11 a 15 de octubre de 1976
Tenemos que encontrar juntos proyectos galvanizadores de la Comunidad a que pertenecemos, capaces de entusiasmar porque conduzcan a una vida interior y más justa que resulte en el alumbramiento de un hombre integral a la medida de los tiempos
(Acto conmemorativo de la Hispanidad)
11 de octubre de 1976
Majestades:
¡Bien venidos a Cartagena de Indias y a tierra colombiana!
Don Antonio de Arévalo, el último restaurador de las murallas de Cartagena, decía de esta plaza fuerte que no sólo era fortificación, sino que era la llave y antemural de todo el reino; bajo la época republicana sigue siendo cierto que Cartagena es nuestra joya más preciada.
Tengo que disculparme, al comenzar, de que, a través de la distancia y de los años, el castellano en América ha venido a diferenciarse tanto del castellano de España, que ciertos giros y ciertas figuras del verbo hayan caído en desuso. Resultaría artificioso y postizo de mi parte el que abandonara la forma de hablar americana para acomodarme a estas circunstancias; sería tanto como si pretendiera artificiosamente usar la ce y la zeta de Castilla, cuando hace tantos siglos se perdió en América.
España y América realizarán su destino
Reviste gran significación para Cartagena y para nuestra patria esta augusta visita en fecha tan memorable. Mañana se cumple un nuevo aniversario del Descubrimiento de América, que conmemoramos como la Fiesta de la Raza; está bien, y debe saberlo el mundo entero, que España y América vuelven a encontrarse para realizar su destino. Hemos perdido siglo y medio buscando la unidad dispersa, pero en los últimos veinticinco años (como lo indican el volumen de nuestro comercio con la Madre Patria y el de las antiguas posesiones entre sí) hemos recuperado gran parte del camino, y abrigamos la confianza y la seguridad de que España será nuestro puente con Europa y con los países árabes, del mismo modo como nosotros serviremos de vínculo con el resto de los países del continente.
Comunidad Hispanoparlante
Si otras naciones se agrupan por la identidad del lenguaje, si existen una comunidad de naciones angloparlantes y una comunidad de naciones francófonas, es la hora de que, juntos, los que estamos unidos por el idioma de Castilla y por una tradición varias veces secular, comencemos a desandar los pasos perdidos y a buscar nuestro futuro. La España de 1976, esta España que es un ejemplo de cómo salir del subdesarrollo, nos muestra el sendero. Es una España que se debate como nuestras propias patrias, entre la igualdad y la libertad, que a veces parecen incompatibles; pero es una España que en medio de los dolores va buscando su propio camino, dándose el Gobierno a que aspira su pueblo.
Las Malvinas, Belice y Panamá
Aquí, en esta ciudad de Cartagena, que está vestida de gala para recibir al Jefe del Estado español, quiero reiterar nuestra voluntad de colombianos, y diría yo de latinoamericanos, de hacer efectivas reivindicaciones aplazadas en contra de enclaves coloniales. No queremos que
Gibraltar deje de ser español, señor. Recordamos con afecto las palabras de la Reina Isabel en su testamento, recomendándoles a sus súbditos que nunca perdieran ese acceso al mar. Y del mismo modo, estoy seguro de que España nos acompañará a los hispanoamericanos para reivindicar las islas Malvinas, el territorio de Belice y sobre todo el canal de Panamá, que gradualmente debe volver al patrimonio de la nación hermana de los latinoamericanos.
Su Majestad la Reina
La presencia de Su Majestad la Reina en esta tarde reviste singular significación: fue bajo el patrocinio de una Reina de España como se cumplió el prodigio del Descubrimiento. Una Reina por la cual todos, españoles y americanos, profesamos un gran culto; por eso seguimos creyendo en las palabras de San Pedro Mártir cuando informó de su muerte al arzobispo de Granada, diciendo:
«El mundo ha perdido su más hermoso adorno. Ninguna persona de su sexo, en los tiempos antiguos ni en los tiempos modernos, puede compararse con tan excelsa Reina.»
Recuerdo grato
Al despuntar la adolescencia, Su Majestad, como guardia marina, vio abrirse las puertas hospitalarias de Cartagena para la primera visita; estoy seguro de que en esta ocasión Sus Majestades guardarán un recuerdo tan imborrable como el que se llevara Su Majestad el Rey en aquella ocasión.
11 de octubre de 1976
Señor Presidente:
Cuando el saludo al cañón en la bahía de Cartagena levantaba ecos en los viejos baluartes, mientras la fragata «Cataluña» cruzaba rumbos que fueron de la «Flota de Tierra Firme», me ha llenado un sentimiento solemne de orgullo y de pertenencia. Los españoles, señor Presidente, pertenecemos a América. Todo cuanto nos rodea en estos instantes —la base naval, los bastiones antiguos, la bahía cartagenera, nuestras Marinas y sobre todo vuestra hidalga presencia, señor Presidente, y la de vuestra distinguida esposa— me habla de nuestro común origen, y me compromete aún más a la fidelidad, que asumo como un honor, a nuestra familia común.
Me conmueve que nos recibáis en esta puerta de la mar colombiana que es Cartagena de Indias, la del bello y viejo nombre. Nuestros pueblos son herederos de antiquísimas tradiciones marineras. El nombre de vuestra ciudad ha llegado hasta aquí saltando a través de Cartago de África y Cartagena de España, desde un legendario puerto fenicio del Mediterráneo. Al reencontrarlo en este seno del Caribe, medimos la antigüedad de la genealogía de la Cartagena de Colombia y comprobamos, una vez más, que todos nosotros pertenecemos a una tradición viajera y descubridora.
Frente al mundo de hoy y sus problemas debemos hacer un nuevo esfuerzo de imaginación y de valentía para arribar no a nuevas tierras, sino a nuevas soluciones, a nuevas políticas y nuevas fórmulas de convivencia. Nuestros pueblos jóvenes exigen que el pasado deje de ser un refugio de glorias cumplidas y se abra como un libro de experiencias vividas y aleccionadoras para el mañana, como una nueva carta de navegación para empresas futuras. Que esta Cartagena, lámpara de piedra, teatro de batallas heroicas, continúe siendo luz y escenario de grandes empresas de paz y de integración entre cuantos se reconocen hermanos y llamados a los mismos destinos.
Os traigo el saludo cordial del pueblo español y sus mejores votos de prosperidad para Colombia. Quisiera también —en momento en que por primera vez llego a «Tierra Firme» como Rey de España— saludar en el pueblo colombiano y en vuestra persona a todos los ciudadanos de las naciones hermanas de América y a sus Presidentes y autoridades, unidos en un abrazo común en las vísperas de la gran conmemoración histórica de mañana.
Señor Presidente: la Reina y yo, desde lo más profundo de nuestro corazón, os agradecemos el honor que nos dispensáis. En vos vemos la noble encarnación de la nación colombiana, y, al estrechar vuestra mano y dirigiros estas palabras de gratitud, estamos saludando con emoción a toda Colombia. Muchas gracias.
12 de octubre de 1976
Majestades,
Señor alcalde de la ciudad de Cartagena,
Señores miembros del Cabildo,
Señoras y señores:
Al celebrarse un nuevo aniversario del Descubrimiento de América, quiero —incurriendo en un nuevo acto de piratería— adueñarme de las palabras de Su Majestad el Rey de España en el día de ayer:
Decía Su Majestad que para naciones jóvenes como la nuestra no era lo indicado vivir de recuerdos, sino compenetrarnos con los problemas del presente. Ya que no se podían hallar nuevos continentes para descubrir, nuestra estirpe de navegantes y descubridores nos llevaría a concentrarnos en la tarea de realizar nuevos hallazgos en la solución de los problemas económicos, sociales y políticos.
Creo, justificadamente, que es éste el compromiso que tenemos con nuestros pueblos: no tanto buscar territorios materiales como territorios espirituales de soluciones que nos traigan la paz y el sosiego en todos los órdenes.
Fortalezas espirituales
Pasó ya el Imperio español y nos desprendimos del tronco de la Madre Patria; pero si pasó el Imperio, subsistió la civilización, subsistió la cultura, que no solamente nos une, sino que nos brindó frutos tan espléndidos como las ciudades, las naciones del nuevo continente. Las murallas de Cartagena, los bastiones, no resistirían hoy en día el ataque de la artillería más moderna, y menos de las armas atómicas, pero hay creaciones del espíritu que permanecen eternamente plasmadas en realidades inmodificables.
¿Qué decir, por ejemplo, de este conglomerado social, de esta raza nuestra, que es hija del pensamiento español, que permitió que se entrelazaron el blanco con el indio, el blanco con el negro, el mestizo con la hija del español, hasta crear un verdadero crisol de razas, hasta crear aquello que un pensador mejicano calificara como la raza cósmica? ¡Qué contraste con otras regiones en donde no puso el pie el conquistador español!
Donde, lejos de cumplirse esta verdadera amalgama de razas de distinto origen, se confundieron con el nombre de crisol distintas razas europeas, mientras los aborígenes eran reducidos a reservas como curiosidades de museo. Con razón nos sentimos orgullosos de descender de quienes tuvieron una política inspirada por principios morales altísimos, y que pusieron en ejecución la Corona y la Iglesia, que hoy nos permiten ufanarnos a justo título de celebrar esta Fiesta de la Raza como una fiesta propia.
Protección del indígena
Desde el primer día de la conquista, casi diría yo que desde el día mismo del Descubrimiento, cuando, poco tiempo después, se fijaron por la bula de Alejandro VI los límites entre las posesiones españolas y lusitanas, se despertó en la mente de los teólogos y de los jurisconsultos españoles esta concepción humanitaria, evangelizadora, que constituyó a la Corona en protectora de los aborígenes, como dan testimonio el codicilo de la Reina y más adelante la propia palabra del Rey, cuando, recordando las palabras de su abuela, decía que era necesario remediar los desmanes cometidos en contra de los indios, porque eran agravio contra Dios y agravio contra la persona del Rey, que se traduciría en la ruina y destrucción de estos reinos.
Si la distancia, si la época no permitieron que toda aquella legislación generosa y constructiva tuviera cumplido efecto, podríamos decir con el poeta «culpas fueron del tiempo y no de España», porque el pensamiento siempre estuvo lúcido y el poder siempre estuvo dispuesto a poner coto al abuso, a morigerar el exceso, a proteger al débil contra el fuerte.
Viejas disposiciones vigentes
Y ahora, en nuestro tiempo, ¿cuánto de lo que creemos innovaciones son parte de aquel legado, acerca del cual tuve ocasión de ocuparme en mis mozos años, cuando tenía la cátedra de Derecho en la Universidad Nacional? ¿Qué decir cuando se habla de reforma agraria y se postula que la tierra es de quien la trabaja, y se evoca aquella disposición permanente en el otorgamiento de las mercedes de tierra, de que, para conservar las tierras que otorgaba la Corona, era necesario explotarlas, era necesario cultivarlas, era necesario vivirlas? Nada nuevo dice nuestra reforma agraria con respecto a las viejas disposiciones españolas. Y en materia de horas de trabajo, de conquistas que en nuestra mente corresponden a nuestro siglo XX, ¿cómo no evocar aquellas disposiciones de las Leyes de Indias, en que se ordena a virreyes y presidentes que los naturales no trabajen más de ocho horas diarias, cuatro horas en la mañana y cuatro horas en la tarde, en las horas más benignas en estos climas tropicales? Y como si esto fuera poco, agrega el Monarca que el sábado se levante de obra una hora antes para completar la semana de cuarenta y siete horas, sin trabajar el domingo y trabajando la mitad de tiempo el sábado: sabiduría muy antigua, que parece a nuestros ojos de profanos como novedad.
Previsión de las cédulas reales
Y en este orden de ideas, contemplando la obra maravillosa de las fortificaciones de esta plaza fuerte y de sus murallas, ¿qué sorpresa ver que no sólo para las obras civiles, sino para las propias obras militares, se decía que en las fortificaciones y fábricas se observaran las mismas reglas? Podría extenderme indefinidamente. Para quienes a través del Pacto Subregional Andino estamos comprometidos a ir nacionalizando gradualmente nuestras empresas en manos de extranjeros, vemos como un esbozo del mismo pensamiento aquella cédula real por por medio de la cual se le prohibía a los extranjeros asociarse con los aborígenes y a los propios españoles, para que no los coaccionaran ni los explotaran. Y en las relaciones con la Iglesia, en una época en que los príncipes protestantes querían establecer la autoridad del poder civil, la Iglesia española, no obstante la piedad de los monarcas, mantuvo en alto sus fueros, reclamó sus derechos del patronato y se anticipó, en cierta manera, a la propia separación de la Iglesia y el Estado, que parece una conquista tan contemporánea. Hasta con ciertos rasgos de humor se prohíbe a los curas entremeterse en cosas del Gobierno y utilizar los púlpitos para escándalos contra los gobernantes.Y como si esto fuera poco, se ordena que en las naves que vengan a las Indias no vengan solas mujeres al servicio de los clérigos bajo ningún pretexto. Ni como criadas, ni como primas, ni como sobrinas.
Flexibilidad del derecho
Pero, sobre todo, como lo observaba un pensador socialista inglés, Harold Laski, ninguna concepción del Derecho puede equipararse a la concepción española de aquellos tiempos. Esa concepción que se resume en el pensamiento de Felipe IV, cuando decía que prefería lo suave y lo pacífico en el tratamiento de las cuestiones a lo riguroso y a lo jurídico. Y abría inmensamente el compás para que sus delegados en estos reinos juzgaran de la obligatoriedad de las disposiciones en función de su aplicabilidad en regiones desconocidas para el Monarca y sus consejeros. ¿Qué derecho más humano? ¿Qué derecho más lleno de contenido moral, de contenido social, que no es rígidamente obligatorio, sino que debe plegarse y acomodarse a las necesidades de cada región y de cada conglomerado humano?
La mudez de los sepulcros y el vaivén de las cunas
En este 12 de octubre, en que la ciudad y la nación se ven honradas con la presencia, por primera vez, de un Rey y de una Reina de España, ¡cuántas cosas no podríamos agregar a nuestro respeto y consideración para quienes nos abrieron el camino de la civilización y la cultura! Pero, sobre todo, ¿qué son en el fondo nuestras nacionalidades sino la obra de cartógrafos españoles que un día establecían una audiencia, una capitanía y un virreinato, en donde, a través de los siglos, atados por la mudez de los sepulcros y por el vaivén de las cunas, nos sentimos hijos de una misma entidad territorial y finalmente hijos de una misma patria? Yo celebro grandemente que el Rey de España vuelva a ser como en aquellos tiempos: una figura que flota por encima de todas las disparidades políticas e ideológicas. Que desde Cuba hasta el Polo Sur, desde las Filipinas hasta la Argentina, por todas partes flote el pabellón rojo y gualda con el mismo sentimiento de fraternidad. Son pocos ya los países que, a pesar de venir del mismo tronco, pueden reunirse en una asamblea sin que las disparidades ideológicas, sin que las diferencias doctrinarias, sin que las concepciones políticas, los separen. Y entre esos pocos, para honra nuestra, está la Monarquía española y está la República de Colombia: porque creo que ambos consideramos que, si los países hermanos no pueden adoptar nuestras instituciones, por lo menos podemos vivir en paz, respetándole a cada uno la forma de estado a que quiera acogerse, con la condición de que se respete la no intervención en los asuntos nuestros.
Muchas gracias.
12 de octubre de 1976 (Alcaldía)
Señor Presidente:
Muchas gracias por vuestras generosas palabras.
Ya que vuestra amabilidad y vuestro afecto nos han hecho posible celebrar en tierra americana el primer 12 de Octubre desde mi proclamación como Rey de España, quisiera compartir con vosotros algunas reflexiones, íntimas y como de familia, sobre la naturaleza misma de nuestra relación hispanoamericana y sobre aquello que el futuro puede y debe depararnos. Permitidme que, para hacerlo, me inspire en las figuras de dos españoles colombianos, dos auténticos ejemplares de nuestra raza.
Desde las costas que hoy pisamos partió en el siglo XVI a la conquista de Nueva Granada el Licenciado Jiménez de Quesada, escritor, hombre de leyes, convertido súbitamente en hombre de armas. En su viaje, épico como el de los Argonautas, Jiménez de Quesada fue penetrando en la interioridad de vuestra patria, cada vez más adentro, subiendo por el río como por una gran vena hasta el corazón de vuestra tierra, la sabana que es el solar de Bogotá. Como todos los grandes conquistadores de América, no se quedó en las costas, en la exterioridad y superficie de este Continente, sino que fue hasta la misma médula americana, y para sellar su entrega a esta tierra, aquí murió. Penetración es la palabra en que puede resumirse esta conducta: penetración no sólo en las tierras, en los ámbitos físicos, sino también en las gentes, en las sangres, en las almas, hasta crear nuevos pueblos, nuevas comunidades, frutos de esa entrada arriesgada y generosa.
Vosotros, amigos colombianos, sois los herederos de aquel acto de profunda creación, pues sois los descendientes de los que vinieron a unirse definitivamente con la América primigenia, y esta hondura, esta profundidad de penetración, es una de las características de vuestra nación.
También en esta bahía de Cartagena de Indias, ya en el siglo XVIII, un viejo Almirante de la Armada Real, mutilado en su cuerpo pero entero en su corazón, el vascongado Blas de Lezo, acompañado por menos de cinco mil neogranadinos, derrotó al extranjero que amenazaba Cartagena y salvó a Colombia para los colombianos. Su victoria ocurrió ante los baluartes, las baterías, los lienzos de las murallas que hoy nos rodean, símbolos máximos de fortaleza. Y fortaleza también es un signo de vuestro país: la que poseéis para defender vuestro espíritu nacional y vuestro legado cultural.
Creo que bajo estos dos lemas que nos brinda la historia, aún viva en torno nuestro, podemos contemplar el futuro: profundidad y fortaleza. Ambas virtudes nos serán muy necesarias en el decisivo giro de la historia universal que estamos hoy viviendo, porque la primera es la garantía de nuestra identidad y la segunda el fundamento de nuestro vigor en las acciones futuras.
Formamos, en efecto, una comunidad creada con hondura y firmeza, aunque otra cosa puedan en algún momento sugerirnos ciertas tentaciones de dispersión: una comunidad inteligente, aunque a veces sufra errores en el entendimiento de su destino; una comunidad curada ya de las heridas separadoras del pleito familiar de la emancipación y que está asumiendo saludablemente, como propia, toda su historia, e integrando en la misma con respeto y orgullo a todos sus grandes personajes, lo mismo aquellos que empezaron hace siglos a construir nuestros países que los que abandonaron, cuando les llegó la edad de la madurez, la tutela bajo la cual vivían.
Nuestra comunidad, poseedora de rasgos biológicos unitarios; solidaria en unas creencias básicas sobre el hombre, su dignidad y su destino; heredera de un patrimonio cultural que tiene no sólo la gloria del pasado, sino también la vitalidad del presente, es una comunidad llamada a cumplir una función universal de la que no puede dimitir.
Si nuestros pueblos nacieron de un encuentro humano profundo, de una fusión racial constante llevada a cabo sin el menor escrúpulo, de un esfuerzo de siglos en el cual el hombre individualizado fue siempre, en último término, la medida de todo, tenemos hoy el deber de aportar al mundo actual —a veces excesivamente despersonalizado y materializado— nuestro sentido humano de la vida, nuestro convencimiento de su trascendencia sobrenatural y nuestra fe en Dios.
Pero no ha de tener nuestra misión solamente un carácter espiritual. El viejo bastión histórico de nuestra comunidad resistió el combate de los siglos y los ataques de otras fuerzas, porque estaba construido sobre fundamentos materiales sólidos, tan resistentes como los muros de sus castillos costeros. Los territorios americanos eran inmensos, pero durante trescientos años largos fueron poblados por una rica corriente de casi diez millones de españoles que se instalaron para siempre en este Continente, conformando la más importante emigración natural que el mundo moderno ha conocido. Junto a los aborígenes, y muchas veces fundidos con ellos en la misma sangre, todos fueron abriendo y roturando la tierra, llenándola de caminos, ciudades, acueductos, puertos, fortalezas, iglesias, escuelas, universidades; haciendo, en fin, un cuerpo robusto para la comunidad. La palabra colonizar tuvo entonces, en los labios de nuestros comunes antepasados, su sentido antiguo y romano, de creación de nuevos pueblos, no su deformación moderna de explotación egoísta. A este trasvase humano y a este esfuerzo colonizador se han añadido en los tiempos más recientes las aportaciones de otras minorías étnicas y el desarrollo que permite la técnica actual. Todo ello ha tenido lugar, sigue teniéndolo, en una de las áreas más ricas en potencialidades económicas del planeta. Por eso, la aportación material que la comunidad iberoamericana puede hacer al mundo de hoy es muy grande y deberá constituir un factor decisivo en la marcha general de la comunidad internacional.
Para ello es necesaria la unidad. Es verdad que cada uno de los diecinueve Estados que nacieron de la vieja construcción imperial lleva más de siglo y medio desarrollando su propia política, su economía, sus relaciones exteriores; creando su particular imagen nacional, su íntimo e intransferible patriotismo, su derecho a la independencia y a una soberanía indiscutible. Defendamos esta diversidad como un tesoro que añade múltiples perfiles al rostro de nuestra comunidad y la hace más rica y llena de posibilidades en el cuadro de las relaciones mundiales. Pero no podemos dejar que la variedad se disuelva en la dispersión, en la disgregación, en la nada.
En el mundo de hoy, en el que hacen oír su voz bloques de naciones, perfectamente independientes pero ligadas entre sí por lazos de diversa especie, los países hispánicos como tales aún no ocupamos la posición que corresponde a nuestro pasado y a nuestras presentes y futuras necesidades.
La acción común que necesitamos con urgencia comienza indefectiblemente por el conocimiento mutuo. No podemos seguir teniendo apenas unas nociones sumarias, y a veces erróneas, de nosotros mismos. El conocimiento lo más completo posible de nuestras tierras y nuestras gentes, nuestra historia y nuestra actualidad, debe estar en la base misma de las enseñanzas que recibimos.
Ese es el impulso principal que empuja, ardientemente, mi visita, señor Presidente: estar cerca de vosotros, conocer por mí mismo vuestros pueblos y vuestro espíritu. Yo invito desde aquí a los españoles a hacer de Hispanoamérica la realidad más cara a su corazón y más atrayente a su inteligencia.
En el mundo en que vivimos —configurado por los problemas a escala universal—, no cabría la desunión de una comunidad como la nuestra. Debemos estar unidos para convertir en realidad nuestras posibilidades de conjunto, lo que será la mejor forma de mantener la individualidad nacional y su virtualidad esencial.
Los espacios que hace unas décadas eran quizá suficientes para el adecuado desarrollo espiritual, cultural y económico de un pueblo, en nuestros días han estrechado su ámbito y significación, precisando de mayor amplitud para salvar y mejorar la vida personal y colectiva.
Tenemos, pues, que encontrar juntos proyectos galvanizadores de la comunidad a que pertenecemos, capaces de entusiasmar porque conduzcan a una vida mejor y más justa, que resulte en el alumbramiento de un hombre integral, a la medida de los tiempos.
No me corresponde entrar en detalles sobre la cooperación actual y futura entre nuestros países en la Península Ibérica, América y Filipinas. Quisiera, eso sí, saludar con esperanza los presentes intentos de integración económica, y los esfuerzos por lograr mejores condiciones de financiación, así como el incremento de nuestros intercambios comerciales, de nuestras transferencias de tecnología y de nuestra simbiosis cultural. Quisiera también llamar la atención de todos sobre la necesidad de organizar nuestro trabajo con un sentido solidario y un espíritu de tenacidad y de realismo. Y expresar mi voto ferviente por que la comunidad de los pueblos hispánicos se organice cada día más en torno a la misión que corresponde a su propio e inconfundible ser comunitario.
Para esa tarea España siempre está dispuesta, como una más entre las naciones de la gran familia. Cuál ha de ser la misión de España en esa actuante comunidad, cuáles han de ser los servicios que hayamos de rendir a los demás, lo sabéis mejor vosotros que nosotros mismos. España no quiere definir su función, ni limitar sus contribuciones posibles, porque lo único que quiere, simplemente, es participar, convivir con vosotros, día a día.
Quisiera llevar a vuestro ánimo, señor Presidente, y al de vuestros colegas iberoamericanos, la convicción de que vuestras patrióticas preocupaciones son las mías y las de todos los españoles. Quisiera deciros que, con el más absoluto respeto y sin interferir jamás en vuestros asuntos internos, España siente como propios los problemas de sus hermanas de América.
En noviembre de 1968, hablando en la Embajada de España en Colombia, dijisteis, señor Presidente, a propósito del cuarto centenario de la creación de la Audiencia de Bogotá: «Este fue el día de nuestra partida de nacimiento. El día que nos dieron nombre, nos dieron fronteras, nos dieron la civilización cristiana, nos trajeron el alfabeto, nos crearon un espíritu jurídico, y nos lanzaron a ser un país con cuna y con sepulcros comunes.» Pues yo os digo, señor Presidente, que ese día y otros semejantes de la historia de América fueron los días en que España ganó las más altas justificaciones de su ser nacional, en que América le dio la mejor misión que nuestro pueblo podía soñar.
España no descubrió América sólo para los españoles, sino también para los demás pueblos del mundo y, sobre todo, para los pueblos de América, a los que abrió a una civilización fecunda. El verdadero Nuevo Mundo es el que España trajo a los hombres de este Continente; al hacerlo, España se forjó para siempre a sí misma.
Señor Presidente:
Gracias de nuevo por haber hecho posible mi presencia en Cartagena de Indias, en este 12 de Octubre, y que esta celebración sea el inicio de una cooperación cada día más estrecha entre todos nosotros, los hermanos de uno y otro lado del mar.
12 de octubre de 1976
Me es muy grato reunirme con todos vosotros para inaugurar esta Casa de España, fruto de vuestros esfuerzos, a los que ha cooperado el Gobierno español. Y me complace muy especialmente que a la colectividad española de Cartagena se hayan unido las de Santa Marta y Barranquilla.
En este Día de la Hispanidad y de la Raza es esta la primera Casa de España que inauguro en América. Bien sé que la colectividad es reducida y que por ello sus esfuerzos son tanto más meritorios. Aquí encontraréis el descanso de vuestra labor, las horas de sano esparcimiento, las noticias de España. De esa España que al mismo tiempo que adquiere un nuevo peso específico en el concierto de las naciones europeas, no olvida su destino americano trazado por la historia viviente que no se puede archivar.
Esta es la razón de mi presencia en tierras hispanoamericanas con las que soñaron los Reyes de España, mis antepasados, pero a quienes no fue dado visitarlas y conocerlas personalmente.
Desde esta Casa de España en la ciudad de Cartagena de Indias envío un apretado abrazo a todos los españoles residentes en América y les invito a que colaboren en la gran tarea de la elevación de España, haciéndola más unida y libre, más próspera y justa.
En el día de hoy, 12 de octubre de 1976, declaro oficialmente inaugurada la Casa de España en Cartagena de Indias.
13 de octubre de 1976 (Palacio de San Carlos)
En el nombre de la Reina y en el mío propio agradezco, señor Presidente, las palabras que acabáis de pronunciar.
No podría decirlo con la misma emoción, ni vosotros escucharlo con la misma claridad, si no estuviéramos hablando la misma lengua. Ningún otro idioma, ninguna traducción servirían para una ocasión como ésta. Sólo la lengua de la cuna, de la infancia, de toda la vida, puede dar testimonio de los sentimientos más sinceros. Sólo el milagro de nuestra lengua.
Porque prodigio parece el hecho de que, extendida a lo largo de millares de kilómetros, asomándose a los dos océanos mayores del mundo, acogida a la cordillera más larga del planeta, viva una comunidad, la nuestra, que no sólo habla la misma lengua, sino que se identifica en las mismas creencias y vivencias, en la solidaridad de una cultura común.
Pero sé, ciertamente, que hablando a colombianos apenas es necesario recordar estas cosas. Siempre hemos admirado la conciencia que el colombiano tiene de su historia, la forma en que la ha asumido inteligentemente en su integridad y sin borrar capítulos de ella, cómo ha cuidado de su patrimonio cultural, enriqueciéndolo con capacidad creadora cotidiana; cómo cultiva y defiende el idioma, instrumento básico de convivencia y entendimiento.
Por tanto, me cabe felicitarme por estar entre vosotros y felicitaros por la lúcida manera que tenéis de enfrentaros con la realidad de vuestra pertenencia a la comunidad hispánica, y la madurez con que siempre abordáis los problemas que se derivan de tal hecho. Quien ve claramente su postura en el mundo está preparado para enfrentarse con el porvenir.
Señor presidente; señora de López Michelsen: la Reina y yo, en mi nombre y en el del pueblo español, os decimos de nuevo: muchas gracias.
14 de octubre de 1976
Pocos actos, en mi visita a Colombia, podrán llegar tan profundamente a mi corazón como éste, en que inauguro junto a vosotros y colocamos esta primera piedra de la Casa de España en Bogotá. Si en todos los acontecimientos de mi estancia en este querido país me siento siempre rodeado de un aire familiar, aquí, al lado vuestro, es natural que me encuentre en el centro del círculo más íntimo. Gracias por hacer posible este momento.
Quiero, en primer lugar, felicitaros por esta Casa, que es el fruto de vuestro esfuerzo y el símbolo de vuestro espíritu de empresa, el mismo espíritu que un día os trajo aquí, a vosotros o a vuestros mayores, para construir, con vuestro trabajo y vuestra hombría de bien, un brillante ejemplo de la actual presencia española en América.
Quiero deciros también que, desde España, siempre pienso en los compatriotas que viven en la lejanía. Imagino vuestros sentimientos encontrados. Aquí recordaréis, quizás con gran nostalgia, la Patria que os vio nacer y a la que añadiréis acaso perfiles ideales que la harán más hermosa a vuestro recuerdo; y al venir a España, recordaréis entonces vuestro hogar colombiano, vuestra familia aquí creada, vuestros trabajos y esperanzas; en suma, vuestra segunda patria. De esta forma tendréis el corazón partido entre dos sentimientos, solicitado por dos llamadas diversas. Pero, a cambio de eso, sois unos inmejorables colombianos y unos magníficos españoles, porque vuestro conocimiento de ambos países está aclarado por la perspectiva, y vuestro amor hacia los dos reforzado por la libre voluntad.
Sabiéndolo así, os pido que esta Casa de España no sea únicamente vuestro hogar español, el lugar de encuentro con vuestros compatriotas, el posible refugio a unas posibles nostalgias. Me gustaría saber que es, además de todo eso, un sitio más de encuentro con Colombia, de confraternización con vuestros amigos colombianos; en suma, una Casa española y colombiana al mismo tiempo. De esta forma cumplirá su misión más alta y responderá a lo que sucede en el interior de vuestros corazones, divididos entre los dos países.
Os repito que el Rey de España piensa en vosotros y que él y su Gobierno harán lo posible por ayudaros en vuestro esfuerzo de sostener la colectividad española de Bogotá. Me doy cuenta de que vuestra aportación al desarrollo colombiano en el campo de la técnica, la ciencia y la cultura; en el terreno económico y comercial; en el ámbito educativo y religioso, es una contribución eminente al aporte general que millones de españoles, desde el siglo pasado a nuestros días, han ofrecido a Iberoamérica en una verdadera moderna ola de emigración que sigue a las que se habían producido en el pasado. Por ello, con mi gratitud, os ofrezco mi atención constante y el apoyo de mi Gobierno. He visto en vosotros a los mejores portadores de un mensaje de cooperación y de amor del pueblo español al pueblo colombiano.
A todos, a los españoles que eligieron formar su hogar aquí, a los que lo heredaron de sus padres, os abrazo muy fuertemente y os deseo, desde el fondo de mi corazón, la mayor de las felicidades.
14 de octubre de 1976 (Residencia de Hatogrande)
Levanto mi copa por todos los países hispánicos y americanos aquí representados y pido a ustedes que sean mensajeros ante sus respectivos Jefes de Estado de mi saludo más cordial y de mi viva esperanza de que algún día, que espero llegue pronto, tendré el honor de saludarles personalmente y de expresarles mi admiración y los sentimientos fraternales del pueblo español.
Hago votos porque nuestro entendimiento y nuestra cooperación crezcan cada día y vaya aumentando el peso en el mundo de la comunidad que constituimos.
14 de octubre de 1976 (Embajada de España)
Hace ciento sesenta y siete años vuestros abuelos del Cabildo de Santa Fe de Bogotá, conscientes de que el Virreinato de Nueva Granada podía ya regir sus propios destinos, quisieron exponer a mis abuelos, a través de la Junta de Sevilla, sus ideas sobre la forma en que deseaban ser gobernados, y le dirigieron un documento que desde entonces se llamó «Memorial de Agravios». Allí se dice: «Las Américas, señor, no están compuestas de extranjeros a la nación española.» Poco más tarde, los colombianos expresaban su deseo de que el Rey de España les visitara en persona.
Señor Presidente,
Colombia es, desde hace más de un siglo y medio, una nación independiente y soberana, dueña felizmente de su destino, y el Rey de España que al fin llega a Bogotá viene, invitado por vuestra generosidad, para saludaros, para abrazaros como un amigo que es, en verdad, un hermano.
Sin embargo, rotos hace tanto tiempo los vínculos jurídicos y políticos, innecesaria aquella vieja apelación del Cabildo, dadas tantas vueltas del mundo, queda, a pesar de todo, en pie la identidad familiar, la íntima semejanza, el que nos reunamos como si nunca hubiéramos dejado de estar juntos.
Esta es la sensación que me domina al hablaros ahora. No me siento extranjero ni extraño, nada ajeno me rodea.
Y esto es lo que más vale de nuestro encuentro. En un mundo como el actual, a la busca de entendimientos difíciles, de uniones frágiles, de afinidades penosamente procuradas, de bloques, en fin, muchas veces artificiales, nuestra radical solidaridad, inconmovible por muchos que sean nuestros yerros y nuestras torpezas, es un bien supremo e inestimable que debemos guardar y defender. Y, desde luego, debemos ponerlo en uso práctico, en servicio de esa comunidad auténtica que espera aún su momento de plenitud.
Señor Presidente,
Quiero repetiros el agradecimiento de la Reina y el mío por vuestra compañía y por todas las atenciones que nos habéis dispensado en estos días. Han sido jornadas inolvidables.
Vuelvo a España con el convencimiento de que esta visita habrá de marcar un hito en nuestras relaciones, como punto de arranque de un entendimiento ideal. Pienso que nuestras conversaciones habrán de fructificar en el eficaz trabajo de nuestros Gobiernos y así me propongo impulsarlo por parte española.
Parto con la esperanza de que nuestra amistad habrá de vivir pronto unas nuevas jornadas en mi país. Permitidme que esta noche os emplace formalmente a ello invitándoos a visitarnos en España.
Al reiteraros mi agradecimiento levanto mi copa por la prosperidad de Colombia y la felicidad de su pueblo, por vuestra ventura personal y la de vuestra encantadora esposa. Muchas gracias.
14 de octubre de 1976
Al aceptar la dignidad con que este Colegio Mayor de «Nuestra Señora del Rosario» ha querido honrarme, lo hago con gratitud, con alegría y con esperanza.
En primer lugar, mi agradecimiento. Tengo conciencia de la importancia y significado de este grado de Doctor. No sólo por la antigüedad de vuestro Colegio, que entronca con la más brillante tradición de los Colegios Mayores, sino también por la realidad viva y pujante de vuestras Facultades, en las que habéis mantenido ininterrumpido un altísimo nivel intelectual y científico de destacada significación, especialmente en un país de tan honda raigambre cultural como Colombia.
Mi alegría, por encontrarme entre vosotros, es pareja a mi agradecimiento. Venir a tierra americana y encontrar las más puras aguas de la vida universitaria para renovarse en ellas es, sin duda, un privilegio a los que participamos, con los mismos títulos y responsabilidades, en la cultura común de los pueblos hispánicos.
Doña Isabel, la Reina Católica, impulsó en España singularmente la obra de los Colegios Mayores, que más tarde fueron en América seminario de ciencia, de técnica y de administración. El Arzobispo burgalés Fray Cristóbal de Torres, al fundar esta Casa por encargo expreso del Rey de España, trae consigo dos importantes tradiciones: la del Colegio de Fonseca, de Salamanca, y la de la Orden de Predicadores. El generoso filón alumbrado así a mediados del siglo XVII será enriquecido más tarde, hasta nuestros días con nombres ilustres en la historia de Colombia y de nuestra cultura. Quiero destacar el de Celestino de Mutis como ejemplo insigne de la curiosidad científica de su tiempo, capaz de organizar la fabulosa e ingente obra de la «Flora del Reino de Nueva Granada». Desde hace años, el esfuerzo editorial conjunto de Colombia y España está dando a conocer el fruto de aquel talento extraordinario. Hoy me he complacido en presentar el primer ejemplar del nuevo tomo que acaba de editarse de esta obra.
Personifica la dimensión espiritual de esta Institución y de nuestra común tarea la imagen de Nuestra Señora, bajo cuyo alto patrocinio fue fundada. La limpia serenidad de la lengua castellana adquirió al atravesar el Océano matices nuevos y resonancias insospechadas; aquí, en Santa Fé de Bogotá, en el Reino de Nueva Granada, la gracia y la ternura se conjugó en el apelativo que disteis a la Virgen de vuestra devoción: «La Bordadita», porque según la tradición la propia madre de Felipe IV, la Reina Margarita de Austria, labró personalmente el tejido de esta imagen de Nuestra Señora que todavía preside cada día y cada hora esta Real Casa de Estudio.
Quiero también haceros partícipes de mi esperanza. Esperanza fundada en los sólidos valores de nuestra cultura común, esperanza en los hombres y las mujeres de Colombia, de toda América y España. La cultura que nuestra común historia nos entrega debe ser puesta al servicio de una actitud espiritual, moderna, reflexiva, que no sólo nos permita atender el sentido de la civilización actual, en desarrollo, sino que haga que el hombre se sienta realmente libre en ella, y pueda llegar a orientarla con seguridad hacia el logro de sus propios fines espirituales y humanos.
Podéis tener la seguridad, que nunca olvidaré este acto, a la vez solemne y familiar, este reencuentro con los orígenes, esta valiosa distinción universitaria. Quisiera que en el saludo agradecido de la Reina de España sepáis escuchar también el eco fraternal de la voz de todo nuestro pueblo. Con él, el deseo y el propósito de no abandonar la mutua compañía en la edificación de un mundo mejor por el esfuerzo conjunto de la inteligencia y el espíritu.
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