La nueva Ley Fundamental para la Reforma Política
1. No sé si alguien, al tener este libro entre sus manos, empezará preguntándose por qué un Profesor de Derecho administrativo se ocupa de un tema como el que da título a este trabajo. Pero, por si así ocurriera, parece oportuno recordar que el Derecho administrativo —que es el Derecho del Poder, pero también el Derecho de la libertad— no puede entenderse, ni tiene sentido, si se prescinde del Derecho constitucional, del que es consecuencia o desarrollo. Hasta el punto de que todo lo que en éste se encuentra a escala reducida y como en proyecto está en aquél ampliado, y además desmenuzado y pormenorizado. Las fórmulas muchas veces abstractas, con frecuencia solemnes, del Derecho constitucional son vertidas a «roman paladino» por el Derecho administrativo. Porque si el Derecho constitucional es el Verbo, el Derecho administrativo es la Acción. Si aquél es la Idea, éste es su Concreción.
Bastaría, sin embargo, mi simple condición de ciudadano que ha debido pronunciarse sobre la aceptación o no del nuevo texto en el próximo pasado referéndum nacional, para justificar mi atención a estos problemas. Y aquí pueden recordarse aquellas palabras de Rousseau en el párrafo tercero de su famoso Contrato Social: «Nacido ciudadano de un Estado libre, y miembro del pueblo soberano, cualquiera que sea la débil influencia que pueda tener mi voz en los negocios públicos, el derecho de votar basta para imponerme el deber de instruirme en estos asuntos, dichoso, siempre que medito acerca de los gobiernos, de hallar en mis indagaciones nuevos motivos para amar al de mi país.»
De todas maneras, mi interés por estos temas viene de más atrás, habiéndome ocupado en otras ocasiones, desde revistas especializadas, de algunas de las cuestiones que aquí han de ser tratadas.
2. Una simple ojeada al sumario permitirá al lector formarse una idea bastante exacta del contenido de este libro.
Hay en él, ante todo, un análisis de la nueva Ley Fundamental y de sus antecedentes. De manera que el proyecto del Gobierno, las enmiendas formuladas al mismo, el texto de la ponencia, con su justificación, las intervenciones habidas en el Pleno y el texto definitivamente aprobado por las Cortes son analizados detenidamente, realizando, hasta donde me ha sido posible, una valoración de lo que constituye novedad y de lo que no lo es tanto. Este análisis lo hago en el marco de un esquema doctrinal —más atrayente siempre que el comentario al hilo de la escueta ordenación legal—, y viendo siempre de conectar con el tratamiento que han recibido las diversas cuestiones en nuestros textos constitucionales históricos.
Realizado ese análisis me parecía imprescindible plantearme el problema de la incidencia de la nueva Ley sobre el vigente sistema constitucional. Porque si la Ley para la Reforma Política es, como se ha dicho, una ley puente, necesitamos saber no sólo adonde nos puede llevar sino también adonde nos ha llevado ya.
Y como —contra lo que proponía algún sector— la nueva ley no es una Ley Fundamental transitoria, aunque algunos de sus preceptos tengan ese carácter, es obligado preguntarse en qué medida nuestro sistema se ha convertido ya en democrático constitucional al modo occidental. Conocer esto parece necesario también por ver hasta qué punto debe llegar la reforma de lo que aún queda vigente de las restantes Leyes Fundamentales.
Si las nuevas Cortes han de ser —como pienso— unas Cortes para la convivencia, deben meditar bien lo que les corresponde hacer. Que no es, por supuesto, satisfacer rencores y frustraciones de grupos o personas, sino articular un mecanismo constitucional que haga posible la ordenada y justa convivencia de los españoles. Si para ello es necesario una nueva Constitución, redactada de la cruz a la fecha, hágase. Si basta con añadir algunas modificaciones a las ya realizadas por la nueva Ley Fundamental, no vayamos más allá.
De todas maneras, a mí me parece que hay, por lo menos, una cierta ingenuidad si se piensa que una nueva Constitución puede resolver de la noche a la mañana nuestros problemas.
En todo caso, nuestra clase política debe ser consciente de que, guste o no, con las Leyes Fundamentales vigentes se han alcanzado unos determinados niveles económicos y unas muy estimables cotas de justicia social a los que los españoles «de a pie» no quisiéramos renunciar. No basta, pues, con decir que lo anterior era malo —y a mí no me lo parece tanto— sino que además hay que ofrecer —y realizar— algo mejor. Se trata, pues, de ir hacia adelante, no de destruir porque sí.
Por todo ello, pienso que, como dice Bertrand de Jouvenel casi al comienzo de su importante estudio sobre La Soberanía, «lo que yo diga puede ser de muy poco valor, pero la materia de que hablo es de la mayor importancia».
3. No hay en este libro propósito de defender una determinada ideología política. Tampoco se intenta la defensa de un sistema.
Pero a mí también «me duele España», esa España de que ciertos partidos políticos parecen tener rubor de hablar, como recordaba uno de estos días un periódico madrileño.
Desde mi condición de Profesor numerario de Universidad quiero ver la realidad con objetividad, con desapasionamiento —hasta donde esto es posible en un tema que afecta al futuro de mi Patria—.
Pero creo tener el mínimo de sentido común, ese que no se niega al hombre de la calle, para ver con desconfianza tanta nueva devoción por la democracia.
Hago mías, por eso, las palabras con que una mañana de éstas, Julián Marías abría un artículo suyo que titulaba La democracia como método: «Quisiera que los españoles sintieran verdadero deseo de democracia. Espero muy poco de lo que no brota de esa realidad fontanal que es el deseo. Sólo de él puede nacer una democracia viva, jugosa, creadora, capaz de reconstituir y configurar a nuestro pueblo.» Y añade a renglón seguido, usando del paréntesis para recortar su pensamiento: «Se podría intentar el uso de esta perspectiva para comprender por qué la democracia florece y prospera en unos países y no en otros, por qué en unos echa raíces, mediante las cuales se nutre de la sustancia profunda del país, y en otros se reduce a una planta de maceta, desarraigada y postiza, que el menor viento arrastra en un remolino de polvo y papeles sucios.»
Y también, frente a los que prestan fervoroso culto a los dogmas, formulo mi creencia de que hay que ver en el pasado, próximo o remoto, una experiencia que enriquece y no un modelo que rechazar o que copiar in totum. No sea que tengamos que exclamar muy pronto, como lo hace ahora Giscard d'Estaing: «¡Qué irrisorio ver los talentos de este pueblo, despierto y razonable, atascados en dogmatismos de más de un siglo de antigüedad, y como paralizados por el catecismo de las ideas recibidas! ¡Y qué triste comprobar, en comparación con la gran corriente de la época, que las contiendas electorales que jalonan nuestra vida política se centran a menudo en opiniones anticuadas!»
4. Ignoro, naturalmente, cuál será la acogida que tendrá este libro. Como decía Hobbes —y la cita viene a cuento, pese a que estoy bien lejos de su concepción—, «en un camino amenazado por quienes de una parte luchan por un exceso de libertad y de otra por un exceso de autoridad, resulta difícil pasar indemne entre los dos bandos».
En todo caso, debo dejar constancia de que cuanto aquí se dice en ningún caso y bajo ningún concepto puede considerarse criterio del Organismo que acoge esta publicación.
Por último, deseo expresar mi reconocimiento al Servicio Central de Publicaciones de la Presidencia del Gobierno por el especial cuidado que ha puesto en su edición.
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