional a la que todos estamos llamados. Su demostrada prudencia, conocimiento de los grandes temas de la comunidad, envidiable capacidad de trabajo y todo el juvenil impulso de su corazón apasionado por España, nos invitan a dar gracias a Dios por habernos deparado al hombre que la nación necesitaba para anudar con mano firme y hábil dos etapas de nuestra historia y constituirse en guía seguro del tiempo nuevo.
Advertid que siguen expresándose con meridiana claridad los signos de la voluntad del pueblo; las ininterrumpidas, multitudinarias, emocionadas y emocionantes visitas a la tumba del Caudillo son un símbolo inequívoco de esa firme decisión de permanecer fieles al recuerdo y a la herencia de Franco. Las entusiastas multitudes aclamando a los Reyes en los pueblos y ciudades de Cataluña y Andalucía han demostrado la inquebrantable determinación de seguir el camino que el Rey nos ha marcado. No hay signos tan evidentes como los que el pueblo nos ha mostrado ni que con tanta fuerza puedan exigir de nosotros atención y respeto. Y porque para nosotros únicamente el pueblo, como protagonista de su destino, es el intérprete de su propia voluntad, al pueblo queremos y debemos servir en la forma que él quiera ser servido. Quede, pues, claro, una vez más, que no admitimos otros intermediarios que los que el pueblo designe; y que, como el pueblo, rechazamos de plano todos los intentos de desunión.
Ahora, cuando la confusión se hace muy espesa y la subversión más osada, he creído llegado el momento de dirigirme a todos vosotros. Tan desorientador sería el silencio prolongado ante situaciones necesitadas de explicación, como el injustificado verbalismo que anularía las palabras de quien ha aceptado, consciente e ilusionadamente, las responsabilidades de gobierno en momentos decisivos.
La continuidad en la tarea de gobierno, definida en las fechas del doce de febrero de mil novecientos setenta y cuatro y veintiocho de enero de mil novecientos setenta y seis, no precisa demostración. Ni creo que sea necesario justificar una línea política cuyos enunciados anticipé en circunstancias bien distintas y ratifiqué plenamente en mi última intervención pública. Puede, sin embargo, ser útil el recordar en qué consiste la vía española de la democracia, por la que estamos decididos a caminar y a la que no renunciaremos por muchas y graves que sean las dificultades que la incomprensión, la impaciencia o el despecho de grupos irreconciliables puedan oponernos.
La legitimidad de origen y la forma monárquica del Estado, así como la encarnación de la Monarquía en la persona de Don Juan Carlos I constituyen el núcleo vital y el punto de partida de esta nueva etapa de la vida nacional. Quedan fuera de nuestro universo político toda idea revolucionaria de ruptura y cualquier petición de apertura de un período constituyente.
Con la misma enérgica decisión rechazaríamos cualquier invitación a jugarnos el destino de nuestro pueblo, feliz y definitivamente rescatado, a la carta del totalitarismo, de la disgregación o de la violencia. A ningún español, y con mayor razón a ningún español constituido en autoridad, es lícito arriesgar valores tan sagrados como la libertad, la unidad y la paz.
Ciertamente, la legitimidad es incuestionable; pero la legalidad es perfectible. La legalidad ha de ser en todo momento la expresión fiel, en el lenguaje de cada tiempo, de las aspiraciones del pueblo, cuyas inquietudes debe canalizar convenientemente; en definitiva, la legalidad debe ser instrumentada al servicio del pueblo de forma que, en ningún caso, el pueblo pueda ver suplantada su voluntad, sino manifestada y rectamente interpretada en toda su operatividad.
Adecuar con proyección de futuro nuestras leyes e instituciones a las actuales circunstancias es la grave y difícil tarea a que nos hemos comprometido. Esperamos cumplirla gracias a la reforma política, que tiene como objetivo hacer del pueblo español el protagonista de sus decisiones.
Con la misma fe que en la irrenunciabilidad a los postulados a que he aludido, creo en la absoluta necesidad de la reforma. Negaríamos la evidencia si pretendiéramos desconocer que es irrepetible la excepcional magistratura que dio a España tan largo período de paz y progreso; que el relevo generacional ha marcado, con distinto talante, a nuestra sociedad; que las costumbres y modos de vida han experimentado profundos y acelerados cambios al alcanzar nuestro pueblo unas altas cotas en la batalla del desarrollo; que la justicia social, en sus nuevos planteamientos, demanda soluciones que hacen viejas e inútiles las fórmulas que hasta hace poco tiempo pudieron ser avanzadas; que una más clara conciencia de los derechos y deberes ciudadanos resulta incompatible con cualquier forma de dirigismo o de trasnochado paternalismo. Este muestreo, deliberadamente limitado, pone de manifiesto un hecho que, con su carga de valores y defectos, hay que aceptar y tener presente para no caer en la utopía a la hora de actuar en política.
Es cierto que los objetivos de paz, libertad y desarrollo no han variado; pero, al ser distintas las circunstancias, hemos de intentar ineludiblemente actualizar los medios para dotarles de una mayor eficacia. Tal es la tarea que viene desarrollando el Gobierno, al que, sin evidente injusticia, no se puede culpar de pereza. El dar a los temas importantes tiempo, sosiego y esfuerzo continuado, señal es de prudencia, de un justo temor a irreparables equivocaciones y de un natural deseo de acertar plenamente.
Algunos conciudadanos nuestros que parecen creerse ungidos por la democracia han propagado la especie de que el Gobierno no se ha propuesto otro fin que el dar a nuestro sistema político un tratamiento de revoco, que lo haga aparecer distinto y nuevo ante el exterior. Otros, por el contrario, considerándose dispensadores exclusivos de la ortodoxia, atribuyen al Gobierno intenciones oportunistas y de entreguismo que abrirán brechas por las que peligrará nuestra unidad. Tan gratuitas apreciaciones falsean los propósitos del Gobierno y siembran la confusión en momentos que, por ser de transición, deben estar iluminados por la más limpia claridad y mutua confianza.
No es la reforma política una alternativa de emergencia entre la ruptura revolucionaria y el inmovilismo. A mi entender, es una racional solución, deseable porque gracias a ella no se malogrará el rico patrimonio que nos ha sido entregado y podremos seguir en la línea de progreso y superación hacia metas más ambiciosas. Sólo se reforma lo que se desea conservar; sólo se conserva lo que se estima. Continuidad y reforma son conceptos que se complementan, que se exigen recíprocamente. No hay reforma sin continuidad, ni sin reforma sería posible la continuidad. Si la continuidad no admite reservas mentales ni dudosas actitudes, la reforma requiere ánimo decidido y resuelto a una terapéutica de energía, incluso a remedios quirúrgicos. La reforma ha de ser sincera en sus planteamientos, moderada en la ejecución, profunda hasta donde sea necesario, limitada y oportuna en el tiempo, cauta y reflexiva por los importantes valores afectados y suficientemente amplia para no precisar de inmediatos retoques. Tales condiciones son igualmente exigibles en las reformas política, sindical y fiscal, concebida esta última como instrumento de una más justa distribución de la riqueza y de dotación de un sistema de servicios más eficientes en función del bienestar social.
Como es sabido, la reforma política tiene doble alcance y se instrumenta con un doble procedimiento:
Cuando se trate de la aprobación de textos que impliquen alguna modificación en instituciones representativas reguladas por nuestras Leyes Fundamentales, se acudirá al referéndum de la nación. No se recurrirá a la consulta popular para la rectificación de aquellas normas de rango inferior que afecten al desarrollo de las libertades reconocidas en nuestro ordenamiento constitucional y necesitadas de un tratamiento acorde con las exigencias de un pueblo que se encamina hacia una plenitud democrática.
Aquí y ahora quiero dejar constancia de que la reforma ha comenzado ya. Y no sólo en la preparación de los trabajos preliminares, muy avanzados en estos momentos, sino también en la redacción de proyectos y en la aprobación de algunas disposiciones. En este orden, una de las primeras medidas del Gobierno, traducida por las Cortes en texto legal, fue introducir en la Ley de Régimen Local una modificación que, inspirada en principios democráticos, permite acortar los plazos en la renovación de los ayuntamientos y diputaciones. Igualmente fue revisada la normativa legal de prevención del terrorismo, atribuyendo a sus jueces naturales el enjuiciamiento de conductas delictivas en esta materia y precisando con escrupuloso cuidado las garantías penales y procesales.
Recientemente el Gobierno ha remitido a las Cortes tres proyectos de innegable importancia. Considero de la máxima trascendencia el que define el campo y las reglas del juego político, es decir, regula el derecho de asociación política. La delimitación positiva está determinada por el respeto al ordenamiento constitucional y a los principios inspiradores de la Declaración de los Derechos Humanos. Quedan, por tanto, excluidos de la legalidad política aquellos grupos que persigan fines totalitarios, los que atenten a la unidad de la Patria y los que admitan o preconicen la violencia.
Se procura por el segundo de los proyectos de ley adecuada regulación a los derechos de reunión y manifestación, reconocidos en nuestras Leyes Fundamentales.
Y el tercero, que viene a complementar los dos citados anteriormente, significa una profunda revisión del Código Penal en aquellos artículos que hacen referencia a los delitos de reunión, manifestación, asociación ilícita y propaganda ilegal. Para garantizar y proteger el derecho al trabajo se califica como delictiva la obstrucción o impedimento intencionados.
En fase de elaboración muy avanzada se encuentran algunas disposiciones de la mayor entidad y del más alto rango.
En primer término, quiero referirme a los nuevos textos de la Ley de Sucesión, que sustituirán a la normativa vigente para la sucesión en la Jefatura del Estado. Esta normativa legal, de muy acusada significación histórica y política, ha quedado vacía tanto por su desarrollo en otras Leyes Fundamentales posteriores como por el perfecto funcionamiento de las Instituciones al cumplirse las previsiones sucesorias.
Por ello, creo obligado el hacer público homenaje de gratitud al providente legislador y de reconocimiento a esa Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, que tan inestimables beneficios ha rendido a la nación.
Queremos que las Cortes Españolas, órgano superior de participación del pueblo en las tareas del Estado, respondan plenamente a las necesidades de esta hora. Vamos, por consiguiente, y como ya tuve ocasión de anticipar, a constituir dos Cámaras Colegisladoras. Ello permitirá una mayor reflexión y un complemento de puntos de vista, restableciéndose además el sistema tradicional de la Monarquía.
Las Cortes Españolas se compondrán de dos Cámaras: el Congreso y el Senado. Estará constituida la Cámara Baja por los representantes de la familia, elegidos en virtud de sufragio universal, igual, directo y secreto. Cada provincia contará con un número mínimo de diputados, incrementado con el adicional que corresponda proporcionalmente a su censo de población. El Senado, además de sus propias competencias, heredará funciones del Consejo Nacional. Estará integrado por los miembros permanentes, los designados por el Rey para cada legislatura y los elegidos por los restantes cauces previstos en las leyes. Se arbitrará el procedimiento adecuado para regular las relaciones entre los cuerpos colegisladores.
Se prevé también la creación de un Tribunal de Garantías Constitucionales, como Sala del Tribunal Supremo, y, como lógica consecuencia de la Reforma, se verá afectado en su composición el Consejo del Reino.
Una nueva Ley Electoral cerrará este ciclo legislativo de la reforma política, en los aspectos más trascendentes. Además de sus fines específicos, tendrá la virtualidad, absolutamente conveniente en estos tiempos, de señalarnos indubitablemente qué grupos políticos cuentan con verdadera fuerza y cuáles, por el contrario, no son más que unas pretenciosas siglas llamadas al ridículo y al olvido.
Debo añadir unas palabras sobre el mundo sindical y el fenómeno regional. En ambos casos el Gobierno se ha propuesto respetar las distintas iniciativas. En su afán de autenticidad, espera que la Organización Sindical, tras una amplia consulta a la base, le brinde los oportunos criterios. Desea igualmente que le formulen las pertinentes propuestas las comisiones creadas para estudiar la problemática de las provincias de Guipúzcoa, Vizcaya, islas Canarias y región Catalana, así como aquellas otras comisiones que para otras provincias puedan formarse más adelante.
Entiendo que quienquiera que haya estado atento a esta exposición no puede lícitamente argüir de lentitud a la tarea reformista del Gobierno, constituido hace cuatro meses. En mi discurso ante las Cortes tuve especial interés en no señalar plazos para evitarnos la tentación de descansar en sus márgenes, por breves que éstos fueran.
Importaba actuar con la mayor diligencia y sin recurrir a medidas excepcionales. Se pretendía —y me parece que vamos lográndolo— operar con el necesario sosiego y serenidad de juicio y despejar, con rapidez, el mayor número posible de incógnitas, para que nuestro pueblo, sintiéndose de nuevo tranquilo y unido, viera renovada su ilusión al abrirse, ante y para él, una nueva etapa de participación política.
Ha querido el Gobierno evitar el recurso al decreto-ley. Estimó sinceramente que no había razones que lo justificaran. Hubiera supuesto, además de un remedio fácil y notoriamente peligroso, cierta desconfianza, absolutamente sin fundamento, en las instituciones y en el pueblo. Implicaría inexplicable paradoja y sorprendente contrasentido el pretender ensanchar las áreas del orden democrático y prescindir de la voluntad popular definiendo unilateralmente el campo de las libertades ciudadanas. Tanto las Cortes como el pueblo tienen clara conciencia de lo que hay que conservar y de lo que es necesario actualizar y perfeccionar. Por ello, no pueden ser suplantados cuando pretendemos fundamentar nuestra democracia.
Con el deseo de que nuestros propósitos queden hoy ante vosotros suficientemente claros, quiero anticiparos el calendario de la reforma tanto en la configuración de su marco legal como en la que se refiere a la participación de los ciudadanos. Así, pues, os anuncio:
1.° Antes del próximo día quince de mayo estarán totalmente elaborados todos los proyectos de ley sobre la reforma política a que me he referido, con excepción del correspondiente a la Ley Electoral, que será remitido a las Cortes antes del quince de julio.
2.° El Gobierno reconoce y valora la ingente tarea que pesa sobre las Cortes. Confía, sin embargo, en que éstas hayan concluido estos trabajos con tiempo suficiente para que el Rey, si lo estima conveniente, pueda someter a referéndum, en el mes de octubre, la reforma parlamentaria y las modificaciones que afecten a nuestras Leyes Fundamentales.
3.° La convocatoria de elecciones generales parlamentarias, antes de finalizar el presente año, y su celebración en los primeros meses de mil novecientos setenta y siete.
4.° La renovación de las corporaciones municipales y provinciales, mediante el correspondiente proceso electoral, que se sincronizará con el ya citado para la elección de senadores y diputados, de forma que no se produzcan interferencias.
Por todo esto, resulta inevitablemente utópico e inadmisible audacia cualquier intento de ruptura. Por ello, contrasta con la serena actitud y la probada madurez de nuestro pueblo, tan firmemente unido a su Rey, el desesperado afán de marcar con las terribles señales de la violencia y la salvaje agitación social una etapa especialmente necesitada de orden, paz y sosiego. Es clara la maniobra y evidente la torpeza del propósito de los que atentan contra estos valores. Sabemos que el comunismo internacional no ha olvidado su derrota en nuestro suelo y que busca afanosamente el momento del desquite. Sabemos que detrás de la reconciliación, que dice promover, se encuentra el insaciable rencor y que la libertad tan falsamente proclamada es la antesala de la tiranía.
Creo innecesario el afirmar que en este punto he mantenido una postura inalterada e inalterable, nada neutral, sino ciertamente beligerante. Entre nosotros podrán darse criterios diferentes sobre aspectos concretos de nuestro futuro, pues en el pluralismo de opinión tiene la política su razón de ser. Pero no caeremos en la ingenuidad de construir un sistema de libertades en colaboración con aquellos que las niegan, las desprecian y buscan su destrucción. No permitiremos que nos engañen sus manifestaciones ni que nos desorienten sus pactos o alianzas ocasionales. Nuestra experiencia y la de todos, absolutamente todos los pueblos en los que el comunismo se adueñó del poder, es suficientemente alertadora.
Me parece muy oportuno referirme a conocidos acontecimientos últimamente vividos y que dejaron un rastro de sangre en las calles y de inconsolable dolor en unas familias españolas. Se ha demostrado que todo estaba previsto, minuciosamente preparado; que desde fuera se habían dado las consignas y se había dotado con fondos de igual procedencia a los grupos extremistas con el fijado objetivo de crear un clima de confusión y temor y hacer saltar, en el momento oportuno, la chispa de la violencia. Estamos dispuestos a impedir que sucesos de tal naturaleza se repitan; pero si el reto volviera a plantearse, no vacilaríamos en adoptar las medidas, todas las medidas necesarias, para mantener el orden y garantizar la paz. El ejercicio de la autoridad es imprescindible en toda civilizada organización social, y muy especialmente en los momentos de transición y en los regímenes de libertad, que son los más amenazados. Pero el firme ejercicio de la autoridad no debe estar reñido con el talante liberal y la generosa benevolencia cuando se tiene la certeza de que tal actitud va a ser noble y abiertamente correspondida. No es lícito ni revela honestidad en la conducta el aprovecharse para dar rienda suelta a torrentes de rencor, largos años represado, y gritar afanes de inaceptable desquite. No volverá a caer en la trampa el Gobierno, aunque se sabe con fuerza para no dimitir de su voluntad de integración.
Puedo aseguraros, con entera satisfacción, que una de las preocupaciones más sentidas por nuestro Rey es la elevación del nivel social de nuestro pueblo. A su pronta consecución me urge con la mayor insistencia. Por ello, junto a la reforma política, estamos decididamente resueltos a acometer con urgencia un amplio programa social, sin caer en la tentación de relegar, por un reverencial sentido del tema de la libertad, los problemas socioeconómicos, que son los que realmente inquietan y angustian a nuestros ciudadanos.
Desgraciadamente, atravesamos un difícil momento económico. No puede servirnos de justificación, sino de estímulo, la crisis económica del mundo occidental en que estamos insertos. Y porque la justicia social no admite demoras, es exigencia de la Monarquía, en su servicio al pueblo, y voluntad del Gobierno abordar sin reservas el problema.
Con todos los medios disponibles, tratamos de hacer frente al desempleo, gravísima lacra social. Por ello, procuramos, con denodado empeño, frenar y mitigar el paro, especialmente en aquellos sectores laborales y regiones donde alcanza índices más preocupantes. Buscamos también fórmulas de consolidación del difícil sostenimiento de los precios en los productos domésticos más esenciales.
Junto a las medidas coyunturales, de limitados efectos, intentamos sentar las bases sobre las que han de cimentarse el deseado despegue económico y una más avanzada justicia social. Se sanearán las estructuras de la producción, se estimulará la inversión, se distribuirán cargas y rentas de acuerdo con la capacidad real de cada sujeto.
Los cincuenta millones de horas de trabajo que en dos meses se han perdido a causa de las huelgas constituyen un gravísimo atentado a la economía nacional, un incalificable desprecio de las justas aspiraciones del trabajador, una vergonzosa traición a nuestro pueblo. Todos los conflictos pueden tener solución cuando hay voluntad de resolverlos. El Gobierno insistirá siempre en la necesidad de agotar todas las posibilidades de diálogo y conciliación. Hay que evitar la incidencia en penosas situaciones, de las que son siempre las primeras víctimas los trabajadores, fuertemente presionados por quienes, como está plenamente comprobado, cobran grandes sumas por llevarles a la pobreza y desesperación.
Reafirmo, una vez más, nuestra determinación de reformar sustancialmente el sistema tributario. Cada día son más numerosas las necesidades que reclaman ser satisfechas por el Estado; cada día, en orden al bienestar social, se exigen servicios públicos más perfectos, más generalizados, más costosos. También de día en día se hace más apremiante la obligatoriedad de una participación equitativa en la renta que genera el esfuerzo nacional. Si lo primero evidencia un mayor desarrollo, lo segundo es buena prueba de una nueva conciencia social. Para dar satisfacción a estas exigencias haremos realidad, con las normas adecuadas, la reforma fiscal que nos sitúe ante un futuro de mayor justicia y prosperidad.
Ha tocado fondo nuestra economía y empezamos a percibir alentadores signos de recuperación. Forcemos la marcha ascendente con nuestro trabajo, con nuestro exigente sentido de la responsabilidad y la solidaridad.
Debo terminar. Sabemos adonde vamos y lo que pretendemos. Ni deseamos ni podríamos hacer en solitario la difícil andadura sino asistidos por el apoyo y el acompañamiento de nuestro pueblo.
Queremos mantener, a todo trance, el orden y la paz, sin dimitir ni en un ápice del ejercicio de la autoridad.
Queremos actualizar nuestras leyes e instituciones para que respondan a las exigencias de los tiempos.
Queremos la efectiva participación del pueblo en las tareas de gobierno.
Queremos el pleno reconocimiento de las libertades políticas, sin otras exclusiones que la de aquellos que pretendan la conquista del poder para imponer la tiranía.
Queremos potenciar la personalidad de las regiones para un mayor enriquecimiento de la unidad de la Patria.
Queremos que nuestro sindicalismo responda en sus estructuras a las inquietudes del mundo del trabajo.
Queremos comprometernos en una política social de gran alcance, poniendo el mayor énfasis en el pleno empleo, la seguridad social, la vivienda y la educación.
Queremos una sociedad más justa, con equidad en la participación de la riqueza nacional y en el reparto de las cargas comunes.
Queremos una España en paz, unida y próspera, alegre y segura de sus destinos bajo la Monarquía encarnada por el Rey Don Juan Carlos I.
Que nadie interprete estos ambiciosos enunciados como demagógicas declaraciones que buscan el fácil aplauso. Son compromisos de gobierno, contraídos ciertamente en una época erizada de dificultades, pero, sin duda alguna, realizables. No hemos pretendido eludir riesgos ni he venido a ofrecer fórmulas mágicas, sino a pediros que os hagáis partícipes de una empresa que reclama vuestro entusiasmo.
En medio de la alborotada y disonante gritería de quienes nada o muy poco representan hemos podido percibir, a lo largo de estos meses, una clara significación en la silenciosa, serena y ejemplar actitud del pueblo. Desde lo más profundo de nuestro corazón, gracias por cuanto por nosotros tiene de estímulo y apoyo. No quiero para mis esfuerzos, para mi voluntad de servir, para mi ferviente deseo de acertar otra recompensa que vuestro afecto y comprensión. Sabéis que mientras el Rey me honre con su confianza y aprecio, no desmayaré en servirle y serviros con inquebrantable lealtad y total entrega, porque así sirvo a mi Patria.
No es tiempo de temores, tristezas ni desganas. Es el tiempo de la esperanza y el optimismo fecundo; es el tiempo de afirmar la mano en la mancera y seguir incansables ante el surco. Perdimos al veterano Capitán que nos llevó a las más limpias victorias. Seguimos hoy con fe y entusiasmo al joven Capitán que nos conducirá a metas de grandeza, libertad, dignidad y paz. Contamos definitivamente con un Capitán que nunca nos faltará porque encarna una institución que, secularmente enraizada en la nación, se prolongará en el futuro para bien de todos los españoles. Por España y con el Rey participemos con plena conciencia del valor de nuestro trabajo en la noble y gran empresa común. Porque esto es, nada más y nada menos, hacer patria.
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