La nueva Ley Fundamental para la Reforma Política
«Art. 3. Le principe de toute souveraineté réside essentiellement dans la Nation...» Art. 6. La Loi est l'expression de la volonté générale...»
(Déclaration des Droits de l'Homme et du Citoyen du 26 août 1789.)
«Art. 4. La Loi est l’expression libre et solennelle de la volonté générale...» Art. 25. La souveraineté réside dans le peuple...»
(Constitution du 24 juin 1793. Déclaration des Droits de l'Homme et du Citoyen.)
«Un hecho es cierto y decisivo: que en la fecha de 1789, y a directamente, ya indirectamente a través de varios escritos secundarios que se alimentaban de ellas, las ideas madres del Contrato habían penetrado en la masa de los espíritus cultivados y los habían fecundado, por así decirlo Estas ideas madres eran las referentes a la unidad del Estado, el Todo social casi sagrado; a la soberanía del pueblo: a la Ley, expresión de la voluntad general...»
(J. J. CHEVALIER: Los grandes textos políticos desde Maquiavelo a nuestros días, Ed. Aguilar, Madrid, 1970.)
A) La Ley para la Reforma Política se abre con una solemne proclamación de innegable sabor rousseauniano que, en el último cuarto de siglo XX, nos trae el eco mágico de la voz de los revolucionarios franceses de 1789:
«La democracia, en el Estado español, se basa en la supremacía de la Ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo.»
Hay que reconocer que en las modernas Constituciones europeas es posible encontrar modelos que hubieran mejorado la fórmula de la nueva ley española, despojándola
de su arcaísmo. Así, la Constitución de Bonn —pese a incurrir en el defecto de incorporar todavía la obsoleta doctrina de la división de poderes— ofrece un texto mucho más sobrio, y, sin duda, más exacto (1). Lo mismo ocurre en la nueva Constitución portuguesa (2).
B) Por ello, no puede extrañar que la fórmula, que aparecía ya en el Proyecto, fuera «contestada» por algún procurador, como el señor Meilán que proponía darle una redacción menos retórica e incluso técnicamente más exacta. A tal fin sugería, alternativamente, uno de estos textos sustitutorios (3).
«La soberanía reside en el pueblo y se ejerce a través del referéndum, las elecciones y votaciones, así como a través de los órganos e instituciones del Estado, bajo la supremacía de la Constitución (de la Ley y del Derecho).»
«La democracia, en la organización política del Estado español, se basa en la supremacía de la Ley y del Derecho.»
«El Estado español constituido en Reino tiene una organización política democrática basada en la supremacía de la Constitución (de la Ley y del Derecho).»
C) Es de advertir que en nuestros textos constitucionales históricos las expresiones «pueblo soberano» y «soberanía popular» no suelen utilizarse, lo cual no quiere decir exactamente que no se acepte la teoría de la soberanía popular. Lo cierto es, sin embargo, que en la Constitución de Cádiz se habla de «soberanía nacional» (art. 3.°), aunque el sentido que se quiso dar a esta expresión no esté muy claro (4). En la de 1837 se emplea la misma expresión, sólo que esta vez no ya en el articulado, sino en el Preámbulo. Que la soberanía reside en la Nación se afirma también en la Constitución, no promulgada, de 1856 (artículo 1.°) y en la de 1869 (art. 32). En el Proyecto de Constitución federal de 1873 se dice, en cambio, que la soberanía reside en todos los ciudadanos (art. 42). Por último la Constitución republicana de 1931 la decreta y sanciona «España, en uso de su soberanía y representada por las Cortes Constituyentes», con lo que no se sabe si se quiere aludir a la Nación, al Pueblo o a una simple realidad geográfica (5). En todo caso, lo que están discutiendo los redactores de esos textos es en quién reside el Poder constituyente. Sólo que al socaire de esta discusión va a plantearse otro problema inquietante: el sufragio universal que va ser tema de discusión a lo largo del siglo XIX e incluso bandera de un nuevo partido (6). Y esto viene a indicarnos que los conceptos «Pueblo» y «Nación» no aparecen del todo deslindados.
D) Volviendo al hilo de la cuestión, y a la vista del texto aprobado por las Cortes, se hace preciso determinar su alcance.
Por lo pronto, se nos dice que la Democracia descansa en dos pilares:
a) La soberanía popular.
b) La supremacía de la Ley.
Resulta, pues, que hemos de analizar, en primer lugar, qué sea eso de la soberanía popular, lo que nos obliga a tratar del concepto de la soberanía y a referirnos también a las diversas teorías sobre su titularidad, esto es, las varias soluciones que se han dado al problema de en quién reside la soberanía.
En segundo lugar, debemos ocuparnos de cuánto hay de real o de utópico en esa otra afirmación de la supremacía de la ley que, como vamos a ver, no es sino trasunto de una mitificación de aquélla, cuyos orígenes se remontan —y la cosa es en verdad estupefaciente— a la Ciudad antigua, la de los primitivos griegos y los primitivos romanos, los griegos de las Guerras Troyanas, y los romanos de los tiempos del pío Eneas.
Pero como quiera que esas dos afirmaciones tienen un claro origen rousseauniano, parece conveniente que nos detengamos antes a estudiar esa biblia de los revolucionarios franceses que fue el Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau.
Después de haber intentado muchas veces la lectura de «Del contrato social» y de haber tenido que renunciar una y otra vez a ella, vencido por su enorme dificultad, después de haber conseguido —finalmente— terminar esa lectura, me parece que puedo afirmar que si se quiere empezar a entender a Rousseau es necesario tener presente:
A) Que es un autor particularmente oscuro.
El mismo tiene conciencia de lo difícil que resulta en ocasiones captar su pensamiento, aunque —con poca humildad— más bien parece considerar esta dificultad como imputable a la pobreza del lenguaje o a la necesidad de una mayor atención por parte del lector (7), que a la propia incapacidad de expresarse con la deseable claridad.
Esta oscuridad deriva de la utilización de una terminología original y polisémica, no fácil de asimilar en una primera lectura (8), y en la frecuente recurrencia a un lenguaje de imágenes matemáticas que no siempre consigue la claridad que busca su autor (9).
B) Que es un autor utópico.
Juan Jacobo Rousseau, «ciudadano de Ginebra» —como él mismo se complace en designarse— es un escritor político (10) que, en vísperas casi de la constitución del imperio napoleónico, nos propone un esquema de Gobierno inspirado en el modelo clásico del Estado-ciudad —aunque, como veremos, no correctamente interpretado— intemporal y por lo mismo, utópico (11).
A medida que se agranda el Estado, la libertad disminuye, pues en ese caso no hay más remedio —si se quiere que el gobierno sea bueno— que aumentar la fuerza represiva (12). Pero esto supone creer en que el hombre era libre en la ciudad antigua y esto —lo veremos después— es también una utopía (13).
Y es por esto que se está en lo justo cuando se demanda para Rousseau el tratamiento aséptico que merece un clásico, fuera ya de entusiasmos partidistas y de odios polémicos (14).
C) Que es un autor contradictorio.
O si se prefiere decirlo en forma menos hiriente: que sus ideas pueden —según los casos— utilizarse como credo revolucionario o como evangelio de la reacción (15).
Piénsese, por ejemplo, en la idea —por lo demás muy confusamente expuesta (16)— de la voluntad general que lo mismo se ha invocado por los demócratas que por los dictadores (17), o en su reconocida incapacidad para comprender la democracia indirecta (18), y se comprenderá hasta qué punto no resulta ni mucho menos exagerado ese calificativo de contradictorio con que hace un momento lo hemos designado.
D) Pese a todo, pese a su oscuridad, pese a lo utópico de su planteamiento y a lo contradictorio de sus ideas, es innegable el carácter mítico de su obra (19), y la eficacia real de la misma. De aquí que, no sin razón, se ha podido escribir lo siguiente:
«Un hecho es cierto y decisivo: que en la fecha de 1789, ya directamente, ya indirectamente a través de varios escritos secundarios que se alimentaban de ellas, las ideas madres del Contrato hablan penetrado en la masa de los espíritus cultivados y los habían fecundado, por así decirlo. La guerra de América y el nacimiento de la República americana no pudieron, por otra parte, más que ayudar, por la omnipotencia del hecho, a esta penetración.
Estas ideas madres eran las referentes a la unidad del Estado, el Todo social casi sagrado; a la soberanía del pueblo; a la Ley, expresión de la voluntad general; a la exclusión de todas las «sociedades parciales», cuerpos, asociaciones, partidos; a la sospecha de principio con respecto al ejecutivo; a la dictadura para la salud pública y la religión civil... Ellas debían inspirar ya mucho más de lo que comúnmente se cree a las Constituyentes de 1789, en concurrencia de las ideas de Montesquieu y también de Sieyés. Pero, sobre todo, ellas debían triunfar después de 1792 con la Gironda, y después con la Montaña y Robespierre, sin olvidar la Constitución, jamás aplicada, de 1793, texto sagrado de la democracia jacobina» (20).
E) Por último, es muy probable que contribuyera algo a la creación del mito, el carácter vagamente profético de alguna de sus afirmaciones (21), en cualquier caso nunca comparable al de un Alexis de Tocqueville.
2.2.1 El pacto como legitimador de la organización social.
A) «Pretendo indagar si, en el orden civil puede haber regla alguna de administración legítima y segura, considerando a los hombres tales como son y a las leyes tales como pueden ser. Trataré de hermanar siempre en esta indagación lo que permite el derecho con lo que el interés prescribe, a fin de que la justicia y la utilidad se hallen constantemente de acuerdo». Estas palabras, con las que se abre el «contrato», están poniendo ya de relieve que el propósito del autor es tratar una cuestión de legitimidad (fundamentación teórica) con vistas a obtener un resultado útil (aplicación práctica).
Dos párrafos más abajo, insiste en su idea con estas otras palabras citadas ad nauseam:
«El hombre ha nacido libre, y no obstante está encadenado. Se cree señor de los demás seres, sin dejar de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha realizado este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede legitimarle? Creo que puedo resolver esta cuestión».
B) Para Rousseau, el orden social se configura como «un derecho sagrado que sirve de base a los demás» (22). Este derecho no se funda ni en la naturaleza ni en la fuerza. Su base se encuentra en la convención.
No se funda en la naturaleza porque la única sociedad natural es la familia y en ésta «los hijos no están ligados al padre sino el tiempo que necesitan de él para subsistir; así que cesa esta necesidad, el lazo natural se desata. Los hijos, exentos de la obediencia que deben ai padre, exento éste de los cuidados que debe a los hijos, entran todos igualmente en independencia. Si continúan unidos no es natural, sino voluntariamente, y la familia misma no se sostiene sino por convención.
Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su primera ley es la de velar por su propia conservación; sus primeros cuidados son los que se debe a sí mismo, y, una vez en la edad de la razón, siendo él solo juez de los medios propios a su conservación, viene a ser por esto su propio señor».
Así, pues, todo lo más que puede admitirse, concluye Rousseau es que la familia constituye «el primer modelo de las sociedades políticas; el jefe es la imagen del padre, el pueblo lo es de los hijos, y, habiendo nacido todos igualmente libres, no enajenan su libertad sino en razón de su utilidad. Toda la diferencia estriba en que, en la familia, el amor del padre por sus hijos se ve recompensado por los cuidados que les prodiga, mientras que en el Estado el placer de mandar suple a este amor que el jefe no siente hacia sus súbditos» (23).
El orden social tampoco puede fundarse en la fuerza, porque «el más fuerte nunca lo es bastante para ser siempre el amo si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De aquí el derecho del más fuerte; derecho tomado irónicamente en apariencia, pero realmente establecido en principio (...). La fuerza es un poder físico; no veo qué moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; lo será a lo sumo de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser un deber?» (24).
Y Rousseau concluye así: «Puesto que ningún hombre tiene autoridad sobre sus semejantes, y puesto que la fuerza no produce derecho, quedan las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres» (25)
C) Veamos, cómo nos cuenta Rousseau el nacimiento de esa convención, de ese «acto por el cual un pueblo es un pueblo» y «verdadero fundamento de la sociedad» (26).
«Supongo a los hombres ya en ese punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el estado natural exceden, por su resistencia, a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en este estado. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de modo de vida.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que ya existen, no tienen otro medio para subsistir que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda sobrepujar la resistencia, ponerlas en juego por una sola acción y hacerlas obrar de concierto.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos, pero siendo la tuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos y su conservación, ¿cómo las empeñará sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad puede en tal caso enunciarse en estos términos:
"Hallar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca, sin embargo, más que a si mismo y quede así tan libre como antes." Tal es el problema fundamental de que el Contrato social da la solución.» (27).
Y en efecto:
«Dándose, en fin, cada uno a todos, no se da a nadie en particular, y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede sobre uno mismo, se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar la que se tiene.
Si, pues, se descarta del pacto social lo que no es en él esencial, se verá que se reduce a los siguientes términos: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibe corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo.»
De esta forma queda salvada la primera dificultad, pues el hombre queda «tan libre como antes».
D) Pero hay un segundo obstáculo: compaginar el egoísmo individual con la voluntad general. Porque si ha de prevalecer ésta, ¿cómo se puede decir que el hombre es libre? Y si falta la obediencia, ¿cómo va a poder funcionar el cuerpo social? Pero Rousseau ha previsto la objeción y tiene pronta la respuesta:
«En efecto, cada Individuo puede, en cuanto hombre, tener una voluntad particular, contraria o desemejante a la voluntad general que tiene en cuanto ciudadano. Su interés particular puede hablar en él de distinto modo que el interés común; su existencia absoluta, y naturalmente independiente, puede hacerle considerar lo que debe a la causa común como una contribución gratuita, cuya pérdida será a los demás menos sensible que oneroso el pago para él, y mirando la persona moral que constituye el Estado como un ente de razón, porque no es un hombre, disfrutará de los derechos de ciudadano sin querer llenar los deberes de súbdito: injusticia cuyo progreso ocasionaría la pérdida del cuerpo político.
El pacto social, para que no sea una vana fórmula, encierra tácitamente esta obligación, única que puede dar fuerza a las demás: que aquél que rehúse obedecer a la voluntad general será a ello obligado por todos; lo que no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, porque tal es la condición que, ofreciendo cada ciudadano a la patria, le libra de toda sumisión personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que legitima las relaciones civiles, las cuales sin ellas serían absurdas, tiránicas y expuestas a los mayores abusos» (28).
No resulta muy convincente eso de que cuando se obliga al discrepante a obedecer a la voluntad general se le está «obligando a ser libre». Bertrand Russell dice con ironía que en este pasaje Rousseau «habla como un policía sofístico», y añade que «Hegel, que debía mucho a Rousseau, adoptó su mal uso de la palabra libertad y la definía como el derecho a obedecer a la policía, o algo no muy diferente» (28 bis).
E) He aquí, pues, que el hombre pasa del estado de naturaleza al estado civil, y frente a las ventajas que pierde ha ganado otras más preciosas aún:
«Por más que se prive en este estado de muchas ventajas de la naturaleza, recibe otras muy grandes: sus facultades se ejercitan y desarrollan, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma entera se eleva a tal punto que, si el abuso de esta nueva condición no le degradase a veces por bajo de la que antes tenía, debería bendecir sin cesar el dichoso instante en que la abandonó para siempre y en que de animal estúpido y limitado se convirtió en ser inteligente y en hombre.
Reduzcamos todo esto a términos fáciles de comparar. Lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que le atrae y puede alcanzar; lo que gana es su libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para entender bien estas compensaciones debe distinguirse la libertad natural, que no tiene más límites que las fuerzas individuales de la libertad civil, limitada por la libertad general, y la posesión, efecto únicamente de la fuerza o derecho del primer ocupante, de la propiedad, que sólo puede fundarse en un título positivo.
Se podría, según lo que precede, agregar a lo adquirido con el estado civil la libertad moral, que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo, porque el impulso de los apetitos es la esclavitud, y la obediencia a la Ley que uno mismo se prescribe es la libertad» (29).
A) El pueblo constituido como cuerpo político es «el soberano», en expresión de Rousseau («el pueblo soberano» va a ser pronto una frase usual en la jerga revolucionaria), es el pueblo decretando como cuerpo la voluntad general, a través de la ley.
Ocurre, sin embargo, que pese a ser un concepto clave en su construcción, Rousseau no nos dice claramente en qué consiste esta voluntad general.
Desde luego, «voluntad general» no es voluntad unánime: «Para que una voluntad sea general no es siempre necesario que sea unánime, pero es necesario contar con todos los votos. Toda exclusión formal rompe la generalidad» (libro II cap. II, por nota). Esto parece querer decir que la abstención no está permitida, que han de votar todos, que la discrepancia ha de expresarse formalmente.
Por otra parte, «voluntad general» no es voluntad de todos: «Suele haber mucha diferencia entre voluntad de todos y voluntad general: ésta atiende sólo al interés común, la otra mira al interés privado, y no es sino una suma de voluntades particulares; pero quitad de estas mismas voluntades los más y los menos que se anulan entre sí, y quedará para suma de las diferencias la voluntad general» (libro II, cap. III).
Para entender esto —hasta donde es posible— resulta útil recurrir al símil de la fuerza de la gravedad, como hace Bertrand Rusell. Si imaginamos que la Tierra es la Comunidad, la fuerza de la gravedad, que es la resultante de anularse las restantes fuerzas que nos impelen hacia arriba y hacia abajo, sería la voluntad general. Porque en el interés de cada individuo hay dos partes: una que es peculiar de cada uno de ellos y otra que es común a todos los miembros de la comunidad. Los intereses individuales, al ser divergentes, se anulan unos a otros, y así «quedará una resultante que representará su interés común; esta resultante es la voluntad general» (29 bis).
2.2.3 El poder político o soberanía
Pasa ahora Rousseau a hablarnos de la soberanía, que no es «sino el ejercicio de la voluntad general» (libro II, capítulo I), o, dicho con otras palabras, «un poder absoluto» sobre los miembros del cuerpo político «dirigido por la voluntad general» (libro II, cap. IV).
Este poder es, por lo pronto, inalienable.
Esta nota va a revelarnos un Rousseau incapaz de comprender la democracia indirecta, pensando siempre en el minúsculo Estado-ciudad, regodeándose —diríamos parodiando la conocida frase joseantoniana— con una interpretación gruesa del pasado.
«Afirmo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse, y que el soberano, que es un ser colectivo, no puede representarse sino por sí mismo, pudiendo el poder transmitirse, pero no la voluntad.
En efecto, si no es imposible que una voluntad particular concierte, en algún punto, con la voluntad general, es imposible, al menos, que este concierto sea duradero y constante; porque la voluntad particular tiende, por su naturaleza, a las preferencias y la voluntad general a la igualdad. Es más imposible aún lograr una garantía de esta conformidad, aun cuando debería existir siempre; no sería un efecto del arte, sino de la casualidad. El soberano puede decir: "Quiero actualmente lo que quiere tal hombre, al menos, lo que dice querer"; pero no puede decir: "Lo que este hombre quiera mañana, yo también lo querré", puesto que es absurdo que la voluntad se imponga cadenas para el porvenir y puesto que no depende de ninguna voluntad consentir en nada contrario al bien del ser que quiere. Si el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto, pierde su cualidad de pueblo; desde el momento en que tiene un amo, ya no hay soberano y el cuerpo político queda destruido.» (30).
Por la misma razón que la soberanía es inalienable es indivisible, porque la voluntad es o no general: es la de todo el pueblo o la de una parte. En el primer caso, esta voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley; en el segundo, es tan sólo una voluntad particular, un acto de magistratura o a lo más un decreto» (31).
El pueblo puede ser engañado, pero la voluntad general es infalible.
«Se sigue de lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública, pero no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Quiere siempre su bien, pero no siempre le ve; jamás se corrompe al pueblo, pero con frecuencia se le engaña: entonces solamente parece querer su mal» (32).
Sin embargo, para que la voluntad general pueda ser así, es necesario evitar los partidos, los grupos, las asociaciones. El tono de Rousseau se hace aquí hasta despectivo:
«Pero cuando se forman pandillas y asociaciones parciales a expensas de la total, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general respecto de sus miembros y particular respecto del Estado; puede entonces decirse que no hay ya tantos votantes como hombres, sino como asociaciones ... Importa, pues, para mantener el enunciado de la voluntad general que no haya sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano no opine sino por si mismo» (33).
La soberanía es, por último, absoluta:
«Si el Estado es una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de su propia conservación, requiere una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer cada parte de la manera más conveniente al todo. Como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y este poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva, como he dicho, el nombre de soberanía» (34).
«Sobre las ruinas del absolutismo monárquico —concluye Chevalier—, condenado en espíritu, Rousseau quiso elegir, acordándose de Ginebra, una soberanía sin peligro para los gobernados, y, sin embargo, tan augusta, tan majestuosa y exigente como la soberanía de uno solo, según Bodino, Hobbes y Bossuet, soberanía del pueblo, es decir, de los ciudadanos en corporación; soberanía completamente abstracta, en sustitución de la soberanía concreta de un Luis XIV, usurpada de la de Dios. Soberanía que opone a el Estado soy yo, del monarca absoluto, el Estado somos nosotros, de los gobernados tomados como cuerpo» (35).
2.2.4 La ley, el legislador y el pueblo (destinatario).
A) La ley es general, subjetiva y objetivamente considerada. Subjetivamente porque procede de la voluntad general, objetivamente porque recae sobre un objeto general. En un lenguaje casi cabalístico —no se olvide su afición a las imágenes matemáticas— expresa Rousseau estas ideas en los siguientes términos (36):
«Ya he dicho que no existe voluntad general sobre un objeto particular. En efecto, este objeto particular está en el Estado o fuera de él. Si está fuera del Estado, una voluntad que le sea extraña no será general con respecto a él, y si este objeto está en el Estado, forma parte del mismo; entonces hay entre el todo y la parte una relación que hace de ellos dos seres separados, de los cuales la parte es uno y el otro el todo, menos esta parte misma. Pero el todo menos una parte no es el todo, y mientras esto subsiste no es un todo, sino dos partes desiguales: de donde se sigue que la voluntad de una no es general tampoco respecto de la otra.
Pero cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, no se considera sino a sí mismo, y si entonces hay relación es entre el objeto entero desde un punto de vista y el objeto entero desde otro punto de vista, sin división alguna del todo. Entonces la materia estatuida es general, como la voluntad que estatuye. Este acto es el que llamo ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos en conjunto y a los actos como abstractos; jamás a un hombre como individuo ni a un acto particular. Así puede bien la ley estatuir que habrá privilegios, pero no puede nombrar al privilegiado, puede clasificar los ciudadanos y aun asignar las cualidades que darán derecho a estas clases, pero no puede nombrar a los que en ellas han de ser admitidos; puede establecerse un gobierno real y una sucesión hereditaria, pero no puede elegir un rey ni nombrar una familia real; en una palabra, toda función que se refiera a un objeto individual no corresponde al poder legislativo.»
Y un poco más abajo concluye (37):
«Se ve además que reuniendo la ley la universalidad de la voluntad y del objeto, lo que un hombre, cualquiera que éste sea, ordena por sí, no es una ley; lo que ordena el soberano sobre un objeto particular tampoco es una ley, sino un decreto, ni un acto de soberanía, sino de magistratura.
Ahora bien, antes de seguir adelante, conviene recoger una advertencia que Rousseau —no excesivamente ordenado en su exposición, a pesar de su preocupación por la claridad— hace unos cuantos capítulos después (38). Es ésta: Rousseau se ocupa únicamente de las leyes políticas, o sea, aquellas que regulan la relación «del todo al todo o del soberano al Estado» (39). Estas leyes políticas «se llaman también fundamentales, no sin razón, si estas leyes son sabias; porque si en cada Estado no hay más que una buena manera de ordenarlo, el pueblo que la ha hallado debe atenerse a ella; pero si el orden establecido es malo, ¿por qué llamar fundamentales a las leyes que le impiden ser bueno?» (40).
B) Pero ¿quién hará las leyes? ¿a quién corresponde la suprema tarea de alumbrar la «fórmula santa» en que la ley consiste (41). Aquí Rousseau se nos muestra, en principio, consecuente: «El pueblo sometido a las leyes debe ser su autor» porque «sólo a los asociados corresponde reglamentar la sociedad» (42).
Pero a renglón seguido empieza a encontrar dificultades a esa solución que parece la ideal y que es, desde luego, la única lógica dentro de su construcción:
«Pero, ¿cómo la reglamentarán? ¿Por un acuerdo común, por una súbita inspiración? ¿Tiene un órgano el cuerpo político para enunciar su voluntad? ¿Quién le dará la previsión necesaria para dar forma a sus actos y publicarlos de antemano? ¿O cómo los pronunciará en el momento preciso? ¿Cómo una ciega multitud que con frecuencia ignora lo que quiere, porque raramente sabe lo que es bueno, llevará a cabo por sí misma una empresa tan grande y tan difícil como lo es un sistema de legislación? El pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre sabe verle; la voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es claro. Preciso es hacer ver al pueblo los objetos tales como son y algunas veces tales como deben aparecerle, enseñarle el buen camino que busca, protegerle contra la seducción de las voluntades particulares, aproximar a sus ojos los lugares y los tiempos, comparar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de males lejanos y ocultos. Los particulares ven el bien que rechazan; el pueblo quiere el que no ve. Todos necesitan igualmente de guías; preciso es obligar a unos a conformar su voluntad con su razón; preciso es, asimismo, enseñar al pueblo a conocer lo que desea. Entonces, de las públicas luces resulta la unión del entendimiento y de la voluntad en el cuerpo social; de aquí el exacto concurso de las partes y, por fin, la mayor fuerza del todo. Ved, pues, de dónde nace la necesidad de un legislador.»
Rousseau acaba, pues, de hacer ante los ojos del espectador una finta dialéctica que parece que hay que entender así: la ley —o mejor aún, la ley política— es, sí, obra de todos, obra de la voluntad general, pero esa voluntad general ha de encontrar un intérprete, un descubridor, un hombre genial que sepa ver qué es lo que, siendo bueno para todos, todos quieren; ese hombre es el legislador.
Para Rousseau, el legislador, o si se quiere, el legislador político, ha de reunir cualidades verdaderamente excepcionales:
a) Porque su tarea es en sí misma divina: «Para descubrir las mejores reglas de sociedad que convienen a las naciones se necesitaría una inteligencia superior que conociera todas las pasiones humanas y que no experimentase ninguna; que no tuviese relación alguna con nuestra naturaleza y que la conociese a fondo, cuya dicha fuese independiente de nosotros y que, sin embargo, accediera a ocuparse de la nuestra; por último, que en el transcurso de los tiempos, contentándose con una gloria lejana, pudiese trabajar en un siglo para gozar de su obra en el otro. Serían precisos dioses para legislar a los hombres» (43).
b) Porque, por la misma razón, considera que es más difícil encontrar un buen legislador que un buen príncipe: «... pero si es cierto que un gran príncipe es muy raro, ¿qué no será un gran legislador? El primero no tiene más que seguir el modelo que el segundo debe proponer; éste es el mecánico que inventa la máquina, aquél sólo es el obrero que monta y la hace funcionar».
c) Porque ha de tener una capacidad sobrehumana: «El que intenta la institución de un pueblo debe sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana; de transformar a cada individuo, que, por sí mismo, es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual este individuo recibe de algún modo su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para fortalecer; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que hemos recibido todos de la naturaleza. Es preciso, en una palabra, que quite al hombre sus fuerzas propias para darle otras extrañas a él y de las cuales no puede usar sin el auxilio del prójimo. Cuanto más muertas y anuladas estén las fuerzas naturales, tanto mayores y duraderas son las adquiridas y tanto más sólida y perfecta es la institución, de suerte que si cada ciudadano nada es por sí y nada puede sino con todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, puede decirse que la legislación se halla en el más alto grado de perfección que cabe esperar».
Ahora bien, si ya es difícil encontrar un hombre de estas características, casi un semidiós, hete aquí que Rousseau complica más la cuestión hasta casi hacerla imposible, porque «si el que manda en los hombres no debe mandar en las leyes, aquel que manda en las leyes tampoco debe mandar en los hombres». Si fuera de otra forma, las leyes vendrían a ser «ministros de sus pasiones» —¿pero no es el legislador un hombre sin pasiones?— y «no harían generalmente más que perpetuar sus injusticias y nunca podría evitar que opiniones particulares alterasen la santidad de su obra». «Así, se hallan a la vez en la obra de la legislación dos cosas que parecen incompatibles: una empresa por encima de las fuerzas humanas y, para ejecutarla, una autoridad que no es nada.»
¿Cómo resolver el problema? Y Rousseau, en el paroxismo místico de la divinización de la tarea legislativa parece creer que sólo una intervención divina puede designar al hombre-legislador, a ese verdadero hombre-salvador. O quizá mejor, lo que nuestro autor quiere decirnos es que el legislador ha de creerse a sí mismo un iluminado, un portavoz de la divinidad, y esta creencia interior hará que el pueblo lo vea también así:
«Así, pues, no pudiendo emplear el legislador la fuerza ni la persuasión, es necesario que recurra a una autoridad de otro orden que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.
Ved lo que obligó en todos los tiempos a los padres de las naciones a recurrir a la intervención del cielo y a honrar a los dioses atribuyéndoles su propia sabiduría, a fin de que los pueblos, sometidos a las leyes del Estado como a las de la naturaleza y reconociendo el mismo poder en la formación del hombre y en la de la ciudad, obedezcan libres y soporten dóciles el yugo de la felicidad pública.
Por esta razón sublime, que no está al alcance de los hombres vulgares, pone el legislador las decisiones en boca de los seres inmortales para arrastrar por la autoridad divina a los que no podría conmover la prudencia humana. Pero no es propio de todo hombre hacer hablar a los dioses ni ser creído cuando se anuncia como intérprete suyo. La grandeza de alma del legislador es el verdadero milagro que debe demostrar su misión. Todo hombre puede grabar tablas o piedras, o comprar a un oráculo, o fingir un secreto comercio con alguna divinidad, o adiestrar un pájaro que le hable al oído, o hallar otros groseros medios de imponerse al pueblo. El que no sepa hacer más que esto podrá llegar a reunir tal vez una cuadrilla de insensatos, pero jamás fundará un imperio, y su extravagante obra perecerá pronto con él. Los vanos prestigios fundan un vínculo pasajero; sólo la sabiduría puede hacerlo durable. La ley judaica, que siempre subsiste, la del hijo de Ismael que, desde hace diez siglos, rige la mitad del mundo, revelan aún hoy a los grandes hombres que las dictaron, y en tanto que la orgullosa filosofía o el ciego espíritu de escuela no ve en ellos sino impostores con suerte, el verdadero político admira en su obra ese genio grande y poderoso que preside las instituciones verdaderas.»
C) «A modo del arquitecto que, antes de construir, sondea y examina el suelo para ver si puede sostener el peso necesario, el sabio legislador no comienza por dictar leyes buenas en sí mismas, si no que antes examina si el pueblo a que están destinadas es apto para soportarlas.» Con estas palabras comienza el capítulo VIII del libro II.
No basta que la ley sea buena, es necesario que el pueblo sea apto para soportarla. Es decir, que tiene que existir una completa ecuación entre la ley que se da y el pueblo para el que se da. Una ley buena para un pueblo puede no serlo para otro.
«Los rusos —dice Rousseau— no estarán jamás verdaderamente reglamentados por haberlo sido demasiado pronto. Pedro I tenía el genio imitativo, pero carecía del verdadero genio que lo hace todo de nada... Pretendió, desde luego, hacer alemanes e ingleses, cuando era preciso comenzar por hacer rusos.»
Rousseau, político utópico, ya lo hemos dicho, obsesionado por el ejemplo de la ciudad antigua, y con visión doméstica que contrasta con los altos vuelos de su pensamiento en otros aspectos, sostiene la tesis de que en general, un pequeño Estado es proporcionalmente más fuerte que uno grande:
«Mil razones demuestran esta máxima. Primero, la administración es más penosa en las grandes distancias, como un fardo se hace más pesado en el extremo de una palanca. Se hace más onerosa a medida que los grados se multiplican, porque entonces cada ciudadano tiene, desde luego, la suya, que el pueblo paga: la suya cada distrito, pagada también por el pueblo; luego, cada provincia, después los grandes gobiernos: las satrapías, los virreinatos, etc., que es preciso sostener a expensas del desdichado pueblo; viene por último la administración suprema, que todo lo aplasta. Tantas cargas agobian a los súbditos que, lejos de ser mejor gobernados por estos diferentes órdenes, lo son peor que si hubiese uno solo. Apenas quedan recursos para casos extraordinarios, y cuando se echa mano de ellos el Estado está ya a las puertas de la ruina» (44).
Y poco más adelante añade:
«Las mismas leyes no pueden convenir a tan diversas provincias, que tienen costumbres diferentes, que viven bajo opuestos climas y que no pueden sufrir idéntica forma de gobierno. Leyes distintas entre sí no engendran sino confusión en los pueblos que, viviendo con los mismos jefes y en una comunicación continua, se mezclan, contraen matrimonio unos con otros y, practicando otras costumbres, ignoran qué leyes son propiamente suyas. Los talentos permanecen ocultos, las virtudes ignoradas, los vicios impunes en esta multitud de hombres, desconocidos los unos a los otros, que la sede de la administración suprema reúne en un mismo lugar. Los jefes, agobiados por los negocios, nada ven por sí mismos, y los subalternos gobiernan el Estado. Las medidas, en fin, que deben tomarse para mantener la autoridad general a la cual tantos empleados distantes pretenden sustraerse, cuando no imponerse, absorben todas las preocupaciones públicas, sin que quede alguna que consagrar al bienestar general ni a la defensa, en caso necesario; y de este modo, un cuerpo, grande por su constitución, vacila y cae derrumbado por su propio peso.»
Y, por último, concluye:
«Por lo demás, se han visto Estados de tal modo constituidos que la necesidad de las conquistas entraba en su misma constitución, y que para mantenerse necesitaban ensancharse sin cesar. Acaso se alegraban en demasía de esta venturosa necesidad que, sin embargo, les enseñaba, con el término de su engrandecimiento, el momento inevitable de su caída.»
¿Qué pueblo es propio para la legislación?, se pregunta Rousseau, y contesta. «Aquel que, hallándose ya ligado por alguna originaria unión, de interés o de convención, no ha soportado aún el verdadero yugo de las leyes; aquel que no tiene costumbres ni supersticiones muy arraigadas; aquel que no tiene una invasión súbita; que, sin entrar en las querellas de sus vecinos, puede resistir sólo a cada uno de ellos o ayudarse de uno para rechazar a otro; aquel que cada uno de cuyos miembros puede ser conocido por todos, y en que no se obliga a un hombre a llevar un fardo que no puede cargar; aquel que puede pasarse sin los otros pueblos, y todos éstos pueden pasarse sin él; aquel, en fin, que reúne la consistencia de un pueblo viejo con la docilidad de un joven. Lo que hace penosa la obra de la legislación no es tanto lo que hay que establecer como lo que hay que destruir, y lo que hace tan raro el éxito es la imposibilidad de hallar la simplicidad de la naturaleza unida a las necesidades de la sociedad. Todas estas condiciones, en efecto, se hallan difícilmente reunidas; por eso hay tan pocos Estados bien constituidos».
2.3.1 Poder ejecutivo «versus» poder legislativo.
A) Una vez establecido el poder legislativo se hace necesario establecer el poder ejecutivo.
«Hemos visto que el poder legislativo corresponde y debe corresponder sólo al pueblo. Se comprende, por los principios antes establecidos, que, por el contrario, el poder ejecutivo no puede ser propio de la generalidad como legisladora o soberana, porque este poder consiste en actos particulares que no son propios de la ley y, por tanto, del soberano, todos cuyos actos son leyes.
Es, pues, necesario a la fuerza pública un agente propio que la reúna y la aplique según las direcciones de la voluntad general; que comunique al Estado con el soberano; que haga en algún modo en la persona pública lo que hace en el hombre la unión del alma con el cuerpo... Ved cuál es, en el Estado, la razón del gobierno, mal confundido con el soberano, de que es sólo ministro» (45).
En estos párrafos quedan resumidos los rasgos esenciales del poder ejecutivo —intermediación, servicialidad— sobre los que luego va a insistir machaconamente el autor.
Legislativo y ejecutivo han de estar naturalmente separados, del mismo modo que lo están la voluntad que quiere y la fuerza que actúa ese querer, del mismo modo que lo están el corazón que quiere y el cerebro que actúa ese querer. Porque el poder legislativo es la voluntad misma, el corazón del Estado; el poder ejecutivo, en cambio, es la fuerza, el cerebro del Estado:
«Toda acción libre tiene dos causas que concurren a producirla: una moral, a saber, la voluntad que determina el acto; otra física, a saber, el poder que lo ejecuta. Cuando voy hacia un objeto es preciso primeramente que yo quiera ir, y en segundo lugar que los pies me lleven. Si un paralítico quiere correr y un hombre ágil no, ambos quedarán inmóviles. El cuerpo político tiene los mismos motivos: se distingue en él la fuerza y la voluntad; ésta bajo el nombre de poder legislativo, aquélla bajo el de poder ejecutivo. Nada se hace o no debe hacerse sin su concurso» (46).
«El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazón del Estado; el ejecutivo es su cerebro, que da movimiento a todas las partes. El cerebro puede paralizarse y vivir, no obstante, el individuo. Un hombre queda imbécil y vive; pero tan pronto como el corazón cesa en sus funciones, muere» (47).
El poder ejecutivo no nace de un contrato, sino de una ley. No hay más contrato que el pacto social:
«Muchos han pretendido que el acto de este establecimiento era un contrato entre el pueblo y los jefes que elige, por el cual se estipulaban entre las dos partes las condiciones, mediante las cuales uno se obliga a mandar y otro a obedecer. Convengamos en que es ésta singular manera de contratar. Pero veamos antes si esta opinión es sostenible.
Primeramente, la autoridad suprema no puede modificarse ni enajenarse; limitarla es destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se dé un superior; obligarse a obedecer a un amo es como entregarse en plena libertad.
Además, es evidente que el contrato del pueblo con determinadas personas sería un acto particular, por lo que no podría ser una ley ni un acto de soberanía y, por consiguiente, sería ilegítimo» (48).
En realidad, en la institución del gobierno o poder ejecutivo hay que distinguir dos momentos: el establecimiento de la ley y su ejecución:
«Por el primero el soberano estatuye que se establece un cuerpo de gobierno con tal o cual forma; este acto es una ley.
Por el segundo, el pueblo nombra los jefes encargados del gobierno establecido. Siendo este nombramiento un acto particular, no es otra ley, sino una consecuencia de la primera y una función del gobierno» (49).
2.3.2 Carácter servicial del poder ejecutivo.
El ejecutivo —ya ha quedado anticipado— es un cuerpo intermedio entre el pueblo soberano y los súbditos que tiene encargada la ejecución de las leyes y el mantenimiento de la libertad. De aquí su carácter servicial, de aquí que los miembros del gobierno sean simples empleados del pueblo:
«¿Qué es, pues, gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia; encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, así civil como política.
Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe. Así, los que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete a los jefes no es un contrato, tienen mucha razón en afirmarlo. Es tan sólo una comisión, un cargo, por el cual simples empleados del soberano ejercen en su nombre el poder de que les hace depositarios, y que él puede limitar, modificar y reivindicar cuando le plazca, siendo como es la enajenación de tal derecho incompatible con la naturaleza del cuerpo social y contraria al fin de la asociación.
Llamo, pues, gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo del poder ejecutivo» (50).
Y un poco más adelante insiste:
«De estas aclaraciones resulta, en confirmación del capítulo XVI, que el acto que instituye el gobierno no es un contrato, sino una ley; que los depositarios del poder ejecutivo no son amos del pueblo, sino sus empleados; que puede nombrarlos y destituirlos cuando le plazca; que no les corresponde contratar, sino obedecer, y que, encargándose de las funciones que el Estado les confía no hacen más que cumplir su deber de ciudadanos, sin tener derecho a discutir las condiciones» (51).
2.3.3 Desconfianza hacia el poder ejecutivo.
A) Hay en Rousseau una desconfianza radical hacia el ejecutivo. Cosa, por otra parte, perfectamente explicable si se piensa que su atención «estaba vivamente solicitada, sobre este punto, por los complicados altercados que oponían en Ginebra, el soberano o consejo general, compuesto de la totalidad de los ciudadanos, y al pequeño consejo, cuerpo restringido de magistrados ejecutores, siempre impulsados a usurpar al soberano» (52). El gobierno para él tiende siempre —por un vicio esencial suyo— a ir contra la soberanía:
«Como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así el gobierno hace un esfuerzo continuo contra la soberanía. Cuanto más aumenta este esfuerzo, más se altera la constitución, y como no hay otra voluntad corporativa que, resistiendo a la del príncipe, se equilibre con ella, sucede pronto o tarde que el príncipe oprime por fin al soberano y rompe el lazo social. Este es el vicio inherente e inevitable que desde el nacimiento del cuerpo político tiende sin tregua a destruirle, así como la vejez y la muerte destruyen por fin el cuerpo humano» (53).
B) Cuando el gobierno se corrompe puede ser sustituido. El (pueblo) soberano que lo designó no está obligado a mantenerle puesto que no hay un contrato entre él y el gobierno.
Las asambleas periódicas pueden impedir que el gobierno usurpe la soberanía. Por eso:
«La apertura de las asambleas que tienen por objeto el mantenimiento del pacto social debe siempre hacerse por dos proposiciones, que no se puedan nunca suprimir y que se voten por separado. Primera: si conviene al soberano conservar la forma de gobierno: segunda, si conviene al pueblo dejar la administración a los que actualmente están encargados de ella.»
Y a renglón seguido añade:
«... que no hay en el Estado ley alguna fundamental que no se pueda revocar, incluso el pacto social, porque si todos los ciudadanos se reuniesen para romper este pacto de común acuerdo, no puede dudarse que seria legítimamente roto» (54).
2.4.1 Religión y orden político.
El penúltimo capítulo de su obra —el VIII del libro IV— lo dedica Rousseau al tema de la religión como base de la organización política. «No se fundó jamás un Estado —nos dice— sin que la religión le sirviera de base.» ¿Pero qué religión es la que más adecuadamente puede servir a esta finalidad? ¿O acaso cualquiera religión sería buena a estos efectos?
Rousseau encuentra históricamente tres tipos de religiones que desde el plano político en que él se sitúa son rechazables: la del hombre, la del ciudadano y la del sacerdote. En lugar de ellas propone una religión nueva a la que llama civil.
a) La religión del hombre es una religión «sin templos, sin altares, sin ritos, limitada al culto puramente interior del ser supremo y a los deberes eternos de la moral, es la pura y simple religión del Evangelio». Es, sí, una «religión santa, sublime, verdadera», en la que «los hombres, hijos del mismo Dios, se reconocen todos hermanos». Pero considerada políticamente es rechazable, porque «lejos de atar los corazones de los ciudadanos al Estado los desata, como hace con las demás cosas de la tierra». Es, por ello, antisocial. El autor es rotundo en este punto: «No conozco nada más contrario al espíritu social». En realidad, ni siquiera se puede hablar correctamente de una república cristiana, pues «cada una de estas palabras excluye a la otra. El cristianismo no predica sino servidumbre y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía para que ésta no se aproveche siempre de él. Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos; lo saben y no se alteran; esta corta vida tiene poco valor a sus ojos».
b) La religión del ciudadano es la de la ciudad antigua: «Inscrita en un solo país, le da sus dioses, sus patronos propios y tutelares; tiene sus dogmas, sus ritos, su culto externo prescrito por las leyes; fuera de la nación que la sigue, todo es para ella infiel, extraño, bárbaro, no concibe los deberes y derechos de los hombres más allá de sus altares». Si no fuera porque se basa en el error y por su intolerancia, podría tal vez aceptarse «en cuanto reúne el culto divino y el amor de las leyes y, haciendo de la patria un objeto de adoración para los ciudadanos, les enseña a servir al Estado sirviendo al dios tutelar». Su defecto mayor es la intolerancia, «no respira sino muerte y exterminio, y cree realizar una acción santa matando a todo aquel que no admita sus dioses», y esto «coloca a un pueblo en un estado natural de guerra con todos los demás, muy dañoso a su propia seguridad». Por lo demás, fomenta la mentira, el error y la superstición.
c) La religión del sacerdote es la del cristianismo romano (y la de los lamas y la de los japoneses). «Dando a los hombres dos legislaciones, dos jefes, dos patrias, les somete a deberes contradictorios y les impide ser a la vez devotos y ciudadanos.» Rousseau la rechaza, por el confusionismo que origina, en primer lugar: «...de este doble poder ha resultado un perpetuo conflicto de jurisdicción que ha hecho imposible toda buena policía en los Estados cristianos, sin que pueda nunca llegarse a saber a quién, al señor o al sacerdote, está uno obligado a obedecer». En segundo término, la repudia por su intolerancia: «Allí donde se admite la intolerancia teológica es imposible que no tenga algún efecto civil, y tan pronto como se presenta, el soberano no es ya soberano, ni siquiera en lo temporal; desde el momento en que los sacerdotes son los verdaderos amos, los reyes no son más que empleados suyos». No puede, sin embargo, el ginebrino reprimir su admiración por esa obra maestra en política que es la comunión sacerdotal por encima de las fronteras. Y, por nota, dice: «Todos los sacerdotes de una misma comunión, aunque sean de todos los confines del mundo, son ciudadanos. Esta invención es una obra maestra en política. Nada había semejante entre los sacerdotes paganos; por eso no formaron nunca un cuerpo clerical».
2.4.2 Los dogmas de la religión civil.
Rechazados los tres tipos de religiones antedichos, se impone la búsqueda de uno que los sustituya, eliminando sus inconvenientes y realzando sus ventajas, porque «importa mucho al Estado que todo ciudadano tenga una religión que le impulse a amar sus deberes». Rousseau propone una religión civil, esto es, una religión cuyos dogmas «no interesan ni al Estado ni a sus miembros, sino en cuanto sus dogmas se refieren a la moral y a los deberes que el que profesa está obligado a cumplir respecto de los demás. Cada cual puede tener, además, las opiniones que le plazcan, sin que al soberano le incumba conocerlas, porque, como no tiene competencia en el otro mundo, sea cualquiera la suerte de los súbditos en la vida futura, no es cuestión suya, siempre que sean buenos ciudadanos en ésta».
Los dogmas de esta religión civil —entendidos más bien «como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel»— son muy pocos y precisos: «La existencia de la Divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y misericordiosa; la vida futura, el bienestar de los justos, el castigo de los malvados, la santidad del contrato social y de las leyes...» (54 bis).
3.1.1 Triple acepción de la voz «soberanía»
Calificar al pueblo de «soberano» implica —al margen de sus connotaciones puramente emocionales o simplemente retóricas— la atribución al mismo de la dominación y disposición de un específico contenido conceptual, la «soberanía», cuya delimitación tropieza con no pocas dificultades. Porque es el caso que, como vamos a ver inmediatamente, cuando se habla de soberanía podemos entender hasta tres cosas distintas, siquiera estén íntimamente relacionadas.
AI respecto, conviene recordar que el concepto de soberanía se ha formado bajo el imperio de causas históricas, y no tiene sino un valor histórico y relativo (55).
Nace en la Edad Media como un arma forjada por la realeza para luchar con el emperador, con el papa y con los señores feudales. En este clima de beligerancia la soberanía designa una cualidad, cierta forma de ser, cierto grado de potestad. Una potestad que es suprema y absoluta en el doble sentido de que, por una parte, desde el punto de vista internacional, se halla exenta de subordinación a una potestad extranjera, y de otra parte, desde el punto de vista interno, se eleva por encima de toda otra potestad dentro del Estado.
Así entendido, el concepto de soberanía tiene un significado puramente negativo.
La soberanía se nos aparece como la negación de esa dependencia respecto del emperador o el papa (independencia en lo exterior) y respecto de los señores feudales (independencia en lo interior).
Mientras la potestad estatal tiene un contenido positivo, consiste en unos poderes efectivos, la soberanía expresa únicamente una idea de negación frente a algo. Una potestad es soberana, no en cuanto tiene un determinado contenido, sino en cuanto no depende de otra.
Y de aquí que la soberanía no se confunda con la potestad a la que califica, pues sólo es un carácter, una nota de ésta.
Pero este sentido histórico originario va a oscurecerse muy pronto, sustituyéndose por un segundo concepto totalmente diferente, según el cual la soberanía no es ya únicamente una cualidad de la potestad estatal, sino que se identifica con esta misma potestad.
De esta forma, al designar la potestad estatal por su cualidad esencial, se llega a confundir esta potestad con uno de sus caracteres.
Bodino, antes que ninguno, en sus Seis libros sobre la República, incurre en esta confusión, pues enumera como «verdaderos atributos de soberanía» una serie de poderes (dar leyes, declarar la guerra o negociar la paz, instituir los oficiales principales, el derecho de última instancia, el derecho de amonedar, el de la medida y los pesos, y el derecho de gravar a los súbditos con contribuciones e impuestos, o de eximir de ellos a algunos), que, propiamente hablando, no integran la soberanía —que expresa una idea puramente negativa de no dependencia—, sino que son partes integrantes de la potestad estatal (56).
Finalmente, se da un paso más ai confundir la soberanía del Estado con la soberanía del monarca.
Como quiera que esa lucha por conseguir la independencia del Estado en lo exterior y en lo interior se llevó a cabo por el rey y precisamente con la finalidad de asegurar su supremacía personal, no puede sorprender que el rey mismo se convierta en soberano.
Combinando este concepto de la soberanía personal del monarca con el primer concepto —summa potestas—, resulta que el rey soberano es el órgano más alto del Estado.
La soberanía resulta así una cualidad personal en virtud de la cual el rey posee la más alta potestad en el Estado. Esta soberanía personal del príncipe no le viene, pues, del Estado ni del orden jurídico establecido por el Estado, sino que le pertenece como derecho innato, anterior al Estado y a toda Constitución.
3.1.2 Uso impreciso de este triple significado
Pues bien, este triple significado que la soberanía ha tenido a través del tiempo, mantiene hoy todavía su vigencia, y tanto la doctrina como los textos constitucionales suelen utilizarlos sin demasiada precisión. De forma que la voz soberanía en no pocas Constituciones designa, según los casos, la summa potestas, el conjunto de poderes que se agrupan bajo la rúbrica «poder del Estado», o el órgano que ostenta la magistratura suprema en el Estado.
Este mismo confusionismo aparece implícito en algún dictamen del Consejo de Estado, concretamente en el Dictamen de 7 de noviembre de 1968 (exp. núm. 36.227) sobre trámite exigible para la celebración de un Tratado de cesión a Marruecos del territorio de Ifni (57).
En efecto, dice el Consejo de Estado:
«Entendiendo, de acuerdo con el criterio clásico, que la soberanía es una sumna potestas o plenitudo potestatis, o reduciendo los términos a un criterio más actual, una competencia plenaria, autónoma y exclusiva, es evidente que se trata siempre de una categoría cualitativa que, si bien encuentra en el territorio el límite de su vigencia, no puede considerarse sustancialmente modificada por las variaciones del mismo» (Lo destacado es mío).
Claramente se advierte aquí la aceptación del primer concepto, soberanía como cualidad del poder, con «categoría cualitativa», según la dicción del propio Consejo de Estado.
Pero sigue diciendo nuestro Alto Organo Consultivo:
«Aun admitiendo la ambigüedad de la referencia a la "plena soberanía", el Consejo de Estado estima que los supuestos contemplados con esta expresión son los de limitaciones a dicha soberanía, vgr., mediante cesión de competencias a instancias distintas del propio Estado, pero nunca a la alteración de los límites espaciales puesto que el carácter soberano del poder se define como tal, no por el espacio en que se ejerce, sino por la condición suprema del mismo poder» (Lo destacado es mío).
Como se ve, en este segundo párrafo el Consejo de Estado mezcla la soberanía como conjunto de funciones que integran el poder del Estado, como conjunto de competencias que pueden cederse «a instancias distintas del propio Estado» (segunda acepción), con la soberanía como poder supremo, como «condición suprema del mismo poder» (primera acepción).
3.1.3 En nuestras Leyes Fundamentales, la voz «soberanía» equivale a poder del Estado
¿En cuál de estos sentidos se usa la voz soberanía en nuestras Leyes Fundamentales? (58). Creemos que en el segundo: Soberanía como poder estatal. En efecto:
a) Parece evidente que cuando se dice que «al Estado incumbe el ejercicio de la soberanía» (art. 1, II, LOE), se está aludiendo a ese segundo concepto que hemos señalado: soberanía como potestad y no como simple cualidad. Porque no puede haber ejercicio de la soberanía sino cuando ésta se identifica con potestad pública (59).
b) Asimismo, cuando se prohíbe la delegación o cesión de la soberanía una e indivisible (art. 2, 1, LOE), es claro que la prohibición tiene que ir referida a un contenido positivo —las funciones estatales— y no a una mera cualidad negativa. Y que es así lo confirma la lectura del número siguiente del mismo artículo, que declara «los principios de unidad de poder y coordinación de funciones» como inspiradores del sistema institucional del Estado. No es simple coincidencia que en un mismo artículo se aluda a la soberanía y al poder del Estado: ambas expresiones son sinónimas en nuestra Constitución (60).
c) En fin, cuando se dice que el Jefe del Estado «personifica la soberanía nacional» (art. 6, LOE) no se alude tampoco a la soberanía como poder supremo, como summa potestas, pues el Jefe del Estado, en nuestro sistema, aparece limitado en cuanto sus decisiones necesitan de otras voluntades concurrentes para su validez no meramente para su eficacia. Pero es que, además, a renglón seguido de aquella declaración se dice que el Jefe del Estado «ejerce el poder supremo político y administrativo» (art. 6, LOE), lo que impide valorar el término «soberanía» como «poder supremo».
d) Por último, los artículos 14, LC, y 9, LOE, confirman también la tesis de que los conceptos de «soberanía» y de «poder del Estado» tienen valor equivalente en nuestro lenguaje constitucional positivo. Porque dichos artículos hablan de «plena soberanía» y es evidente que si la voz soberanía se utilizara en su originario sentido, como cualidad del poder estatal, como summa potestas, el calificativo «plena» resultaría redundante. La potestad puede ser plena o semiplena, la soberanía, en cambio, entendida en su primitiva acepción, no admite gradaciones.
A) Históricamente cabe distinguir dos etapas en la forma de afrontar el tema de la soberanía, momentos que podemos decir encuentran su quicio de separación en Rousseau.
En definitiva, a partir de Rousseau, «no interesa ya tanto la definición del concepto, ni la explicación de sus características, como la averiguación del titular a quien corresponda ese mismo poder supremo» (61).
Problema arduo, sobre el que han corrido ríos de tinta y que ahora debemos abordar, por supuesto en forma muy sucinta y tratando de —sin desvirtuar el rigor de la exposición— simplificar al máximo en aras de la mayor claridad.
En definitiva, son dos las tesis enfrentadas: las teorías del origen divino del poder (teorías teocráticas), las del origen humano del poder (teorías democráticas) (62).
Sólo vamos a ocuparnos aquí de la teoría de la soberanía popular y la de la soberanía nacional, las cuales —junto con la más reciente de la soberanía del proletariado— integran el grupo de las explicaciones democráticas del origen del poder.
B) Ambas teorías proceden de Rousseau, encontrando apoyo en afirmaciones suyas, difícilmente conciliables además. Ambas conllevan consecuencias prácticas distintas, y ambas, finalmente, suelen aparecer mezcladas o confundidas en ciertas Constituciones (como algunas de Francia y también de nuestro país), resultando siempre arriesgado, y verdaderamente difícil, saber cuál de ellas pesó más en el ánimo de los redactores del correspondiente texto constitucional.
En todo caso, hay siempre una intención común: Privar al Rey de la soberanía. Que no en vano esas doctrinas son el resultado, por decantación, de ese implacable asalto ideológico al absolutismo que simbolizan Locke, Montesquieu y Rousseau.
C) La teoría de la soberanía popular es traducción literal de aquel Rousseau que en el Contrato social escribe:
«Supongamos que el Estado se compone de diez mil ciudadanos. El soberano no puede ser considerado sino colectivamente y en cuerpo; pero cada particular, en su cualidad de súbdito, es considerado como individuo; así el soberano es al súbdito como diez mil es a uno, es decir, que cada miembro del Estado tiene sólo la diezmilésima parte de la autoridad soberana, aunque esté sometida a ella todo entero...» (Libro III, cap. I).
Llevada a sus consecuencias últimas la teoría de la soberanía popular, postula la democracia directa, esto es, la intervención constante de todos los ciudadanos en todas las decisiones de tipo político: darse una Constitución, dictar las leyes, gobernar...
Es claro que la democracia directa sólo podría funcionar «en un orden social relativamente sencillo y asentado en un territorio pequeño» (63). Y ya sabemos que Rousseau cuando elogia la democracia elogia siempre la ciudad-estado.
Legado lógico de esta concepción es el referéndum en sus varias manifestaciones. También la exigencia del sufragio universal para la elección de representantes es consecuencia de esta concepción (64).
D) La teoría de la soberanía nacional deriva de aquella otra afirmación de ese siempre contradictorio, siempre oscuro Rousseau:
«Si, pues, se descarta del pacto social lo que no es en él esencial, se verá que se reduce a los siguientes términos: "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibe corporativamente a cada miembro como parte individual del todo". En el momento, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como la asamblea de votos, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad.
Esta persona pública, que se forma así por la unión de todas las demás...» (Libro I, capítulo VI.)
«Los constituyentes de 1789-1791 —escribe Duguit— toman el derecho de soberanía, tal como lo habían elaborado los juristas del antiguo régimen; pero se lo quitan al Rey y se lo dan, con todos sus caracteres y sus atributos, a la nación considerada como persona jurídica, la cual deviene así titular de este derecho como antes lo era el Rey. Obtenían así la doble ventaja de continuar la tradición monárquica y de consagrar constitucionalmente el principio democrático enseñado por los filósofos, especialmente por J. J. Rousseau (65).
La doctrina de la soberanía nacional, de la nación persona titular de la soberanía, pasa a los textos constitucionales revolucionarios: «Le principe de toute souverainité réside essentialement dans la nation. Nul corps, nul individu, ne peut exercer d’autorité qui n’en émane expressement» (art. 3 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789). «La souveraineté est une, indivisible, inalienable et imprescriptible. Elle appartient à la Nation; aucune section du peuple, ni aucun individu, ne peut s’en attribuer l’exercice» (T. III, art. 1.°, Constitución de 3 de septiembre de 1791).
Conforme a esta doctrina —típicamente francesa, como se ve—, titular originario de la soberanía es la nación, concebida como una persona con todos los atributos de la personalidad, la conciencia y la voluntad. La persona nación es, en realidad, distinta del Estado y anterior a él; el Estado no puede existir más que allí donde hay una nación, mientras que la nación puede existir incluso cuando el Estado ya no existe o cuando no existe todavía. El Estado aparece solamente cuando la nación ha constituido uno o varios órganos de representación, cuando ha encargado a un hombre o a una colectividad, o a ambos, de expresar su voluntad. «Hay entonces entre la nación titular originaria de la soberanía y sus representantes un verdadero contrato de mandato, un mandato que entraña responsabilidad y obligación de rendir cuenta. El Estado es, pues, la nación soberana representada por sus mandatarios responsables» (66).
Las consecuencias prácticas que derivan de esta teoría son, por lo menos, las siguientes (67):
a) Como el poder (= soberanía) reside en la nación, el llamado poder constituyente no lo tiene el Rey, sino la nación, porque, al igual que los restantes órganos de la Nación, es un órgano constituido, o, según la conocida expresión, un Rey constitucional.
b) Como la soberanía queda reservada exclusivamente al ser colectivo y abstracto que es la nación, no puede ejercerse por nadie, sino a título de representante nacional.
c) Como los gobernantes reciben su título de una concesión nacional y constitucional, la nación conserva en todo momento el derecho de retirar el poder a aquellos a quienes se lo ha confiado.
Es claro que de este modo se están extrayendo unas consecuencias bien ajenas al pensamiento de Rousseau, que se mostró siempre incapaz de entender la técnica de la representación, la cual, como ha dicho Loewenstein, «ha sido tan decisiva para el desarrollo político de Occidente y del mundo como ha sido para el desarrollo técnico de la humanidad la invención del vapor, la electricidad, el motor de explosión o la fuerza atómica. Un gobierno es siempre indispensable para una sociedad estatal organizada. Pero fue la técnica de la representación la que hizo posible la institución del parlamento como un detentador del poder separado e independiente del gobierno» (68).
3.3.1 Textos que reflejan la teoría de la soberanía nacional
No parece que pueda dudarse de que la teoría de la soberanía nacional está incorporada a nuestras Leyes Fundamentales. Incluso quien, con anterioridad a la nueva Ley Fundamental, ha defendido la vigencia en nuestra Patria del principio monárquico, no tiene inconveniente en admitirlo así (69).
Que la soberanía es «nacional» se reitera en la Ley Orgánica del Estado:
«Art. 2, I. La soberanía nacional es una e indivisible, sin que sea susceptible de delegación ni cesión.»
«Art. 6. El Jefe del Estado (...) personifica la soberanía nacional.»
Y que la Nación se configura como un ente distinto de los individuos que integran la comunidad nacional lo hallamos expresado con toda claridad en la Ley de Principios del Movimiento Nacional, donde aparece incorporado con toda claridad el concepto joseantoniano de nación: «El pueblo en función de universalidad».
Los preceptos que expresan esta idea son éstos:
a) «España es una unidad de destino en lo universal» (Principio I).
b) «...los intereses individuales y colectivos han de estar subordinados siempre al bien común de la Nación, constituida por las generaciones pasadas, presentes y futuras» (Principio V).
El sentido de estos textos nos lo desvela la lectura del Ensayo sobre el nacionalismo, de José Antonio Primo de Rivera (70):
«Así como la persona es el individuo considerado en función de sociedad, la nación es el pueblo considerado en función de universalidad (...) Así no todo pueblo ni todo agregado de pueblos es una nación, sino sólo aquellos que cumplen un destino histórico diferenciado en lo universal (...); lo importante es esclarecer si existe, en lo universal, la unidad de destino histórico (...). La palabra "España", que es por sí misma enunciado de una empresa, siempre tendrá mucho más sentido que la frase "nación española".»
Queda un poco en nebulosa, sin embargo, el alcance que haya de dar el término destino, pero quizá la fórmula joseantoniana no ande muy lejos de aquella otra que ve en la Nación un tipo de sociedad cuya idea incluye a su vez ser tradición y ser empresa de forma que «prolonga hacia el futuro, como ideal a realizar, la figura misma de su pasado, intentando su perfección, con lo cual la inercialidad de su pretérito se transmuta constantemente en meta y ejemplaridad para un porvenir». Y es que «sólo hombres capaces de vivir en todo instante las dos dimensiones sustantivas del tiempo —pasado y futuro— son capaces de formar Naciones» (71).
Su misma flexibilidad hace particularmente fecundo este concepto de Nación. «El destino histórico —se dice— es capaz de comprender en un haz de esfuerzos comunes a los más diversos pueblos, sea cual fuere su lengua, su raza o su historia, siempre que coincidan en la realización de misiones comunes. Con ello supera la crisis de la que se ha llamado era de los nacionalismos y es apto para vertebrar nuevas formas de cooperación universal que supongan un proceso de nacionalización más amplio en torno a empresas comunes. Y por la misma razón no entraña en ningún caso un sentido excluyente de formas de comunidad internacional más complejas» (72).
3.3.2 Ecos de la soberanía popular en otros preceptos de nuestra Constitución
Al igual que ocurre en la vigente Constitución francesa (73), y como presumiblemente sucedía también en la Constitución española de 1812 (74), la teoría de la soberanía nacional aparece mezclada en nuestras Leyes Fundamentales —antes incluso de la nueva Ley para la Reforma Política— con la teoría de la soberanía popular.
Así, la idea del pueblo como titular del Poder del Estado ( = soberanía) aparece con toda claridad en el artículo 2.°, II, de la vigente Ley de Cortes:
«Todos los Procuradores en Cortes representan al Pueblo español, deben servir a la Nación y al bien común y no estar ligados por mandato imperativo alguno.»
La misma teoría late —aunque soterrada— en esas referencias a la «Comunidad Nacional» que aparecen en varias de nuestras Leyes Fundamentales.
Así, en la Ley de Principios del Movimiento Nacional:
«IV ...... La integridad de la Patria y su independencia son exigencias supremas de la comunidad nacional...»
«V ...... La Comunidad nacional se funda en el hombre...»
O en la Ley Orgánica del Estado:
«El Estado Español, constituido en Reino, es la suprema institución de la comunidad nacional.»
Con más fuerza se muestra la misma teoría en este otro párrafo de la Ley de Principios del Movimiento Nacional:
«VII. El pueblo español, unido en un orden de Derecho, informado por los postulados de autoridad, libertad y servicio, constituye el Estado Nacional.»
La confusión finalmente de ambas teorías —soberanía popular y nacional— aparece muy clara en la ley del Referéndum Nacional, en cuyo preámbulo se habla de estar «abierta para todos los españoles su colaboración en las tareas del Estado...», de «garantizar a la Nación contra el desvío que la historia política de los pueblos viene registrando de que en asuntos de mayor trascendencia o interés público, la voluntad de la Nación pueda ser suplantada por el juicio subjetivo de sus mandatarios», y de «instituir la consulta directa a la Nación», para decir luego en el artículo 2.° que el referéndum se llevará a cabo entre todos los hombres y mujeres de la Nación mayores de veintiún años».
Es claro que aquí la Nación es el pueblo español, pero también un ente distinto de él con voluntad propia.
A) La nueva Ley Fundamental, desde este punto de vista, y contra lo que suele pensarse, no añade nada nuevo cuando declara enfáticamente, en la embocadura de su articulado, que el pueblo es soberano. Las novedades de dicha Ley hay que buscarlas en otro lugar: donde adopta una estructura bicameral para las Cortes y consagra el sufragio universal como medio de acceso a las mismas.
B) Y, eso sí, cada una de las dos teorías —soberanía nacional y soberanía popular— que aparecen mezcladas en la Constitución desenvuelven por separado algunas de las consecuencias prácticas que le son propias. Y así tenemos:
a) Porque la soberanía es popular es obligatorio el Referéndum para modificar la constitución, y el acceso a las Cámaras legislativas tiene lugar por sufragio universal.
b) Porque la soberanía es nacional se la define como indivisible, su ejercicio tiene lugar a través de los órganos del Estado adecuados en cada caso (art. 1.°, Ley Orgánica del Estado), el sistema de gobierno es representativo (art. 1.° de la Ley de Sucesión), y el mandato de diputados y senadores no es imperativo (art. 2, II, Ley de Cortes).
A) Alguna vez se ha pretendido ver en el fondo de las construcciones de Locke, Montesquieu y Rousseau una estructura y contenido del Estado «que se resume en este esquema simple: leyes, Tribunales y orden público. El Estado debe limitarse a dictar leyes generales, con ese contenido característico de garantía y límite externo de la libertad; por razón de este objeto, la aplicación de estas leyes se realiza a través del propio actuar libre de los ciudadanos, y basta montar un sistema de Tribunales que en caso de litigio entre dos libertades encontradas decidan la aplicación controvertida. Finalmente, en sostenimiento de la efectivdad de la ley y de las sentencias, el Estado organiza un orden coactivo, un aparato policial limitado a esa labor de respaldo de la ley, y que cierra la construcción del conjunto» (75).
Y un poco más adelante se añade: «... resulta claro que el Estado de Locke se reduce simplemente a esto: ley y Tribunales, por una parte, y la coacción organizada, de otra; esta última, a su vez, tanto para imponer el orden interior respaldando la ley y las sentencias, como para asegurar la independencia exterior frente a las demás comunidades» (76). Y respecto de la construcción de Montesquieu se afirma: «... lo que en todo caso queda intacto es la idea global del contenido funcional del Estado: ley y Tribunales, por una parte, y fuerza pública para mantener las decisiones de una y otros, y a la vez defender la independencia exterior, por otra» (77). «La misma conclusión —se termina diciendo— podemos obtener analizando la doctrina de Rousseau» (78).
B) Pero si se lee con detenimiento la obra de esos autores, las anteriores afirmaciones no pueden acogerse sino con ciertas reservas.
Por lo pronto, la idea de un Poder judicial está ausente en «El Contrato Social», de Rousseau. Apenas si hay en esta obra más alusión al juez que la que aparece en el capítulo V del libro II, donde habla «Del derecho de vida y muerte», siempre en función del pacto social.
En cuanto a Locke es bien conocido que no considera a los Tribunales como propio Poder.
Finalmente, en Montesquieu, y según es sabido, el poder de juzgar es «en quelque façcon nulle», y en realidad su disertación se refiere fundamentalmente a los otros dos poderes.
Con esto queremos decir que en la mente de estos autores, los Tribunales no tienen encomendada propiamente una función políticamente trascendente o, si se quiere entender mejor, que el peso de los Tribunales en el juego político es mínimo; no previeron, por ejemplo, la misión de control de la legalidad del actuar de la Administración que estos Tribunales podrían llegar a tener con el tiempo.
Es necesario el genio profético de un Alexis de Tocqueville para adivinar la importancia de esta tarea frente a la amenaza del nuevo despotismo. He aquí sus palabras (79):
«Es de la esencia del poder judicial ocuparse de intereses particulares y fijar su atención en los pequeños objetos expuestos a su vista; también es privativo de este poder el no ir por sí mismo en socorro de los oprimidos; pero sí, hallarse constantemente a disposición del más humilde de ellos. Cualquiera, por débil que sea, puede forzar siempre al juez a oír su queja y responder, lo que depende de la constitución misma del poder judicial.
Un poder semejante es, pues, esencialmente aplicable a las necesidades de la libertad, en una época en que la vigilancia y la autoridad del soberano se introducen sin cesar en los más mínimos pormenores de las acciones humanas, y en que los ciudadanos demasiado débiles para protegerse a sí mismos, están muy aislados para poder contar con la ayuda de sus semejantes. Si la fuerza de los tribunales ha sido en todos los tiempos la garantía más grande que se puede ofrecer a la independencia individual, esto es particularmente cierto en los siglos democráticos: los derechos y los intereses particulares se hallan siempre en peligro, si el poder judicial no crece ni se extiende a medida que las condiciones se igualan.»
C) En realidad, el rasgo ideológico que da unidad al pensamiento de Locke, Montesquieu y Rousseau es el culto a la ley, pero a la ley como fórmula santa, a la ley tal como se entendió entre los primitivos griegos y los primitivos romanos. Es verdaderamente una concepción mítica de la ley la que alienta en estos autores.
Un breve excurso sobre la ciudad antigua y sus creencias, y la comparación de éstas con algunos textos de estos pensadores confirmarán nuestro aserto.
4.2.1 El dogma de la santidad de la ley en Sócrates y Platón
Hay un admirable diálogo platónico —«Critón o del deber»— sumamente revelador del respeto que a los antiguos griegos inspiraba la ley (80).
Sócrates, condenado a muerte, espera en su celda la ejecución que ha de cumplirse al regreso de la nave peregrina a Delos en cumplimiento de una vieja promesa (81). De madrugada le visita un discípulo suyo, Critón, para decirle que han sobornado a los carceleros para que pueda escapar a la muerte huyendo a otra ciudad.
Sócrates, con una serenidad impresionante, declina el favor. Entre discípulo y maestro se desarrolla un diálogo que partiendo de que «no es el vivir lo que ha de ser estimado en el más alto grado, sino el vivir bien», reflexionan sobre si es justo o no que sin la anuencia de los atenienses parta Sócrates de la ciudad.
Todo el diálogo es un canto a la ley, al respeto a «la ley que determina que las sentencias pronunciadas son inamovibles».
«Si proyectando nosotros fugarnos de aquí o como haya que llamar a eso, se nos acercasen las leyes y los gobernantes de la ciudad y nos preguntasen: "Dinos, Sócrates, qué piensas hacer. ¿Verdad que con lo que te propones llevar a cabo intentas destruirnos a nosotras, las leyes, y a la ciudad entera en lo que está de tu parte, o tal vez te parece posible que siga existiendo, que no se venga abajo aquella ciudad en la cual no tienen fuerza las sentencias pronunciadas, sino que pierden su autoridad y son aniquiladas por obra de los particulares?"»
Y un poco después:
«..."Veamos para empezar: ¿no te trajimos al mundo nosotras (las leyes), ya que por nuestra mediación casó con tu madre tu padre y te engendró? Di, pues: ¿tienes algún motivo de disgusto con aquellas de nosotras que son leyes relativas a los matrimonios, por considerar que no son buenas?" "No", respondería yo. "¿Y con las leyes concernientes a la crianza y educación del niño, que tú también disfrutaste? ¿Tal vez no eran buenas las prescripciones de aquellas de entre nosotras a las cuales compete esta cometido, cuando ordenaban a tu padre que te hiciese instruir tanto en lo espiritual como en lo físico?" "Sí, eran buenas", respondería yo. "Pues bien: si naciste, fuiste criado e instruido merced a nosotras, ¿puedes sostener que no eras nuestro hijo y nuestro esclavo, tú y tus antepasados?"»
Es difícil comprender el alcance de este bello diálogo si no se conoce la unión indisoluble en la ciudad antigua entre las instituciones y sus creencias. Vamos, por ello, a hacer una pequeña disgresión acerca de esta cuestión.
4.2.2 El dogma de la santidad de la ley responde a las creencias de la ciudad antigua
A) Instituciones y creencias.—«Considerar las instituciones de los antiguos —escribe Fustel de Coulanges (82)— sin pensar en sus creencias, y las hallaréis absurdas,
raras, inexplicables.» «Ahora bien —añade— enfrente de esas instituciones y de esas leyes coloquemos las creencias: inmediatamente los hechos aparecerán claros y su explicación se nos presentará espontáneamente.» Y es que entre los antiguos «la religión era señora absoluta en la vida privada y en la vida pública: donde el Estado era comunidad religiosa; el rey, un pontífice; el magistrado, un sacerdote; la ley, una fórmula sagrada...» (83).
B) Religión doméstica y religión de la naturaleza física.—Familia, fratría (o curia), tribu, ciudad, confederación (o anfictionía) y colonia eran entre los primitivos griegos y los primitivos romanos, otros tantos círculos sociales de base esencialmente religiosa. Había una religión doméstica —culto a los antepasados a los dioses lares, los manes, los penates—, como había una religión de la ciudad —culto al fundador—. Y «así como un altar doméstico congregaba en torno suyo a los miembros de una familia, la ciudad era la reunión de los que tenían los mismos dioses protectores y consumaban el acto religioso en el mismo altar. Este altar de la ciudad se encontraba en el recinto de un edificio que los griegos llamaban Pritaneo, y los romanos, templo de Vesta». Y «así como el culto del hogar doméstico era secreto y sólo la familia tenía derecho a tomar parte en él, lo mismo el culto del hogar público se ocultaba a los extranjeros. Nadie, si no era ciudadano, podría asistir a los sacrificios» (84). Frente a la religión familiar, que divinizó a los muertos (varones), la de la ciudad es una religión de la naturaleza física: el espectáculo de la inmensidad que le rodea inspira al hombre esta otra religión.
C) La ley como resultado de una creencia.—Entre los primitivos griegos y los primitivos romanos, la ley va indisolublemente ligada a las creencias religiosas: «En Roma era una verdad reconocida que no se podía ser buen pontífice si se desconocía el Derecho, y, recíprocamente, que no se podía conocer el Derecho si se ignoraba la religión. Los pontífices fueron, durante mucho tiempo, los únicos jurisconsultos. Como no había casi ningún acto de la vida que no tuviese relación con la religión, resultaba que casi todo estaba sometido a las decisiones de esos sacerdotes, y que ellos solos eran jueces competentes en infinito número de procesos» (85).
Pero esa vinculación entre la ley y la creencia va más lejos aún, porque la ley nace con la creencia misma. La ley no nace de una deliberación y de la votación que le sigue. Esto ocurre mucho más tarde. Durante mucho tiempo «las leyes se presentan como algo antiguo, inmutable, venerable. Tan viejas como la ciudad, el fundador las colocó al mismo tiempo que colocaba el hogar» (86). Cuando leemos esas antiguas leyes parece como si chocaran contra nuestra conciencia, van incluso contra la naturaleza. Pero, sin embargo, son acordes con unas creencias:
«El hombre no ha estudiado su conciencia para decir: Esto es justo y esto no lo es: No es de este modo como ha nacido el Derecho antiguo. El hombre creía que el hogar sagrado pasaba del padre al hijo, en virtud de la ley religiosa; de donde ha resultado que la casa ha sido un bien hereditario. El hombre que había enterrado a su padre en el campo propio creía que el espíritu del muerto tomaba posesión por siempre de ese campo y exigía de su posteridad un culto perpetuo; de donde ha resultado que el campo, dominio del muerto y lugar de los sacrificios, se convirtió en propiedad inalienable de una familia. La religión decía: El hijo continúa el culto, no la hija. Y la ley ha dicho con la religión: El hijo hereda, la hija no hereda; el sobrino, por la rama masculina, hereda; pero no el sobrino por la rama femenina. He aquí cómo se ha hecho la ley; ella se ha presentado por sí misma y sin que se haya necesitado buscarla. Era una consecuencia directa y necesaria de la creencia; era la religión misma aplicándose a las relaciones de los hombres entre si» (86 bis).
Por eso, las leyes fueron durante mucho tiempo una cosa sagrada. Por eso fue siempre santa, y era inmutable porque era divina. Esta nota de la inmutabilidad resulta particularmente chocante:
«...nunca se derogaban las leyes. Podían dictarse otras nuevas, pero las antiguas subsistían siempre, aunque hubiese contradicción entre ellas (...) Leyes opuestas y de distintas épocas se encontraban reunidas, y todas tenían derecho al respeto» (87).
D) Imperio absoluto de la ciudad sobre sus miembros.—Esta unión entre la vida y la muerte, entre lo material y lo espiritual, entre la política y la religión acarreó la omnipotencia absoluta del Estado, de manera que el individuo quedaba sometido sin ninguna reserva a la ciudad.
La libertad de la vida privada, la libertad de educación, la libertad de elegir las creencias religiosas, la libertad incluso de expresar los sentimientos de dolor ante un suceso desgraciado... nada de esto fue reconocido al hombre de la ciudad antigua, una ciudad fundada sobre una religión y constituida como una iglesia.
«Es, pues, un error singular entre todos los errores humanos, el haber creído que en las ciudades antiguas había gozado el hombre de libertad. Ni siquiera tuvo idea de ella. No creía que pudiera existir un derecho frente a la ciudad y sus dioses (...) El gobierno se llamó sucesivamente monarquía, aristocracia, democracia; pero ninguna de estas revoluciones concedió al hombre la verdadera libertad, la libertad individual. Gozar de derechos políticos, votar, nombrar magistrados, poder ser arconte, he aquí lo que se llamaba libertad; pero el hombre no estaba menos avasallado por el Estado» (87 bis).
Por sorprendente que parezca, va a ser este mismo concepto de la ley de los primitivos griegos y romanos el que se va a manejar por los hombres de la Revolución.
Esto se advierte con toda claridad en Rousseau: «A sus ojos, la ley participa verdaderamente del carácter de lo sagrado; siente hacia ella un respeto religioso. Sabemos que su corazón herido ve en ella, en su generalidad, en su impersonalidad, el único remedio al capricho, a la arbitrariedad de los hombres particulares detentadores del poder. Unicamente a la ley se deben la justicia y la libertad» (88).
La ley, fórmula santa para los griegos y romanos, lo es igual para el ginebrino que —según vimos— declara dogmas positivos de su religión civil la santidad del contrato social y de la ley (capítulo VIII, libro IV).
A sus ojos, la injusticia de la ley es una imposibilidad metafísica: «No es preciso preguntar... si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es injusto consigo mismo» (capítulo VI, libro II).
Las referencias a figuras y hechos de la antigüedad son constantes en Rousseau (89) y en Montesquieu (90).
Y algo semejante ocurre con Locke, donde el poder legislativo es el poder supremo (91).
Pero si en Grecia y Roma esta santidad de la ley, esta divinización de la ley respondía en su origen a una creencia, en la filosofía revolucionaria carecía de consistencia auténtica. Frente al desenfreno del poder absoluto se esgrime el hueso árido de un mito. Lo admirable es que sobre ese mito se haya edificado todo el edificio del principio de legalidad y del sometimiento de la Administración a Derecho.
4.3.2 El mito como garantía de la libertad
Esa ley así soñada, así idealizada, ese mito va a erigirse por los hombres de la Revolución en garantía de la libertad.
La declaración de derechos de 1793 (Convención montañesa) lo expresa con toda claridad: «La libertad... tiene por principio la naturaleza, por regla la justicia, por salvaguardia la ley».
Hoy se está ya de vuelta de estos ingenuos entusiasmos y en los últimos decenios hemos asistido a una desvalorización de la ley como técnica de gobierno humano. «El advenimiento del reino de la ley fue saludado, así como la aurora de una época nueva y luminosa en la que la alienación del individuo en la sociedad (que había hecho de aquél un ser encadenado desde los orígenes mismos de la historia) quedaría definitivamente rota, y fundado con ello la posibilidad de un hombre nuevo. Aquellas ideas y estas esperanzas se han quemado del todo desde que fueron propuestas» (92).
Si aureolada de santidad difícilmente pudo cumplir la ley su cometido de garantizar la libertad, desaparecida esa aureola mucho menos cabe esperar de ella tan delicada tarea. Puro mecanismo formal, falsa expresión la mayor parte de las veces de la voluntad general, hay que buscar otros resortes que impidan la arribada —al parecer inevitable— de esa utopía infernal que presintió Huxley en su Mundo feliz (93).
A) Si ya no es deseable que la nueva Ley Fundamental haya incorporado con su declaración de la «supremacía de la ley» una fórmula que es traducción de unas creencias que están muertas, mucho menos lo es por el positivismo de que hace gala al aceptarla.
La última obra de Santi Romano, Frammenti di un Dizionario giuridico, termina con un breve pero jugoso comentario sobre «el hombre de la calle», versión actual y sociológica de ese hombre medio que los juristas romanos designaron ya como «el buen padre de familia» (94).
Pues bien, ese «uomo della strada», ese «uomo qualunque» percibe claramente lo que muchos juristas se negaban a aceptar hasta que Santi Romano formuló ese implacable alegato contra el positivismo jurídico (95) que es L’ordinamento giuridico: la imposibilidad de reducir la realidad jurídica a un simple sistema de normas.
El Derecho, en efecto, es algo mucho más complejo que el conjunto normativo en que se concreta. La realidad jurídica se nos escapa como por un cedazo si pretendemos captarla únicamente a través de las normas. Y esto, no sólo porque hay normas que están vigentes sólo en el papel del Boletín Oficial, o cuya vigencia rigurosa aparece modulada o dulcificada por exigencias del medio en que han de aplicarse (96), sino también porque la vida jurídica se nutre de principios no escritos que la labor jurisprudencial ha de ir descubriendo y aplicando para llenar las lagunas del puro orden normativo y, lo que es más importante, para establecer bases de lanzamiento hacia valoraciones todavía inéditas (97).
Del Derecho —viene a decirnos Santi Romano— cabe dar dos conceptos distintos, ambos exactos, pero necesariamente menos completo uno de ellos:
«En un primer significado se designa como Derecho una o más normas concretas —una Ley, una costumbre, un código, etc.—, considerando cada una de ellas en sí misma, o también reagrupándolas con arreglo a su objeto común o a la fuente de la que derivan, o al texto en que se contienen, o con arreglo a otros criterios, más o menos extrínsecos y particulares. En este caso, la definición común aparece como perfectamente exacta.
Frecuentemente, sin embargo, se entiende por Derecho algo no sólo más amplio, sino también algo sustancialmente distinto. Así ocurre cuando se considera todo el ordenamiento jurídico de un ente determinado; por ejemplo, cuando se habla del Derecho italiano o del Derecho francés, del Derecho de la Iglesia, etc., comprendiéndolos en su respectiva totalidad» (98).
El segundo concepto —Derecho como ordenamiento— más amplio abarca el anterior en el sentido de que las normas —que son Derecho, pero no todo el Derecho— forman parte del ordenamiento —que sí es todo el Derecho.
«Para nosotros —escribe Santi Romano— todas las normas de un determinado Derecho positivo no son sino elementos de un ordenamiento más amplio y complejo en que se apoyan, y que constituye su base necesaria e imprescindible» (99).
Ahora bien, si las normas forman parte del ordenamiento, son elementos del ordenamiento, el que —a su vez— se nos presenta como algo distinto de los elementos que lo integran, parece lógico admitir
«que no se puede tener un concepto adecuado de las normas que lo forman, sin anteponer previamente el concepto unitario de aquél, del mismo modo que no se puede tener una idea exacta de los distintos miembros del hombre o de las ruedas de una máquina, si no se sabe antes qué sea el hombre o qué sea aquella máquina» (100).
Llevaba, pues, razón el señor Meilán cuando en su enmienda afirmaba que «la primacía de la ley como expresión de la voluntad soberana del pueblo (...) es una afirmación, cuando menos, equívoca y parcial». Y se preguntaba un poco más adelante: «De otra parte, ¿qué significa la ley? ¿Todo el Derecho? ¿También la Constitución?» (101).
B) Pero hay más. Porque el precepto comentado, calcado de la Constitución francesa de 24 de junio de 1793 —«la loi est l’expression libre et solemnelle de la volonté générale», «la souveainité réside dans le peuple»— hace inevitable la evocación del tipo de gobierno constitucional que se llama Gobierno de Asamblea, conscientemente introducido por aquella Constitución, con importantes manifestaciones en el Derecho comparado —histórico y actual— y cuyo destino ha sido transformarse en una conformación autocrática del poder (102).
En esencia, el tipo constitucional de que se trata consiste en una asamblea legislativa elegida por el pueblo y dotada de dominio absoluto sobre todos los otros órganos estatales, respondiendo sólo ante el electorado, encargada de renovarla periódicamente.
«La consecuencia —escribe Gallego Anabitarte— es que los Tribunales y el Gobierno-administración aparecen en este esquema en segundo lugar, desvalorizados al quedar separados, sin cordón umbilical que los una a la soberanía y al pueblo.» Pero como añade el mismo autor, «este esquema es falso, retrógrado e irreal. Porque los Tribunales al dictar sentencias y en concreto el Tribunal Supremo al dictar sentencias son tan soberanos, por mantener esta forma de hablar, como el Parlamento. Y lo mismo le ocurre al Jefe del Estado o al Gobierno cuando aprueban un decreto-ley por urgencia o cuando se toman medidas excepcionales en razón de graves acontecimientos. Y lo mismo le ocurre al Consejo de Ministros cuando dicta disposiciones administrativas en virtud de su indeclinable competencia constitucional de ejercer la «potestad reglamentaria», o dictar resoluciones o medidas que le competen a él exclusivamente, en virtud del mandato constitucional de «determinar la política nacional» (103).
Afortunadamente, la nueva Ley Fundamental se ha limitado a copiar la fórmula de la citada Constitución francesa sin obtener de ella ninguna de esas reprobables consecuencias. De todas maneras, hubiera sido preferible haber omitido la invocación de la sombra de «un Rousseau sin adulterar y sin mezcla, archidemocrático, archirrepublicano...» (104).
La expresión «supremacía de la ley», incorporada al número 1 del artículo 1.° de la Ley para la Reforma Política responde, a nuestro juicio, a una concepción arcaica, producto de una época en la que la ley aparecía vinculada a las creencias religiosas.
Constituye, por otra parte, una fórmula ambigua pues no se sabe de qué ley quiere hablarse, si de la ley ordinaria, de la ley constitucional o de ambas.
Su exactitud es también cuestionable pues esa pretendida supremacía quiebra en no pocos supuestos. Así, el decreto-ley puede derogar la ley emanada del Parlamento; la ley ordinaria puede ser declarada inconstitucional; la Constitución —las garantías que otorga— puede ser suspendida por acto del Gobierno; y ambas, ley ordinaria y ley constitucional, pueden estar —y de hecho lo están en varios sistemas y lo estuvieron en el nuestro bajo la Constitución republicana— sometidas al Derecho internacional (105).
Por último, y contemplada desde otro ángulo, la fórmula legal adolece de insuficiencia, ya que no tiene en cuenta la posible existencia de una reserva reglamentaria admitida en la vigente Constitución francesa y, según algunos, también en la nuestra (106); no cubre tampoco las restantes manifestaciones jurídicas (Costumbre, Principios Generales del Derecho) que integran el Ordenamiento jurídico, y no tiene en cuenta la posible admisión de unos límites inmanentes a la propia Constitución (a no confundir con las declaraciones constitucionales de intangibilidad) (107).
Claro es, que estas observaciones ponen sólo de relieve unos meros defectos de técnica jurídica sin mayor trascendencia desde cualquier otro punto de vista.
NOTAS AL CAPÍTULO 2
(1) «Artículo 20: 1. La República Federal de Alemania es un Estado federal, democrático y social.
2. Todo el poder público emana del pueblo. Ese poder es ejercido por el pueblo mediante elecciones y votaciones y por intermedio de órganos particulares de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.
3. El poder legislativo está sometido al orden constitucional; los poderes ejecutivo y judicial, a la ley y al derecho.»
(2) «Artículo 3°: La soberanía una e indivisible reside en el pueblo, que la ejerce según las formas previstas en la Constitución.»
Artículo 4.°, p. 4.°: «El Estado está sometido a la Constitución y se fundamenta en la legalidad democrática.» (Tomo esta cita de unas notas inéditas del profesor GALLEGO ANABITARTE para un libro suyo en elaboración que, por el momento, titula Estado, Administración y Derecho. Cuestiones fundamentales de teoría jurídico-administrativa española.)
(3) Cfr. p. 59 anexo 2 al núm. 1538 del «Boletín Oficial de las Cortes Españolas».
(4) Cfr. lo que digo en la nota 74.
(5) NICOLÁS PÉREZ SERRANO: La Constitución española (9 diciembre 1931). Antecedentes, Texto, Comentarios, ed. «Revista de Derecho Privado», Madrid, 1932; pp. 48-50.
(6) LUIS SANCHEZ AGESTA: Historia del Constitucionalismo español, 3.ª ed., Madrid, 1976; pp. 218-223.
(7) «Lectores atentos, no me acuséis, os lo suplico, de contradición. No la he podido evitar en los términos, dada la pobreza del lenguaje, pero esperar.» (Capítulo IV, libro II, por nota.)
«Advierto al lector que este capítulo debe leerse con mucho detenimiento, y que yo no conozco el arte de ser claro para quien no quiere prestar atención.» (Capítulo I, libro I, ad initio.)
(8) «Esta persona pública, que se forma así por la unión de todas las demás, recibió antes el nombre de ciudad y ahora el de república o de cuerpo político, el cual es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, comparándole con sus semejantes. Con relación a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y como particulares se les llama ciudadanos en cuanto participan de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden con frecuencia y se toman uno por otro; basta con saberos distinguir cuando se emplean en su verdadera acepción» (capítulo VI, libro I, in fine).
«¿Qué es, pues, gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia; encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, así civil como política. Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe. Así, los que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete a los jefes no es un contrato, tienen mucha razón en afirmarlo. Es tan sólo una comisión, un cargo, por el cual simples empleados del soberano ejercen en su nombre el poder de que les hace depositarios, y que él puede limitar, modificar y reivindicar cuando le plazca, siendo como es la enajenación de tal derecho incompatible con la naturaleza del cuerpo social y contraria al fin de la asociación. Llamo, pues, gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo encargado de esa administración» (capítulo I, libro lII).
«Llamo, pues, República a todo Estado regido por leyes, cualquiera que sea su forma de administración, porque solamente entonces el interés público gobierna y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo es republicano» (capítulo VI, libro II).
(9) «En el gobierno se hallan las fuerzas intermediarias cuyas relaciones forman las del todo al todo, o del soberano al Estado. Puede representarse esta última relación por la de los extremos de una proporción continua, cuyo medio proporcional es el gobierno. Este recibe del soberano los mandatos que da al pueblo, y para que el Estado esté en perfecto equilibrio es preciso que exista igualdad entre el resultado o el poder del gobierno tomado en sí mismo, y el resultado o el poder de los ciudadanos, que son soberano de un lado y súbditos de otro» (capítulo I, libro III).
(10) En el segundo párrafo de la obra se lee: «Se me preguntará tal vez si soy príncipe o legislador para escribir sobre política. Desde luego contesto que no, y que por esto mismo lo hago. Si fuese príncipe o legislador, no perdería el tiempo en decir lo que debe hacerse; lo haría o me callaría». Y cuando trata de la «División de las leyes» (capítulo XII, libro II) termina diciendo: «Entre estas diversas clases, las leyes políticas, que constituyen la forma del gobierno, son las únicas relativas a mi propósito».
(11) «ROUSSEAU procedía de la república ciudadana de Ginebra, y durante toda su vida siguió siendo un admirador del Estado-ciudad». (Cfr. THEIMER, W.: Historia de las ideas políticas, Ed. Ariel, Barcelona, 1969, p. 148.) «...Su elogio de la democracia implica siempre elogio de la ciudad-estado. Este amor por la ciudad-estado no se pone de relieve de modo suficiente en la mayor parte de las exposiciones de la filosofía política de ROUSSEAU» (BERTRAND RUSSELL: Historia de la Filosofía occidental, tomo II, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1971, página 318).
(12) Esto lo expresa el autor en ese lenguaje matemático a que hace un momento aludíamos: «Supongamos que el Estado se compone de 10.000 ciudadanos. El soberano no puede ser considerado sino colectivamente y en cuerpo; pero cada particular, en su cualidad de súbdito, es considerado como individuo; así el soberano es al súbdito como diez mil es a uno, es decir, que cada miembro del Estado tiene sólo la diezmilésima parte de la autoridad soberana, aunque está sometido a ella todo entero; si el pueblo se compone de cien mil hombres, el Estado de los súbditos no se altera y cada cual sufre igualmente el imperio de las leyes, mientras que su sufragio, reducido a una cienmilésima, tiene diez veces menos influencia en su redacción, entonces, quedando siempre como uno el súbdito, la relación del soberano aumenta en razón del número de ciudadanos, de donde se sigue que cuanto más se agranda el Estado, tanto más disminuye la libertad.» Para aclarar (?) lo dicho añade: «Cuando digo que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad; así cuando mayor es la relación en la acepción geométrica, menos relación hay en la acepción común; en la primera, considerada según la cantidad, la relación se mide por el exponente, y en la otra, considerada según la identidad, se estima por la semejanza.» Pues bien, aumentando el pueblo, el gobierno tiene que hacerse más represivo: «Cuanto menos se refieren las voluntades particulares a la voluntad general, es decir, las costumbres a las leyes, más debe aumentar la fuerza represiva. El gobierno, pues, para ser bueno debe ser relativamente más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso» (Libro III, cap. I).
(13) Cfr. lo que decimos en el apartado 4.2.2. letra D.
(14) Sobre la necesidad de entender a ROUSSEAU como un clásico ha llamado la atención ENRIQUE TIERNO GALVAN, en el prefacio de una excelente traducción de Del contrato social, Ed. Taurus, Madrid, 1969, texto por el que citamos.
(15) «De ordinario ROUSSEAU es tenido por un precursor de la Revolución francesa, pero en realidad, a la mayor parte de sus ideas igual se les puede atribuir un sentido revolucionario que otro conservador; el caso no es nuevo en la Historia. Los jacobinos se atribuyeron filiación rousseauniana y llevaron sus huesos al Panteón. Repuestos los Borbones, mandáronlos retirar de allí y echarlos a una fosa. Ambas actitudes se basaban en una concepción unilateral de la obra del filósofo. Si los Borbones hubieran sido más avisados, hubieran reconocido y utilizado en su favor las posibilidades conservadoras de interpretación que yacen en ella.» (Cfr. THEIMIER, W.: Historia de las ideas políticas, Ed. Ariel, Barcelona, 1969, p. 149.) «Es el padre del movimiento romántico, el iniciador de sistemas de pensamiento que deducen hechos no humanos de emociones humanas, y el inventor de la filosofía política de las dictaduras seudodemocráticas, en oposición a las monarquías absolutas tradicionales. A partir de su tiempo, los que se han considerado reformadores han estado divididos en dos grupos: los que le han seguido y los que siguen a Locke. A veces han cooperado y muchos individuos no veían ninguna incompatibilidad. Pero poco a poco, ésta se ha ido haciendo cada vez más notoria. En nuestros días Hitler ha sido consecuencia de Rousseau; Roossevelt y Churchill, de Locke: «Sus doctrinas, aunque sirven insinceramente a la democracia, tienden a la justificación del Estado totalitario» (BERTRAND RUSSELL: Historia de la Filosofía occidental, tomo II, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1971, pp. 308 y 318).
«Si los teóricos del fascismo y del nacionalsocialismo no hubiesen sido gente a medio educar, hubiesen podido hacer una verdadera mina de Rousseau (y también de Hobbes)» (KARL LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, 2.ª ed., Ariel, Madrid, 1976, p. 394, por nota).
(16) «Por desgracia, a pesar de su gran trascendencia, las explicaciones del autor sobre esta voluntad general son muy confusas.» (Cfr. THEIMER, W.: Historia de las ideas políticas, Ed. Ariel, Barcelona, 1969, p. 150.)
(17) «No sólo los demócratas han invocado la idea de la volonté générale: también los modernos dictadores cuando —todos ellos— declaran incorporar en sí ”la voluntad de la Nación”. Su principal preocupación por los demás ha sido hacer imposible cualquier expresión libre de esta voluntad: sólo con votaciones y plebiscitos simulados han materializado algunos de ellos su reverencia a la idea rousseauniana.» (Cfr. THEIMER: Historia de las ideas políticas, Ed. Ariel, Barcelona, 1969, p. 151.)
(18) «Le parecía que los ingleses eran esclavos, precisamente porque practicaban el sistema representativo. A su juicio, no debía interponerse nada entre la voluntad general y la voluntad de todos ó de la mayoría. Si es posible, votar con el brazo levantado; si no es posible, recoger uno por uno los votos en la plaza pública o en los domicilios, pero sin organismos intermedios. Para ROUSSEAU la voluntad general se expresa, literalmente, como un plebiscito constante. La idea de partido político y su función, esencial en un sistema democrático, es ajena al pensamiento de ROUSSEAU.» (Cfr. TIERNO GALVAN, E.: Prefacio a la traducción española de Del contrato social, Ed. Taurus, Madrid, 1969, p. 11.)
(19) «A cuenta del Contrato, por otra parte mal leído, un mito ROUSSEAU, indestructible en adelante, sustituyó al ROUSSEAU real.» (Cfr. CHEVALIER, J. J.: Los grandes textos políticos desde Maquiavelo a nuestros días, Ed. Agúílar, Madrid, 1970, p. 146.)
(20) CHEVALIER, J. J.: Los grandes textos políticos desde Maquiavelo a nuestros días, Ed. Aguilar, Madrid, 1970, p. 176 y siguientes.
(21) Por ejemplo, su «presentimiento de que un día esta isla (Córcega, patria de Napoleón) asombrará a Europa» (capítulo X, libro II, in fine) o su constatación de que la necesidad de conquista que entra en la Constitución de ciertos pueblos señala «con el término de su engrandecimiento, el momento inevitable de su caída» (capítulo IX, libro II, in fine), que parece intuir el desdichado fin de la Alemania nazi.
(22) Capítulo I, libro I.
(23) Capítulo II, libro I.
(24) Capítulo III, libro I.
(25) Capítulo IV, ab initio, libro I.
(26) Capítulo V, libro I.
(27) Capítulo VI, libro I.
(28) Capítulo VII, libro I (la cursiva es mía).
(28 bis) BERTRAND RUSSELL: Historia de la Filosofía occidental, ed. Espasa-Calpe, t. II, Madrid, 1971, p. 320.
(29) Capítulo VIII, libro I (la cursiva es mía).
(29 bis) BERTRAND RUSSELL: Historia..., cit. en nota 28 bis, página 321.
(30) Capítulo I, libro II (la cursiva es mía). Y más adelante (en el capítulo XV del libro III) insiste en la misma idea: «La tibieza del amor patrio, la actividad del interés privado, la inmensidad de los Estados, las conquistas, el abuso del gobierno, han hecho imaginar el artificio de los diputados o representantes del pueblo en las asambleas de la nación. Esto es lo que en algunos países se ha osado llamar tercer estado. Así el interés particular de dos órdenes se pone en el primero y segundo lugar; el interés público se coloca en el tercero. La soberanía no puede representarse, por la misma razón que no puede enajenarse; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa; es la misma o es otra, y en esto no hay punto medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes; no son sino sus comisarios que nada pueden concluir definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no ha ratificado es nula, no es una ley. El pueblo inglés piensa ser libre y se engaña; no lo es más que durante la elección de los miembros del Parlamento; una vez elegidos, es esclavo. En los cortos momentos de su libertad, el uso que de ella hace bien merece que la pierda.»
(31) Capítulo II, libro II.
(32) Capítulo III, libro II.
(33) Capítulo III, libro II (la cursiva es mía).
(34) Capítulo IV, libro II.
(35) CHEVALIER, J. J.: Los grandes textos políticos desde Maquiavelo a nuestros días, Ed. Aguilar, Madrid, 1970, p. 156 y siguientes.
(36) Capítulo VI, libro II (la cursiva es mía).
(37) En el mismo capítulo VI, libro II (la cursiva es mía).
(38) Capítulo XII, libro II.
(39) Las leyes civiles —que regulan las relaciones «de los miembros entre sí o con el cuerpo entero»—, y las criminales —que regulan las relaciones del «hombre y la ley»—, no interesan a ROUSSEAU. «Entre estas diversas clases —nos dice después de formular la clasificación anterior— las leyes políticas, que constituyen la forma del gobierno, son las únicas relativas a mi propósito.»
(40) Por lo demás, estas leyes políticas no son inmutables, no son —diríamos con terminología que hoy nos resulta familiar— permanentes e inalterables: «...el pueblo es siempre dueño de cambiar sus leyes, aun las mejores; porque si le place hacerse mal a sí propio, ¿quién es capaz de impedirlo?».
(41) La «santidad de la ley» —lo veremos después— constituye para ROUSSEAU uno de los dogmas de la religión civil.
(42) Estas dos frases entrecomilladas —como también lo que a continuación aparece «sangrado» en el texto— son todavía del capítulo VI, libro II.
(43) Esta y las citas que siguen son del capítulo VII del libro II (la cursiva es mía).
(44) Capítulo IX, libro II.
(45) Capítulo I, libro III.
(46) Capítulo I, libro III.
(47) Capítulo XI, libro III.
(48) Capítulo XVI, libro III.
(49) Capítulo XVII, libro III.
(50) Capítulo I, libro III.
(51) Capítulo XVIII, libro III.
(52) CHEVALIER, J. J.: Los grandes textos políticos desde Maquiavelo a nuestros días, Ed. Aguilar, Madrid, 1970, p. 168.
(53) Capítulo X, libro III.
(54) Capítulo XVIII, libro III.
(54 bis) En «La profesión de fe de un Vicario saboyardo», incluida casi al final del libro IV del Emilio hace ROUSSEAU una extensa —y farragosa— justificación de alguno de estos dogmas, como el de la existencia de Dios (Cfr.: J. J. ROUSSEAU: Emilio o de la educación, trad, española, ed. Edaf, Madrid 1969, páginas 294-350).
(55) R. CARRE DE MALBERG: Teoría general del Estado, Ed. Fondo de Cultura Económica, México 1948, pp. 83-88. GEORG JELLINEK: Teoría general del Estado, trad. de la 2.ª edición alemana, Ed. Albatros, Buenos Aires 1973, pp. 327-355.
(56) Hemos manejado la versión abreviada de la obra de BODINO Los seis libros de la República, realizada por PEDRO BRAVO y editada por Aguilar, Madrid, 1973. Dicha versión está hecha sobre la versión francesa de Barthelemy Vicent, Lyon, 1593; al parecer una de las mejores hechas en dicho idioma (como se sabe, la edición latina rebasa los límites de una traducción, pues BODINO introdujo en ella cambios importantes). Sobre esta técnica de la abreviación debe advertirse, como lo hace el seleccionador, que «las propias características de la obra hacen posible eliminar parte de la misma, sin que por ello se resienta el discurso de BODINO ni pierdan vigor sus argumentos; en efecto, numerosos pasajes de la República tienen como único propósito acumular ejemplos históricos y citar autoridades que den peso a sus afirmaciones. A tales pasajes ha ido dirigida principalmente la poda, que no corta...». La cita que hacemos en el texto corresponde al capítulo X del libro primero, que puede leerse en las páginas 65 a 73 de la edición citada.
(57) Puede consultarse en Recopilación de Doctrina legal del Consejo de Estado.
(58) Varios han sido hasta ahora los intentos realizados para precisar el concepto de soberanía de nuestras Leyes Fundamentales. Así: MIGUEL HERRERO DE MIÑON: El principio monárquico (Un estudio sobre la Soberanía del Rey en las Leyes Fundamentales), Edicusa, Madrid 1972, pp. 19-27; ANTONIO PEREZ VOITURIEZ: Las Leyes Fundamentales ante el Derecho Internacional, «Revista española de Derecho Internacional», vol. XXII, número 2, 1969, especialmente pp. 256-277; JORGE DE ESTEBAN y otros: Desarrollo político y Constitución española, Ed. Ariel, Madrid 1973, pp. 43-56.
(59) R. CARRE DE MALBERG: Teoría general del Estado, citado en nota 55, p. 143. PABLO LUCAS VERDU: Curso de Derecho Político, Ed. Tecnos, vol. Il, Madrid 1974, p. 123, comentando el párrafo de la Ley Orgánica del Estado citado en el texto dice lo siguiente: «Estamos ante una afirmación jurídica homologa a la mantenida por la doctrina germano-italiana que atribuye, en estrictos términos técnico-jurídicos la soberanía al Estado que en cuanto persona jurídica la ejerce mediante los órganos correspondientes». Sin embargo, a mí no me parece que en este precepto —ni en ningún otro de nuestra constitución— se atribuya la soberanía al Estado, sino, según los casos, a la Nación o al Pueblo (cfr. lo que digo en el apartado 3.2 del texto).
(60) LEON DUGUIT: Traité de Droit Constitutionnel, t. Il, 3.ª ed., París, 1928, pp. 107-125, califica de doctrina ordinaria o dominante en Francia a aquella que identifica la palabra soberanía con «puissance publique». Pues bien, es ésta la doctrina en que se ha ido inspirando nuestro legislador, según decimos en el texto.
(61) NICOLAS PEREZ SERRANO: Tratado de Derecho Político, Madrid, 1976, p. 149.
(62) MAURICE DUVERGER: Instituciones políticas y Derecho constitucional, Ed. Ariel, Barcelona, 1962, pp. 32-36, distingue, a su vez, en las teorías teocráticas tres manifestaciones: la de la naturaleza divina de los gobernantes, la de la investidura divina de los gobernantes y la de la investidura providencial; y en las teorías democráticas separa la de la soberanía popular, la de la soberanía nacional y la de la soberanía del proletariado. LEON DUGUIT: Traite de Droit Constitutionnel, 3.a ed., I, París, 1927, pp. 592-616, separa la doctrina patrimonialista, la francesa de la soberanía nacional, y la alemana de la soberanía del Estado. R. CARRE DE MALBERG: Teoría general del Estado, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1948, pp. 872-913, estudia la doctrina del derecho divino, la de la soberanía del pueblo y la de la soberanía nacional.
(63) Sobre la democracia directa, vide KARL LOEWENSTEIN, Teoría de la Constitución, 2.a ed., Ariel, Barcelona, 1976, páginas 95-97.
(64) M. DUVERGER: Instituciones..., cit. en nota 62, p. 34. ANDRÉ HAURIOU: Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, ed. Ariel, Barcelona 1971, p. 350.
(65) L. DUGUIT: Traité..., cit. en nota 62, p. 600.
(66) L. DUGUIT: Traité..., cit. en nota 62, p. 608.
(67) R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 55, páginas 907-913, ANDRÉ HAURIOU: Derecho..., cit. en nota 64, páginas 347-348.
(68) KARL LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota 63, p. 60.
(69) HERRERO DE MIÑON, MIGUEL: El principio monárquico, cit. en nota 58, pp. 23 y 25.
(70) JOSE ANTONIO PRIMO DE RIVERA: Ensayo sobre el Nacionalismo, en Obras completas, recopilación y ordenación a cargo de AGUSTIN DEL RIO CISNEROS y ENRIQUE CONDE GARGOLLO, Madrid, 1945, pp. 575-581.
(71) J. ORTEGA Y GASSET: De Europa meditatio quoedam, en el volumen «Meditación sobre Europa», 2.a ed., Madrid, 1966, p. 73. Se trata de una conferencia pronunciada en Berlín en 1949. AI invocar aquí, junto a la fuerza creadora de futuro (Vis proiectiva), la fuerza inercial del pasado (Vis a tergo), para expresar lo que sea una nación, parece que ORTEGA rectifica lo que había dicho sobre el tema en 1929 en La rebelión de las masas, donde parece poner el acento únicamente en la idea de empresa: «No es la comunidad anterior, pretérita, tradicional e inmemorial —en suma, fatal e irreformable— la que proporciona título para la convivencia política, sino la comunidad futura en el efectivo hacer» (p. 241 de la ed. 35.°, de 1961, por la que citamos; cfr. también p. 247). El Ensayo sobre el nacionalismo, de J. A. PRIMO DE RIVERA, se publicó en la revista JONS núm. 16, abril de 1934, situándose, por tanto, entre las dos fechas —1929 y 1949— de estas obras de ORTEGA.
(72) SANCHEZ AGESTA, LUIS: Derecho político, 6.a ed., Granada, 1959, p. 140.
(73) El artículo 3.° es muy revelador al respecto: «La souveraineté nationale appartient au peuple qui l’exerce par ses représentants et par la voie du référendum». Análoga confusión aparecía en el artículo 3.° de la Constitución de 27 de octubre de 1946.
(74) En este sentido escribe NICOLAS PEREZ SERRANO: Tratado de Derecho político, Ed. Civitas, Madrid, 1976, pp. 148 y siguientes: «La soberanía nacional quiere significar cosa distinta (de la soberanía popular), no son los individuos, sino la colectividad, anterior y superior a ellos, no simple suma aritmética, sino complejo orgánico, quien resulta titular de la soberanía. Hay frente al concepto atomizador, disolvente, de la nueva soberanía popular, un principio integrador, aglutinante, representado por la Nación, todo sustancial, perdurable en el tiempo y enraizado en la tradición. Y a este criterio pudiera responder nuestra Constitución de Cádiz al afirmar en su artículo segundo que "la Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona"; tesis explicada en el Discurso preliminar al rechazar la doctrina de que la nación fuese propiedad de la Familia Real, y combatir la usurpación napoleónica basada en una cesión hecha por nuestros Reyes. Sin embargo, otros párrafos del mismo Discurso permiten abrigar dudas y sospechas, que se acrecientan al recordar el inmenso influjo de las ideas francesas en los doceañistas, y sobre todo al leer en el artículo primero de la propia Constitución que "la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios". Y como quiera que otros preceptos (los artículos tercero y cuarto, por ejemplo) se refieren más bien a la Nación como conjunto orgánico y personalidad colectiva, la dificultad de catalogación aumenta.»
(75) GARCIA DE ENTERRIA, E.: La Revolución francesa y la emergencia histórica de la Administración contemporánea, Estudios homenaje a PEREZ SERRANO, p. 209 y s.
(76) GARCIA DE ENTERRIA, E.: La Revolución francesa..., citada en nota anterior, p. 212.
(77) GARCIA DE ENTERRIA, E.: La Revolución francesa..., citada en nota 75, p. 213 y s.
(78) GARCIA DE ENTERRIA, E.: La Revolución francesa..., citada en nota 75, p. 214.
(79) TQCQUEVILLE, ALEXIS DE: La democracia en América, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1963, p. 638.
(80) Puede consultarse en PLATON, Obras completas, Editorial Aguilar, Madrid, 1966, pp. 225-238, por donde citamos.
(81) En el Fedón [58 a), 59 b)] se cuenta esta historia de la nave peregrina.
(82) NUMA DIONISIO FUSTEL DE COULANGES: La ciudad antigua, Ed. Iberia, Barcelona, 1971, p. 11.
(83) FUSTEL DE COULANGES: La ciudad antigua..., cit. en nota anterior, p. 496.
(84) FUSTEL DE COULANGES: La ciudad antigua..., cit. en nota 82, pp. 184 y 185,
(85) FUSTEL DE COULANGES: La ciudad antigua, cit. en nota 82, pp. 227-228.
(86) FUSTEL DE COULANGES: La ciudad antigua, cit. en nota 82, p. 229.
(86 bis) FUSTEL DE COULANGES: La ciudad antigua, cit en nota 82, p. 229.
(87) FOUSTEL DE COULANGES: La ciudad antigua, cit. en nota 82, p. 231.
(87 bis) FOUSTEL DE COULANGES: La ciudad antigua, cit. en nota 82, p. 272, y en general todo el capítulo XVIII del libro III, pp. 268-272.
(88) CHEVALIER, J. J.: Los grandes textos políticos desde Maquiavelo a nuestros días, Ed. Aguilar, Madrid, 1969, p. 157.
(89) Capítulo VII, libro II (Calígula, Licurgo) capítulos V y VI, libro IV (Tribunado, Senado romano).
(90) Vide el libro XI de L'esprit des Lois.
(91) JOHN LOCKE: Ensayo sobre el Gobierno civil, parágrafo 150 (puede consultarse en la versión de LAZARO ROS, Ed. Aguilar, Madrid, 1969).
(92) GARCIA DE ENTERRIA, E.: Reflexiones sobre la ley y los principios generales del Derecho, «RAP» núm. 40, 1963, página 197.
(93) ALDOUS HUXLEY: Un mundo feliz, Ed. Plaza Janés, Barcelona, 1969, y Nueva visita al mundo feliz, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1970.
(94) El hombre de la calle, «un ciudadano que discute, comenta, critica, sin una particular competencia ni una especial sutileza, mucho menos en términos técnicos, sino sólo a la luz de su buen sentido, los actos o la inercia de los hombres de Gobierno, que, a su juicio, carecen precisamente, en muchos casos, de sentido común, un espectador ”lo bastante inteligente como para expresar, aplaudiendo o quizá silbando, su satisfacción o, más frecuentemente, su insatisfacción por el espectáculo al que asiste y que ora le divierte, ora le aburre, ora le cansa"; ciudadano medio que al jurista le recuerda ese "otro tipo de hombre medio, del hombre medio, al que la sabiduría y el sentido práctico de los romanos designó con el nombre, que ha permanecido a través de los siglos, de buen padre de familia”». (Cfr. SANTl ROMANO: Frammenti di un Dizionario giuridico, reimpresión Milano, 1953, p. 234 y s.)
(95) Es el positivismo jurídico el que debe rechazarse, no el positivismo científico y cultural en el que sí puede y debe encuadrarse a SANTI ROMANO. En este sentido, cfr. SEBASTIAN MARTIN RETORTILLO: Estudio preliminar a su traducción de El ordenamiento jurídico, p. 27.
(96) SEBASTIAN MARTIN RETORTILLO: Estudio preliminar a su traducción de El ordenamiento jurídico, de SANTI ROMANO, páginas 37-42, cita una serie de casos que confirman esa disociación entre lo normativo y lo jurídico. Cfr. también VILLAR PALASI, J. L.: Derecho administrativo. Introducción y teoría de las normas, Madrid, 1968, especialmente las consideraciones que hace sobre el «desuso», pp. 509-523.
(97) «... es por demás obvio que el sistema judicial español necesita el esponjamiento, un tanto aformal si se quiere, de una construcción desarrollada fundamentalmente en base a la acción de los jueces, para encuadrarse en esa línea cada vez más frecuente en el pensamiento jurídico continental de ofrecer una fundamentación directa de las sentencias a partir de principios jurídicos generales, bien por causa de la misma insuficiencia de las leyes, bien como punto de partida de valoraciones totalmente nuevas.» (Cfr. SEBASTIAN MARTIN RETORTILLO: Estudio preliminar, cit. en nota anterior, p. 57 por nota.)
(98) SANTI ROMANO: El ordenamiento jurídico, trad. española, Madrid, 1963, IEP, 95 (la cursiva es mía).
(99) SANTI ROMANO: El ordenamiento..., cit. en nota anterior, p. 191 y s.
(100) SANTI ROMANO: El ordenamiento..., cit. en nota 98, página 96.
(101) Cfr. p. 58 del anexo 2 al núm. 1538 del «Boletín Oficial de las Cortes Españolas».
(102) Sobre el Gobierno de Asamblea, cfr. KARL LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota 63, pp. 97-103.
(103) Tomo la cita del borrador inédito que menciono en la nota 2.
(104) KARL LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota 63, p. 99..
(105) De este problema me ocuparé en el capítulo 18.
(106) Cfr. lo que sobre este punto se dice en el capítulo 18.
(107) KARL LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota 63, páginas 192-199.
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