París, 27 de octubre de 1976
Pensando en Europa, «aquella nación compuesta de varias», como decía Montesquieu, no es difícil entrever el renovado equilibrio que nuestra acción conjunta puede aportarle, devolviendo al mundo mediterráneo su verdadera dimensión e influencia»
(Su Majestad, en la cena en el Elíseo)
27 de octubre de 1976
Sire, madame:
Francia se acuerda de haber tenido el precioso privilegio de recibir, hace tres años, al Príncipe y a la Princesa de España.
Hoy en la persona de su Rey, es a la propia España a la que tenemos el honor de acoger, a esa España de la que Francia se siente tan próxima desde siempre por la vecindad, la cultura, la historia; a esa España que, como Francia, ha sabido, dentro de su grandeza y dentro de las pruebas, seguir siendo ella misma y contribuir a lo que hay de mejor dentro del patrimonio espiritual de la humanidad; de esa España que debe a su propio esfuerzo el figurar hoy en día entre los grandes países modernos y con la que Francia desea desarrollar y profundizar su cooperación; en fin, a esa España que promueve dentro del mismo aliento de su pueblo y de su Rey, el viento de la renovación y de la libertad.
Es por decir con cuáles sentimientos de amistad, de confianza y de esperanza, Francia saluda vuestra llegada, Sire, y se complace al acoger en la persona de sus jóvenes Soberanos a la España de los tiempos modernos.
¡Viva España!
27 de octubre de 1976
Señor Presidente y señora de Giscard d'Estaing:
Mucho agradezco sus amables palabras de bienvenida a nuestra llegada a París para visitar oficialmente Francia. Es mi deseo aprovechar estos breves días para renovar mis contactos directos con Vuestra Excelencia y con las altas autoridades del Estado, con los medios de la política, la economía y la cultura, para conocer también de cerca algunas de las grandes realizaciones francesas en el terreno industrial.
Es lógico y natural que mi primera visita oficial a un país europeo como Rey de España sea a la vecina Francia, con la que nos han unido a lo largo de la historia tantos lazos de todo orden, que esperamos cobren nuevo sentido en el futuro.
Deseo ahora con estas palabras enviar un cordial saludo al pueblo francés, y espero tener la oportunidad de acercarme a él a lo largo de mi estancia en vuestra bella capital y en algunas de las regiones del país.
En nombre de la Reina y en el mío propio renuevo, señor Presidente, nuestro agradecimiento por su calurosa bienvenida a tierras de Francia.
27 de octubre de 1976
Señores Embajadores:
Con toda sinceridad confieso mi emoción ante esta vuestra bienvenida. Es la bienvenida que nos da América en Francia. Para mí es un hecho revestido de honda trascendencia.
La Reina y yo traemos el ánimo desbordado por las inolvidables jornadas que acabamos de vivir en tierras americanas. En el marco incomparable de Cartagena hemos conmemorado juntos la fecha inicial de nuestra común experiencia histórica. En el Panteón de Simón Bolívar hemos saludado el momento augural de nuestra espléndida realidad actual como comunidad de naciones. Al entrelazar ambos hechos, unos y otros estábamos conscientes de que nuestra diversidad nos enriquece, potenciando lo mucho que nos une.
España vive su momento europeo de hoy con conciencia permanente de su vinculación americana. Vuestra presencia aquí lo patentiza. Debemos unir nuestra imaginación y nuestro entusiasmo en un esfuerzo colaborador entre los países de ambos continentes que haga más viable y, por tanto, más rápido el bienestar y la plena realización que esperan y desean nuestros pueblos. España está dispuesta a prestar su apoyo total a esta tarea.
Muchas gracias, señores Embajadores.
27 de octubre de 1976
Señor, Señora:
Al expresaros la satisfacción que madame Giscard d’Estaing y yo sentimos al poderos acoger en vuestro primer desplazamiento oficial en Europa, quiero hacer constar la importancia que Francia concede a vuestra visita.
Todo lo que Vuestra Majestad representa para nuestros dos países, de recuerdos comunes, de intereses recíprocos, de compartidas esperanzas, confiere a vuestra presencia entre nosotros una resonancia excepcional. En la persona de su Rey, es toda España, su paisaje y su pueblo, su arte y su trabajo, lo que Francia acoge hoy, con confianza y con amistad.
Primero, la España que viene de la lejanía de la Historia, y que conserva un centelleo de oro y de acero. Una España cuya continuidad milenaria encarnáis, Señor.
Por haber sido el más próximo testigo y haber participado a menudo, a veces con rivalidad, más frecuentemente como aliada, Francia sabe lo que ha sido, a lo largo de los siglos, el prodigioso destino de vuestro país. Sabe cómo España, a punto de verse sumergida por la invasión, encontró en el angosto refugio asturiano de vuestros antepasados el punto de partida de donde salir a la reconquista de sí misma, y después a la conquista de aquel imperio donde no se ponía el sol. Base de partida también hacia el auge incomparable de su Siglo de Oro.
Francia sabe asimismo a costa de cuántos esfuerzos se forjó el alma del pueblo español, digna y generosa, enamorada de grandeza y de valores absolutos, mística y austera.
Nuestras dos naciones han ido creciendo, una al lado de otra, y avanzando casi al mismo paso. Tomaron parte en las mismas aventuras y resintieron las mismas ambiciones. La historia reunió constantemente los hilos de sus destinos sin jamás confundirlos, a causa de su respectiva personalidad. Señor, el nombre que lleváis, la línea familiar de la que procedéis, recuerdan lo que tienen de único las relaciones franco-españolas.
En ese pasado, que tuvo sus luces y sus sombras, lo que permanece vivo es la contribución que nuestros dos pueblos han aportado al progreso y la esplendorosa difusión de la civilización occidental. Son también la estimación y la amistad que mutuamente guardaron el uno por el otro las que van a proyectar su luz sobre nuestras relaciones de hoy.
Por apegados que estén a sus recuerdos, no se sienten prisioneros de ellos nuestros dos países. Veo la prueba en el impresionante auge económico y social que ha conocido España en el curso de los últimos años y que lo debe al esfuerzo de su pueblo y a la capacidad de quienes dirigen su desarrollo. Permitidme deciros, Señor, que Francia ve en Vuestra Majestad la confirmación de ese renacimiento.
Los efectos se han manifestado ya en nuestros intercambios, que han quintuplicado en diez años y rebasarán, en 1976, doce mil millones de francos. Tercer proveedor de la economía española, Francia es, desde hace poco, su primer cliente.
Esos resultados sólo responden todavía imperfectamente a lo que nuestros dos países han llegado a ser. España es hoy una de las diez primeras potencias industriales del mundo. Las industrias de punta, las técnicas avanzadas, la investigación científica, nos brindan perspectivas que podemos abordar juntos. Bien sea en la energía nuclear, como en aeronáutica, electrónica, Francia se halla dispuesta a desarrollar con España la más amplia cooperación. Y esta es la ocasión de dar, a las relaciones franco-españolas, las nuevas dimensiones del porvenir.
Entre nosotros, las relaciones no podrían limitarse a las cuestiones de interés.
Cada cual sabe con qué atención y a veces con qué pasión, todo lo que en España acontece se sigue en nuestro país. Y sin duda recíprocamente.
Por eso, no os asombrará, Señor, que aproveche la ocasión para deciros con qué esperanzas hemos oído anunciar a Vuestra Majestad, desde su accesión al trono, su voluntad de situar su reinado bajo el signo de la libertad. Renovar las instituciones en conformidad con las necesidades y el espíritu de nuestro tiempo, garantizar a todos los españoles «el ejercicio efectivo de todas las libertades», tales fueron, según palabras que pronunciasteis, los objetivos que habéis propuesto a España y que ella, bajo vuestra égida, en trance de alcanzar.
Deseamos el éxito de esa acción ante todo por España, pero también por todo lo que podemos emprender juntos, en Europa y el mundo.
Por España, ya que es propio de grandes naciones renovarse por sí mismas, en un marco de orden, de justicia y de libertad.
Por nuestra acción común en el mundo, ya que, si se trata de Europa y del Mediterráneo, hay lazos que establecer entre la Hispanidad y el conjunto de los países francófonos, y que si se piensa en la instauración de un nuevo orden económico internacional, la acción conjunta de Francia y de España pueden gravitar, con un gran peso en favor de la paz, de la seguridad y de un mejor entendimiento entre los hombres.
Tal es, Señor, el mensaje de amistad, de confianza y de esperanza que, en nombre de mi país, quiero dirigir a España y a su Rey, al levantar mi copa en honor de Vuestra Majestad, en honor de Su Majestad la Reina Sofía, que nos congratulamos de acoger a vuestro lado, y en honor del pueblo español, al que saludamos en torno vuestro.
27 de octubre de 1976
Señor Presidente:
Muchas gracias por las palabras que acabáis de pronunciar y que hemos escuchado con especial agrado.
Muchas gracias también por vuestra invitación, que ha permitido que nuestra primera visita oficial a un país europeo como Reyes de España sea a esta vecina Francia, con cuya historia, pensamiento y arte se han entrelazado los nuestros en forma continua a lo largo de los siglos, desde los albores de la realidad geográfica y cultural que llamamos Europa.
Quiero esta noche rendir homenaje a vuestro insigne país, señor Presidente, y reiterar al pueblo francés el testimonio, bien conocido, de admiración y respeto del pueblo español.
Creo que está dentro del espíritu y de las costumbres en el diálogo que vos, señor Presidente, y yo mismo tenemos entablado, el hablar sinceramente. Diré por ello que mientras la vecindad, acompañada de la técnica moderna, nos facilita una cooperación cada día más estrecha, el mutuo respeto nos impone obligaciones que debemos cumplir con el mayor cuidado.
Vencidos los obstáculos que la naturaleza opone a una comunicación física entre los dos países, y siendo ésta cada vez mayor, no deben permitirse ahora otros de carácter diferente que perturben o amenacen la paz y el orden de nuestras poblaciones, a través de las fronteras, o que dificulten el libre flujo de personas y bienes sobre nuestros territorios para que tanto Francia como España puedan cumplir la función a que les obliga la geografía del continente.
A partir de estas bases, la cooperación franco-española se presenta con caracteres singulares dentro del marco de las tareas de construcción europea. Desde las raíces comunes de la latinidad hasta las afinidades del gusto y del pensamiento, producto de una civilización compartida secularmente, el parentesco cultural de españoles y franceses prepara el camino para la deseable acción conjunta. Pero es preciso ampliar el conocimiento, tantas veces insuficiente, que los unos tenemos de los otros. Es preciso reforzar la confianza, a veces disminuida, entre nuestros pueblos y entre los directivos de una y otra sociedad, hombres de empresa, políticos e intelectuales. Es preciso considerar con especial simpatía todo proyecto común, por el mismo hecho de serlo; analizarlo sin egoísmo, con sentido profundo de la equidad, y conseguir, con determinación bienintencionada, que lo bueno para uno de los países sea bueno también para el otro. La colaboración franco-española podrá así levantarse como una de las cumbres de la construcción europea, sólida como unos nuevos Pirineos del espíritu, que sean lazo de unión y nunca línea de separación, soporte de empresas cada día más ambiciosas y prometedoras a escala continental.
Señor Presidente,
Como bien sabéis y habéis dicho en ocasión anterior, España es uno de los países fundadores de la historia de Europa. Pertenecemos espiritual, económica y políticamente al ser europeo.
Europa está presente en España desde que se forma nuestra nacionalidad, en los primeros siglos de la Era Cristiana, por la fusión de las poblaciones indígenas básicas con los romanos colonizadores y con los elementos visigóticos. La presencia europea continúa, a todo lo largo de la Edad Media, en las peregrinaciones a Compostela, en la política matrimonial de los Reyes peninsulares, en la acción de la Iglesia y de las Ordenes religiosas, en la proyección mediterránea de la Corona de Aragón.
España estuvo presente en Europa con los Emperadores hispano-romanos y con escritores como Séneca, con la irradiación de nuestra cultura hispano-musulmana, con la doctrina de nuestros teólogos y filósofos del Siglo de Oro, el esplendor de nuestro arte y de nuestros escritores, el peso de nuestros Ejércitos, de nuestros diplomáticos y nuestros políticos en la Edad Moderna, así como en el comercio y las finanzas. Igualmente, el descubrimiento, la colonización y la independencia de América suponen una aportación decisiva de lo español al orden cultural europeo, que hoy llamamos occidental. Nunca renunció España, ni siquiera en medio de las crisis que le trajo la Edad Contemporánea, a llamarse y a ser europea.
En nuestros días, España y Europa se han hecho recíprocamente presentes a través de un millón de españoles que viven y trabajan en otros países del continente. Nos unen económicamente las inversiones europeas en España y las no despreciables de España en países europeos, así como las corrientes de intercambio comercial que traen nuestros productos, cada día más valiosos y complejos, y que llevan a España los productos de la técnica y el trabajo europeo. Nos acercan espiritualmente los muchos millones de turistas que nos visitan, el testimonio punzante y vital de nuestros pintores, de nuestros músicos, de nuestros escritores, y el tráfico incesante —que no conoce fronteras— de las ideas, las actitudes y las creaciones del espíritu.
El pueblo español está dispuesto a renovar, con dignidad y con provecho, su participación en los asuntos europeos y a poner en ello la misma ilusión, el mismo ímpetu y el mismo espíritu creador que animaron a nuestros antepasados. Para ello, España no puede aceptar otro trato que el de igualdad con los demás países de Europa. Sabemos que es mucho lo que España puede y debe aportar a la Europa del futuro, y seremos tan vigilantes en la consecución de nuestros objetivos nacionales como generosos y solidarios en la conducta que nos corresponda adoptar como parte de la acción común.
Señor Presidente,
Vivimos tiempos de cambio y los mejores espíritus intentan encontrar nuevos caminos que permitan superar las crisis del mundo moderno. En el constante afán de creación y búsqueda que caracteriza a los europeos, nuestras sociedades demandan hoy un cuadro institucional que potencie la libertad del hombre, al par que garantice la defensa de los intereses colectivos, la protección y el disfrute de la naturaleza, el imperio de la justicia social y la eficaz seguridad frente al futuro y la adversidad. Conseguir ese equilibrado resultado es el gran empeño de nuestra época, el escalón de progreso que la humanidad tiene hoy derecho a alcanzar.
Pero por muy justas y libres que consigamos hacer a nuestras sociedades nacionales, la verdad es que la Historia se vive hoy a escala universal. España, con una antigua experiencia de acción en el mundo, propugna un nuevo entendimiento y nuevas nociones de justicia y equidad entre las naciones. La paz es un bien indivisible y, dada la complejidad de las relaciones de todo tipo, no es posible hoy el aislamiento más que al precio de la marginación y de un creciente empobrecimiento.
Entre nosotros, franceses y españoles, reunimos tal vez la más antigua experiencia en la relación que liga a dos Estados. Inevitablemente, cuando se trata de vecinos y de pueblos con vocación de protagonistas, esa experiencia está esmaltada de tensiones, pero también lo está de grandes momentos creadores, de respeto y de largos años de amistad y colaboración. Ignorar los problemas que ocasionalmente surgen entre nosotros no sería prudente, y debemos encararlos con franqueza y afán de superación. Pero tampoco sería realista olvidar el peso conjunto que nuestros dos pueblos pueden ejercer en un mundo en el que ambos engendraron naciones, cristianizaron a millones de hombres y mujeres y difundieron una cultura común, dentro de sus propias diferencias.
Pensando en Europa, «aquella nación compuesta de varias», como decía Montesquieu, no es difícil entrever el renovado equilibrio que nuestra acción conjunta puede aportarle, devolviendo al mundo mediterráneo su verdadera dimensión e influencia. No en vano la cuna de nuestra cultura se mece a orillas del Mare Nostrum y la luz de su ambiente y espiritualidad ilumina con potencia inigualada cuanto de grande, bello, humano y libre alienta hoy en nuestro mundo.
Cuentan que el Emperador Carlos V, refiriéndose a vuestro Rey Francisco I, decía: «Mi primo Francisco y yo estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán.» Cerrado el capítulo de las ambiciones territoriales ahora inconcebibles, creo que los Gobiernos de Francia y España pueden hoy llegar a muchos acuerdos completos sobre los más variados temas de su interés común. El entendimiento entre nosotros será siempre un servicio a la comunidad europea y un beneficio para dos grandes pueblos cuya Historia vuelve a fundirse en la hora de las grandes empresas.
Levanto mi copa por este entendimiento y os pido que brindéis conmigo a la salud del Presidente de la República Francesa y de su distinguida esposa, por su prosperidad personal y la de todo el pueblo francés.
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