La nueva Ley Fundamental para la Reforma Política
«La política es el arte de aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible; nosotros venimos ante todo con la realidad; nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sino todo lo que en este instante puede aplicarse sin peligro.»
(CANOVAS)
«Bajo esta Constitución pueden realizarse todas las políticas posibles dentro del sistema monárquico constitucional.»
(SILVELA)
A) Cuando se puedan contemplar con una cierta perspectiva histórica los tiempos que corren, cuando se puedan ver los problemas de hoy como «problemas de otros», con frialdad de investigador, sin ansias de vencer ni temor de ser vencido, es muy posible que resulte fácil establecer un paralelo entre la época que ahora se inicia y todo el tiempo transcurrido desde 1812 hasta la caída de la Segunda República.
Por lo pronto, se nos antoja que hay mucho de espíritu decimonónico en la actuación de nuestra actual clase política. Su preocupación innegable por los problemas estructurales, esa desbordada obsesión por lograr la solución de los problemas que tiene planteada hoy nuestra convivencia mediante la plasmación de unos ideales en un texto escrito de rango fundamental tiene todo el aroma, entre romántico e ingenuo, del siglo XIX.
Porque, como ha escrito brillantemente el profesor Sánchez Agesta, «lo que tiene el carlismo —no el tradicionalismo— de tan siglo XIX, que apenas lo entendemos fuera de aquel marco —y qué duda cabe que el carlismo no era constitucionalista ni liberal— es su discusión de las formas políticas como algo esencial. Ese aire tremendamente siglo XIX que tienen algunos aspectos de la Segunda República responde también a ese carácter. Había republicanos que creían que la sola forma republicana, como cambio de estructura política, era una panacea salvadora; el mismo Ortega y Gasset no escapó a este espejismo. Lo que tiene en cambio de moderna, de siglo XX, la generación del noventa y ocho, y con ella hombres como Ganivet, Unamuno y Maeztu, es su característica indiferencia por los problemas de estructura constitucional» (1).
Desde otro punto de vista, al impulso de una muy distinta preocupación —censurar que la crítica a la democracia liberal se detenga en un mero deseo de corregir sus defectos y no se proponga lisa y llanamente su superación— el profesor Tierno Galván llegaba hace unos años a una conclusión análoga a la que acabamos de transcribir. Estas eran sus palabras: «No hemos rebasado aún en política el nivel de la mentalidad demo-liberal. Incluso en el seno de las dictaduras el esquema de la democracia liberal es el importante. En torno de él se discute y respecto de él se acusa, condena o absuelve. Los regímenes fuertes españoles acaban aspirando a perfeccionar el sistema democrático-liberal y nunca consiguen, ni en el fondo se proponen, superarlo. Antropológica e ideológicamente la mentalidad española continúa instalada en el siglo XIX» (2).
B) Y nuevamente se ve aflorar esa rotunda bipartición de los hombres de España que da a la historia del constitucionalismo español su tremenda carga emocional tan frecuentemente desviada por cauces de tragedia.
«Liberales y tradicionalistas —citemos nuevamente a Sánchez Agesta—, pasando por alto otras ideas políticas en debate, tienen un concepto distinto de la historia de España; esto es, de España misma. El debate adquiere así una dramática intensidad. Lo que se oponen no son dos programas diversos de estructura constitucional, sino dos conceptos distintos de España. Eso explica ese cortejo de sangre, esa España sumida en la guerra civil, ese eco continuo de los pelotones de ejecución, ese caudal de heroísmo que nos espanta y nos conmueve, porque todos aquellos hombres creían matar y morir, no por una idea política, ni por una cuestión dinástica, sino por lo que ellos creían que era el ser mismo de España y el supuesto de su regeneración y de su grandeza» (3).
Ocurre, además, que esa división lleva hoy en sí nuevos elementos perturbadores que ponen en trance de destrucción nada menos que toda una civilización: «He aquí la situación —la voz es ahora de Madariaga—: los trabajadores no creen ya que los partidos conservadores y liberales —reprobados juntos como partidos burgueses— sientan sinceramente lo que dicen y aun lo que piesan; al contrario, los trabajadores estiman que los partidos burgueses hacen de sus ideas cortinas de humo de pensamiento político para defender sus privilegios sociales y económicos. Está, pues, amenazada nuestra civilización por llevar dentro un cisma, un divorcio cordial y mental entre sus clases trabajadoras y sus clases burguesas. La gravedad de este hecho no puede ser mayor, porque la civilización es cosa de unanimidad, y en ella han de participar de modo consciente y voluntario todas aquellas personas a quienes abarca» (4).
Cuando se leen las declaraciones de líderes de diversos grupos y tendencias, e incluso, los documentos propuestos por algunos partidos para buscar la solución a los problemas que nos acucian, sorprende esa insistencia en hacer un nuevo texto constitucional que vendría a enriquecer el nada reducido muestrario que jalona nuestra historia constitucional. El llamado «Contraproyecto de ley de cambio político», por ejemplo, elaborado por la Comisión jurídica del Partido Socialista Popular (PSP) por encargo de la Secretaría General de dicho Partido (5), formula —como dice en su Preámbulo— «unas Cortes realmente constituyentes». E insiste en que «así debe ser interpretado todo su articulado y, en especial, su disposición final, que dice así: «La presente ley tendrá rango de ley constitucional transitoria hasta que las Cortes en ella convocadas decreten y sancionen la Constitución y leyes constitucionales de la nación y del Estado español, en cuyo momento procederá su disolución».
Esta insistencia recuerda en cierto modo la conocida disyunción entre liberales conservadores o «moderados» y los exaltados, «progresistas» o «radicales», que corre desde 1839 con el final de la guerra civil, hasta la crisis de 1868-1876, durante cuyo período —sobre la base común del rechazo de la monarquía absoluta— se establece «la práctica monstruosa de que cada partido gobierna con su propia constitución», y en que las constituciones «son casi la fijación de los programas de los partidos y el ideario de los hombres públicos. Porque a estos hombres del siglo XIX les importa, a veces, más la fijación y proclamación de sus ideas que su realización efectiva» (6).
A la vista de estos antecedentes no puede menos de suscitar alarma esta fe que nuestra clase política y un sector de nuestra Prensa, parece tener en el mito de una Constitución. Porque como ha dicho Loewenstein (7), «es más fácil vivir con una constitución con lagunas que con una que se haya convertido en la pelota de juego de la arbitrariedad de los partidos».
Pero hay más, tal como se plantea el juego de las fuerzas en presencia, y a la vista del tono marcadamente despectivo con que aluden ciertos grupos a otros, incluso cuando estas manifestaciones arrancan de medios que se autocalifican de independientes y que se definen como respetuosos de las ideas que no comparten (8), cabe temer que iniciemos la aventura de un vano tejer y destejer en que una de las dos Españas enarbole la bandera de una Constitución —la vigente— y la otra España haga objeto de sus desiderata la defenestración de aquel símbolo al que reputa nefando (9). Fue el sino, desde luego, de la Constitución de 1812 cuyos preceptos, no obstante, los pocos e inquietos años de su vigencia, quedaron como un símbolo por el que los hombres se mataban. Declarar, como lo hacía el famoso manifiesto de 4 de mayo de 1814, unos hechos y sus consecuencias «nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo» es una aberración no sólo jurídica sino física, pero es también expresión de hasta qué punto eran irreconciliables las posiciones de aquellos españoles. ¿Sabremos evitar que se repita la historia?
Mucho se ha hablado en estos meses de que estamos en período constituyente. La idea de que la nueva Ley Fundamental ha abierto un período constituyente ha sido repetida una y otra vez. Y es bien cierto que el énfasis que se ha puesto en la propia rúbrica —Ley para la Reforma Política—, el carácter transitorio de parte de sus disposiciones y las mismas palabras de los miembros de la Ponencia ante el Pleno de las Cortes, vienen a subrayar el carácter de Ley puente del nuevo texto.
Todo ello obliga a plantearse la cuestión de si las próximas Cortes son unas Cortes constituyentes. Anticipemos ya la respuesta: las próximas Cortes no son unas Cortes constituyentes, en el estricto sentido de la expresión, lo cual no es obstáculo para que puedan —e incluso previsiblemente vayan a— continuar la tarea de la reforma política en la línea de democratización —en el sentido que a este vocablo se da en la Europa occidental— de la vigente Constitución.
Sí habrían de tener, en cambio, estricto carácter constituyente las Cortes que configuraba el Contraproyecto del PSP (10), cuya disposición final decía lo siguiente:
«La presente ley tendrá rango de ley constitucional transitoria hasta que las Cortes en ella convocadas decreten y sancionen la Constitución y leyes constitucionales de la nación y del Estado español, en cuyo momento procederá su disolución.»
Pues bien, ni la nueva Ley Fundamental tiene carácter transitorio —aunque sí lo tengan algunas de sus normas— ni las Cortes constituidas conforme a sus previsiones tienen que disolverse una vez cumplida esa tarea de reforma, ni tienen tampoco encomendadas específicamente esas facultades legislativas extraordinarias (10 bis).
Ahora bien, la falta de mandato legal concreto dirigido a las nuevas Cortes no implica el que éstas no vayan a abordar temas de contenido constitucional.
En primer lugar porque la composición de las nuevas Cortes —número de Diputados y Senadores, procedencia de estos, etc.—, se regula con carácter transitorio y referido específicamente a la primera legislatura, por lo que agotada ésta se produciría un vacío constitucional si no se hubiera previsto por las nuevas Cortes cuál deba ser definitivamente la composición de las Cámaras. (Por cierto, que si las nuevas Cortes se limitaran —supuesto, insisto, totalmente improbable— a elevar a definitivas las transitorias de la nueva Ley o a llenar —en el sentido que fuere— la laguna producida por el agotamiento de alguna de esas transitorias— caso de la primera de ellas—, sin alterar el resto de la Constitución, no sería necesario referéndum de la Nación porque no habría en este caso modificación de aquélla.)
En segundo lugar, porque aunque entiendo que la mayor parte de la Constitución vigente no debe derogarse como no sea que se quieran copiar nuevamente sus preceptos, hay temas como el del recurso de contrafuero, por ejemplo, que exigen reforma inmediata, y hay otros —como los que se indican en el capítulo siguiente— que exigen una adecuada clarificación en un sentido o en otro.
Por lo demás, nunca se insistirá bastante en el cuidado y prudencia con que las Cortes deben proceder en su tarea reformadora (11).
Esas Cortes no constituyentes que, sin embargo —en base al poder constituyente depositado en la Constitución (12)— van a perfilar la nueva democracia constitucional española, llenando quizá algunas de las lagunas que aquí han quedado advertidas, y —deseablemente— habilitando fórmulas —si no absolutamente originales, al menos actuales— que corrijan los excesos perturbadores de un parlamentarismo de tipo clásico, han de actuar, si van a ser unas Cortes para la convivencia, bajo el imperativo de la transacción.
Transigir es el primer deber cuyo cumplimiento se nos exige a los españoles de hoy, como se les exigió —y supieron cumplirlo—, bajo otras circunstancias a los españoles de la Restauración.
Una vez más, la política se nos revela como el arte de lo posible. «La política —decía Cánovas— es el arte de aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible; nosotros venimos ante todo con la realidad; nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sino todo lo que en este instante puede aplicarse sin peligro» (13). Toda una lección de pragmatismo político.
Dejémonos, pues, de jugar al macabro deporte de alancear cadáveres, evitemos la tentación de conjurar fuerzas que puedan escapar a nuestro control, y empecemos ya, como lo ha hecho el Gobierno Suárez, a ejercitamos en esa dura forma de ascetismo político cuyo primer mandamiento exige transigir.
Pero no se olvide que la transacción exige reciprocidad de prestaciones pues ya dice el Código civil que «la transacción es un contrato por el cual las partes, dando, prometiendo o reteniendo cada una alguna cosa, evitan la provocación de un pleito o ponen término al que había comenzado» (art. 1809).
A) En busca del necesario equilibrio, queriendo huir de la beata adoración de unas ideas que han adquirido un aura casi mítica y repudiando la intransigente pretensión de imponer determinadas convicciones como dogmas de fe, quizá no resulte inoportuno recordar aquí algunas afirmaciones de algunos pensadores, nacionales y extranjeros, de reconocido talante liberal.
B) Salvador de Madariaga, en un librito cuya primera edición apareció en 1934, y enfrentado con el dilema «anarquía o jerarquía» —que daba título a su trabajo— formulaba una serie de observaciones que los nuevos devotos españoles de la democracia harían bien en leer. Entre tantas cosas aprovechables que hay en esa meditación suya, bastará con recordar aquí tres afirmaciones solamente:
a) La primera, sobre la necesidad de tomar conciencia de los defectos de la democracia para, mediante su reforma, evitar su desaparición: «Es significativo que los ataques más importantes y más logrados contra el liberalismo democrático hayan venido de la izquierda. El iniciador de la era dictatorial es Lenin, un comunista. Nadie, a la vez bien informado y de buena fe, puede negar que el régimen bolchevique tiende sinceramente al bienestar del pueblo; pero la expresión "dictadura del proletariado" es un equívoco. La dictadura del proletariado es una imposibilidad, y la bolchevique lo es de un partido relativamente pequeño sobre la nación y de un grupo reducido de hombres sobre el partido. Los imitadores de Lenin proceden todos de la izquierda. Mussolini, Pildsuski, Hitler, empiezan como socialistas. El mismo Primo de Rivera flirteó con ellos. El sentido del Estado que anima a estos exsocialistas tiene raíces en el sentido comunista que late en el fondo de todo socialismo. Este hecho indica que todos estos movimientos contienen un elemento central común que podría describirse como la protesta contra la debilidad del Estado liberal democrático y el esfuerzo vigoroso para afirmar los derechos del Estado frente a los del individuo. La opinión independiente y libre que quedaba en el mundo podía reaccionar frente a esta evolución de tres modos distintos: o ceder a las tendencias nuevas, sinceramente convencida de su superioridad, o rechazarlas y organizar la defensiva contra ellas, o, finalmente, estudiarlas y, lo que es más importante, estudiar el propio sistema liberal-democrático, tanto en su teoría como en su práctica, a fin de darse cuenta de si era posible que sobreviviese sin renovarse, o de si, por el contrario, se haría necesaria una reforma profunda de las democracias liberales para evitar su desaparición» (14).
b) La segunda afirmación que merece recordarse aquí es la necesidad de evitar, lo que pudiéramos llamar la exultancia del verbo: «Dejando confortablemente dormidos en sus bibliotecas los mejores autores sobre esta cuestión, todos sus peros y sus sin embargos tan delicadamente equilibrados, los políticos comparecen ante sus electores y rotundamente los proclaman soberanos. A sus electores someten los problemas más arduos de hacienda pública, las cuestiones más complejas de política extranjera o de defensa nacional, simplificándolas hasta el falseamiento; o, alternativamente, guardando discreto silencio sobre estas cuestiones, que son las sustanciales, les sustraen el voto y la delegación de soberanía, apelando a sus pasiones, a sus intereses más mezquinos, a sus gustos o a sus necesidades. Así se establece una competencia hacia abajo, que viene a ser como una ley natural de la vida política, y las ideas que rigen una elección acaban por medirse con el gálibo intelectual de los electores menos inteligentes» (15).
c) Por último, la necesidad de recrear los modelos que ofrece el Derecho constitucional comparado, mediante las oportunas e ineludibles adaptaciones a la peculiar idiosincrasia de cada pueblo. Verter, en suma, el vino viejo en odres nuevos, porque aquí podríamos decir que el plagio sólo es admisible si va acompañado del asesinato. Cuando el pueblo pide a gritos: «la imaginación al Poder», parece que en última instancia muestra su desengaño ante tanta copia literal con olvido de la relatividad de las formas políticas y su dependencia del tiempo y del espacio: «Muchos desengaños se hubieran evitado las democracias liberales de haber prestado mayor atención a la influencia de las diferencias de raza y de clima sobre los principios políticos. El más importante de estos desengaños es el evidente descrédito en que ha caído el parlamentarismo en casi todos los países, menos en la Gran Bretaña. El Parlamento en Inglaterra debe su éxito a dos condiciones: la primera es la existencia de un número muy reducido de partidos políticos, casi siempre dos, lo que, a su vez, no es sino la manifestación política del espíritu deportivo, que sólo se ejerce con plena satisfacción cuando se dan dos equipos, cada uno bajo las órdenes de un capitán; la segunda es el desvío peculiar que los ingleses tienen para con las ideas en sí, así como la necesidad que sienten de resultados en términos de acción. Estas dos condiciones son esenciales para el éxito del sistema parlamentario, y se dan en Inglaterra con excepcional brillantez. Pero la mayoría de las naciones, que muy librescamente han imitado las instituciones parlamentarias inglesas, se han tenido que dar cuenta con harto desengaño que el sistema inglés no es de fácil trasplantación a otros suelos psicológicos» (16).
Conciencia de que la democracia no es un sistema político perfecto, renuncia al verbalismo, ansia de originalidad (compatible, desde luego, con una democracia auténtica) (17) y pragmatismo. He aquí unas pocas enseñanzas que se pueden extraer de cuanto antecede.
B) Otro pensador que quiero recordar aquí especialmente —aunque a lo largo de este estudio ha quedado bien probado hasta qué punto he quedado captado por lo sugestivo de su obra— es Karl Loewenstein. Se trata de un intelectual alemán que hubo de emigrar a América ante los acontecimientos internos de la Alemania de 1932. En los Estados Unidos elaboró la mayor parte de su obra, muriendo en 1973, durante un viaje a Europa, en Heidelberg, a los ochenta y dos años de edad. Su vida fue la realización plena de «una vocación hacia el estudio histórico, sociológico, crítico de las instituciones políticas y, en particular, de la constitución». Su preocupación dominante, de ahí el interés práctico de su pensamiento, fue «el funcionamiento real de la sociedad estatal» (18). Pues bien, sobre estos antecedentes difícilmente podrá negarse el interés de lo que nos dice —y es lo que queremos traer a colación aquí— sobre la presencia de las fuerzas totalitarias —de signos encontrados— en el juego político de la democracia constitucional.
«Tal como querían sus profetas, las ideologías totalitarias del presente se han convertido en verdaderas religiones políticas impulsadas por movimientos organizados de masas bajo la dirección de técnicos de la política, que han crecido en el ambiente de la moderna sociedad tecnológica y están entrenados en la ciencia de la psicología de masas. Para imponerse, el nuevo evangelio tendrá que complacer las ansias y los deseos de la masa, adular sus instintos para llegar de esta forma a dominarla. Como todas las religiones, el credo totalitario es por su naturaleza misionero, supranacional y mundial. El fascismo como el comunismo son dos creencias, con una especie de fanatismo religioso, convencidas de tener que extenderse a todos los otros pueblos. Ambos movimientos usan las mismas técnicas para apoderarse finalmente del poder (...). El secreto del éxito del totalitarismo es que ha intentado batir a la democracia con sus propias reglas de juego. Siempre y cuando en el orden social occidental reinó unanimidad sobre los fundamentos espirituales de su existencia, el proceso del poder pudo discurrir por el camino de la libre competencia entre las fuerzas sociales luchando por el poder en un circuito abierto de ideologías. Pero desde entonces han cambiado fundamentalmente los objetivos de ciertas tendencias políticas y las técnicas empleadas para su realización: los grupos totalitarios están dispuestos a dejar valer las instituciones democráticas hasta haber alcanzado el poder con su ayuda; tras esto, el circuito se cerrará para siempre (19).
De aquí el tremendo dilema —a que aludíamos en el capítulo 3 de este trabajo— con que se enfrenta toda democracia constitucional, y la española no es una excepción. ¿Sabremos hallar la solución?
C) Por último, una llamada de atención dirigida a los partidos políticos por el profesor Julián Marías desde las páginas de un diario madrileño, hace apenas unos días, viene a subrayar la necesidad de que los mismos dejen de hacer política de «torre de marfil» y se acerquen al pueblo español para ver qué es lo que éste pide en la sociedad tecnológica y de masas de finales del siglo XX (20).
«La política la tienen que hacer los partidos; pero éstos tienen que contar con la opinión de tos españoles; más aún, tienen que nacer de esa opinión. Por eso, lo primero que hay que hacer es preguntarse qué quieren los españoles. No vaya a resultar que las fórmulas prefabricadas que se les ofrecen —o muchas de ellas, por lo menos— no les interesan, no les atraen, por supuesto no les entusiasman.»
«Es urgente que se ofrezcan opciones actuales, reales, incitantes a los hombres y mujeres de España.»
Y es que, en definitiva, la función de los partidos no es la de «llevar a los españoles a tal o cual postura o actitud», sino la de
«descubrir, expresar y articular las apetencias políticas de los ciudadanos; tienen que ponerse al servicio de éstos (un servicio que consiste, como tantas veces, en una función rectora) y no al revés.»
Sólo así los partidos dejarán de ser lo que son en España hoy por hoy: «partidos de políticos más que partidos políticos».
NOTAS AL CAPÍTULO 17
(1) LUIS SÁNCHEZ AGESTA: Historia del constitucionalismo español, 3.ª ed., Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1974, página 36.
(2) ENRIQUE TIERNO GALVÁN: Prefacio a la traducción de El Contrato Social, de J. J. ROUSSEAU, ed. Taurus, Madrid, 1969, p. 8.
(3) Trabajo cit. en la nota 1, pp. 41-42.
(4) SALVADOR DE MADARIAGA: Anarquía o jerarquía, 3.a ed., Aguilar, Madrid, 1970, p. 134. (La 1.ª edición es de 1934.)
(5) Publicado en el diario El País del día 26 de septiembre de 1976.
(6) LUIS SÁNCHEZ AGESTA: Historia..., cit. en nota (1), páginas 136 y 137. Nótese cómo en el Contraproyecto citado en el texto se dice también que con el mismo «la comisión jurídica del PSP, sin abandonar en absoluto los principios socialistas y democráticos del partido, ha tratado de aproximarse lo más posible al marco en que se ha encerrado el Gobierno —y encerrado al país— al publicar el proyecto no consultado ni negociado». Advirtiendo, además, que «el contraproyecto no asume todas las posiciones que el PSP mantiene en materia constitucional», y que «de no resultar una negociación, la comisión estima que el PSP debe reservarse, naturalmente, el derecho de formular su propio esquema constitucional».
(7) KARL LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, 2.a edición, Ariel, Madrid, 1976, p. 205.
(8) Es un síntoma muy grave el que cierto diario de los de más altura del país considerara, en su artículo editorial, a los que votaron «no» en el referéndum como definitivamente arrojados «al basurero de la historia». Actitudes como ésta tienen que ser erradicadas si queremos, de verdad, jugar a la democracia. Porque por más utópico que pueda parecer —e incluso ser— la democracia presupone «una masa de ciudadanos bien educados, moral y políticamente» (MADARIAGA, trab. cit. en nota 3, p. 33), y un principio clave de esa educación es que «la verdadera democracia es al mismo tiempo protección de las minorías que defienden opiniones políticas impopulares» (KARL LOEWENSTEIN, cit. en nota anterior, p. 407).
(9) En el diario El País del día 9 de enero de 1977, don Juan Luis Cebrián afirma «que lo que se trata de construir es una legalidad nueva y constituyente», y que «es preciso reconocer que Franco no legó nada válido institucionalmente», pues «ni una sola de las llamadas instituciones franquistas conservan virtualmente su sentido una vez muerto el dictador».
(10) Publicado en el diario El País del día 26 de septiembre de 1976.
(10 bis) Al respecto conviene recordar la advertencia de que «el Poder constituyente, por muy dilatada que sea su órbita, y muy soberana que sea su voluntad, no ha de acumular facultades legislativas ordinarias, ni menos aún poderes de tipo ejecutivo o judicial; otra cosa sería romper la jerarquía obligada, confundir lo extraordinario con lo constituido; y, además, las consecuencias en el orden político práctico serían tan graves y funestas como revela el ejemplo de la Convención francesa» (NICOLÁS PÉREZ SERRANO: Tratado de Derecho político, ed. Civitas, 1976, p. 466). Es sabido que nuestras Cortes constituyentes de 1931-1933 estuvieron «investidas con el más amplio poder constituyente y legislativo» (art. 2.°, del Decreto de convocatoria de 3 de junio). Sobre estas Cortes, cfr.: JUAN-SIMEÓN VIDARTE: Las Cortes Constituyentes de 1931-1933. Testimonio del Primer Secretario del Congreso de Diputados. Ed. Grijalbo, Barcelona, 1976, 737 pp.
(11) Como ha escrito KARL LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota 6, p. 199: «Las reformas constitucionales son absolutamente imprescindibles como adaptaciones de la dinámica constitucional a las condiciones sociales en constante cambio; pero cada una de ellas es una intervención, una operación, en un organismo viviente, y debe ser solamente efectuada con gran cuidado y extremada reserva.» (La cursiva es mía.)
(12) Esta distinción entre Poder constituyente establecido o constituido y Poder constituyente genuino u originario puede verse, por ejemplo, en LUIS SANCHEZ AGESTA: Derecho político, 6.ª ed., Granada, 1959, pp. 380-388.
(13) Citado por L. SÁNCHEZ AGESTA: Historia..., cit. en nota 1, p. 359.
(14) SALVADOR DE MADARIAGA: Anarquía o jerarquía, 3.ª ed., Aguilar, Madrid, 1970, pp. 17-18. (La cursiva es mía.)
(15) SALVADOR DE MADARIAGA: Anarquía..., cit. en nota anterior, p. 45.
(16) SALVADOR DE MADARIAGA: Anarquía..., cit. en nota 14, pp. 139 y 140.
(17) «Nada tenemos que oponer —escribe OLLERO— a que la Democracia que produzca nuestro desarrollo político sea adjetivamente "sui generis" siempre que esencialmente sea Democracia» (Desarrollo político y Constitución española, «Boletín informativo de Ciencias Políticas núms. 13-14, 1973, p. 12).
(18) La fundamental obra de LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, es fácilmente accesible a los lectores de habla española gracias a la magnífica traducción de ALFREDO GALLEGO ANABITARTE, publicada por editorial Ariel, y cuya segunda edición es de 1976. Para el conocimiento de la vida y obra de LOEWENSTEIN, así como de la importancia de su pensamiento son decisivos los dos excelentes estudios del profesor GALLEGO ANABITARTE contenidos en esa segunda edición: In memoriam, pp. 2-15, y Constitución y Política, pp. 539-598. (Este estudio aparecía también en la 1.ª edición.)
(19) KARL LOEWENSTEIN, ob cit., pp. 404-405.
(20) JULIÁN MARÍAS: «La segunda salida», diario El País, 6 de enero dé 1977.
Dado que las primeras Cortes van a ocuparse con mayor o menor extensión, en un sentido o en otro, de temas de Reforma constitucional, dado que, en definitiva, las Leyes Fundamentales van a ser objeto de modificación, parece oportuno que, al margen de las cuestiones estrictamente políticas, dejemos aquí constancia de dos cuestiones de índole predominantemente técnica que no debieran quedar olvidadas, porque, pese a todo, la postura que se tome frente a ellas afecta de forma importante a la competencia del supremo órgano legislativo y a las relaciones del mismo con el Gobierno y a la Administración. Aparte de las ya citadas al ocuparnos del Decreto-ley, estas cuestiones son la de la existencia o no de reserva reglamentaria y la de las conexiones entre la Ley y el Tratado internacional.
La admisión de una reserva reglamentaria supone la existencia de un ámbito de materias de competencia exclusiva de la Administración y en las que el órgano legislativo no puede entrar. Se trata, en suma, de atribuir a la Administración un dominio reservado, inmune a cualquier injerencia legislativa.
Aparece por primera vez en la Constitución «gaullista» de 1958, cuyos artículos 34, 35 y 36 determinan el ámbito de materias reservadas a la Ley, para después, en el artículo 37, establecer lo siguiente:
«Les matières autres que celles qui sont du domaine de la loi ont un caractère reglamentaire.
Les textes de forme legislative intervenus en ces matières peuvent étre modifiès par decrets pris après avis du Conseil d'Etat. Ceux de ces textes qui interviendraient après l'entrèe en vigueur de la présente Constitution ne pourront être modifiés par décret que si le Conseil constitutionnel a déclarè qu'ils ont un caractère reglamentaire en vertu de l'alinéa précèdent.»
Pues bien, lo que se discute en nuestro Derecho es precisamente si hay materias reservadas a la potestad reglamentaria de la Administración. A. Gallego Anabitarte (1) ha sido el primero en defender la existencia en nuestro Ordenamiento de una reserva reglamentaria. Según este autor, los diversos textos constitucionales anteriores a nuestra vigente legislación fundamental (1812, 1837, 1845, 1869, 1873, 1876) parten de una competencia expansiva de la Ley. Es decir, que el poder reglamentario se condiciona en los citados textos a la «ejecución de las leyes», mientras el poder legislativo —salvo mención expresa en contrario— tiene una competencia ilimitada. En la vigente Constitución española, en cambio, se asigna un campo limitado a la Ley (arts. 10 y 12, Ley de Cortes), atribuyendo el resto de las materias al poder normativo del Gobierno o Administración en sentido amplio (art. 41, LOE, a sensu contrario).
La tesis que queda expuesta ha encontrado un amplio eco en la doctrina y no son pocos los autores que se han adherido a ella (2).
Contra esta corriente doctrinal han reaccionado enérgicamente E. García de Enterría y Tomás Ramón Fernández (3), que subrayan que la admisión de la reserva reglamentaria en la Constitución francesa de 1958 respondió a la necesidad de «arbitrar una solución simple y práctica al enmarañado problema que bajo la III y IV República habían presentado las relaciones entre Ley y Reglamento», siendo su fundamento dogmático casi inexistente, ya que «apunta sólo a que la posición del Presidente como representante directo del pueblo (lo que ha resaltado la reforma de 1962, al hacer el cargo electivo por sufragio universal) puede respaldar, en cierta manera, ese poder normativo alternativo». Por supuesto, ni aquellas razones históricas ni este discutible fundamento teórico se dan en nuestro Derecho. Reconociendo que «puede haber alguna imperfección de redacción en este artículo 12» (de la Ley de Cortes), concluyen que la tesis de la vigencia en nuestro Derecho de una reserva reglamentaria debe rechazarse por innecesaria (no parece que nuestro ejecutivo «esté precisamente menesteroso de poderes normativos o necesitado de algún fortalecimiento sustancial frente a las Cortes»), por contraria a nuestra tradición y a nuestra práctica política administrativa y jurisprudencial y porque, en cualquier caso, «la LOE ha sido rotunda al definir la subordinación del Reglamento a la Ley en términos generales e indiferenciados» (art. 41), sin que se encuentre un solo precepto que prohíba a la Ley producirse válidamente sobre ninguna materia supuestamente reservada al Reglamento.
¿Qué opinar en conclusión? Desde luego, no puede negarse que el artículo 12, II, de la Ley de Cortes admite que puede haber «alguna cuestión que no fuere de la competencia de las Cortes», y que la Comisión a que alude puede, en efecto, estimar «no ser la cuestión de la competencia de las Cortes», y esto es tanto como decir que para el legislador español de 1942 las Cortes no tienen una competencia ilimitada. Por tanto, parece que habrá que dar la razón a aquellos que admiten la existencia de una reserva reglamentaria.
¿Pero fue ésa la verdadera intención del legislador? Es imposible saberlo, pero hay motivos para pensar que no. La prueba es que hasta veintiséis años después nadie cayó en la cuenta del sentido que podía tener el texto, y aun esto como consecuencia de lo llamativo que resultó en el vecino país francés el artículo 37 de la Constitución gaullista. Por lo demás, el hallazgo (a todas luces genial) del profesor Gallego Anabitarte no ha trascendido hasta ahora del ámbito puramente profesoral. Naturalmente esto no tendría mayor importancia si las consecuencias de ese hallazgo supusieran una nueva conquista en la lucha por el Derecho. Creemos, sin embargo, que no es así. Creemos que la admisión de una reserva reglamentaria, hic et nunc, es un retroceso. Y porque creemos esto, nos inclinamos a rechazar esta nueva ampliación de las potestades normativas de la Administración española. Y ante una posible revisión constitucional postularíamos la desaparición de todo rastro de una reserva reglamentaria.
Es de esperar que en el futuro se preste la necesaria atención al tema de las relaciones entre la ley interna y el Tratado internacional, tomando, de una vez por todas, conciencia de su enorme trascendencia.
El tema cobra, además, nuevas perspectivas si se piensa, por ejemplo, que una posible incorporación de España a la Comunidad Económica Europea obligará a plantearse el problema de la directa aplicación en nuestro Ordenamiento de los llamados Reglamentos del Consejo y de la Comisión. Así, el artículo 189 del Tratado firmado en Roma el 25 de marzo de 1957 establece lo siguiente:
«Para el cumplimiento de su misión, y de acuerdo con las condiciones que establece el presente tratado, el Consejo y la Comisión aprobarán reglamentos y directivas, adoptarán decisiones y formularán recomendaciones y asesoramientos.
El reglamento tiene un alcance general. Es obligatorio en todas sus partes y es directamente aplicable a todo Estado miembro.
Las directivas obligan a todo Estado miembro a quien van dirigidas en cuanto a los resultados que deberán alcanzar, si bien será de la competencia de cada país la forma y los medios.
Las decisiones tienen carácter obligatorio en todos sus elementos y para los destinatarios a quienes vayan dirigidas.
Las recomendaciones y asesoramientos no tienen carácter obligatorio.»
Por todo ello, parece conveniente estudiar aquí los tres problemas que plantea la conexión del Tratado internacional con la ley interna.
2.1.1 Los artículos 14 de la Ley de Cortes y 9.° de la Ley Orgánica del Estado
A) El artículo 14, LC, dice que:
«I. La ratificación de tratados o convenios internacionales que afecten a la plena soberanía o a la integridad territorial española serán objeto de ley aprobada por el Pleno de las Cortes.
II. Las Cortes en Pleno o en Comisión, según los casos, serán oídas para la ratificación de los demás tratados que afecten a materias cuya reglamentación sea de su competencia, conforme a los artículos 10 y 12.»
Por su parte, el artículo 9.°, LOE, establece en sus letras a) y b) esto otro:
«El Jefe del Estado necesita una ley o, en su caso, acuerdo o autorización de las Cortes a los fines siguientes:
a) Ratificar tratados o convenios internacionales que afecten a la plena soberanía o la integridad del territorio español.
b) Declarar la guerra y acordar la paz.»
B) A la vista de estos preceptos, cabe establecer la siguiente doble clasificación de los tratados:
a) Por objeto: tratados que afectan a la plena soberanía o la integridad del territorio nacional; tratados de paz, tratados que afectan a la reserva legal, y otros tratados (todos los demás).
b) Por la intervención que se da (o no se da) a las Cortes: tratados en que intervienen con facultades decisorias las Cortes (los que afectan a la plena soberanía o a la integridad territorial y, posiblemente, también los de paz); tratados que requieren una intervención meramente consultiva de las Cortes (los que afectan a la reserva legal), y tratados que no requieren intervención de las Cortes (todos los demás).
C) La mayor o menor intervención de las Cortes dependerá, por tanto, del alcance que se dé a las expresiones «plena soberanía» e «integridad territorial».
Como vamos a ver, los pocos autores españoles que se han ocupado del tema y el propio Consejo de Estado vienen interpretando con un criterio muy estrecho tales expresiones, lo que de hecho convierte la intervención legislativa de las Cortes, en materia de tratados internacionales, en un supuesto casi excepcional.
Pues bien, un análisis a fondo del término «soberanía» en nuestras Leyes Fundamentales permite extraer más fecundas consecuencias, y hacer que las Cortes recuperen su verdadero papel decisor en una serie de tratados que, indebidamente, escapan a su competencia.
2.1.2 Tratados que «afectan a la plena soberanía» son todos aquellos que limitan el objeto de algunas de las funciones del Estado
A) Los artículos 14 de la Ley de Cortes y 9.° de la Ley Orgánica del Estado —según vimos en el capítulo 2— permiten afirmar que los conceptos de «soberanía» y de «poder del Estado» tienen valor equivalente en nuestro lenguaje constitucional positivo.
Porque dichos artículos hablan de «plena soberanía», y es evidente que si la voz soberanía se utilizara en su originario sentido, como cualidad del Poder estatal, como summa potestas, el calificativo «plena» resultaría redundante.
La potestad puede ser plena o semiplena; la soberanía, en cambio, entendida en su primera acepción, no admite gradaciones.
B) Pues bien, ¿qué se quiere expresar cuando se habla de «tratados que afectan a la plena soberanía»?
Creemos que, por lo pronto, se está aludiendo a tratados que de alguna manera supongan transferencia de, o condicionamiento en, el ejercicio de una parte de las funciones política, legislativa, judicial o administrativa del Estado español en favor de otro Estado o de una Organización internacional de carácter gubernamental; en definitiva, de otro sujeto de Derecho internacional.
Vemos, por tanto, que, desde el punto de vista del objeto, el supuesto que contempla el artículo no es tan utópico o infrecuente como a primera vista pudiera pensarse.
Un Concordato con la Santa Sede por el que se reconoce la jurisdicción de Tribunales eclesiásticos sobre ciudadanos españoles, unos Convenios o Acuerdos militares por los que se compromete o condiciona la situación de nuestros Ejércitos en caso de beligerancia, el ingreso de España en organismos internacionales gubernamentales cuyas decisiones vinculan directamente a los Estados miembros (caso del Mercado Común), etc., son supuestos claros de tratados «que afectan a la plena soberanía».
Ahora bien, ¿no es esto contradictorio con el carácter de indivisible que se predica de la soberanía —que identificarnos con el Poder del Estado— y con la prohibición de delegarla o cederla? ¿Cómo puede, pues, decirse, por un lado, que el Poder del Estado, la soberanía, no puede cederse ni delegarse, porque el Poder es uno e indivisible, y admitir, por otro lado, que pueda transferirse una parte de ese Poder, bien como función judicial, como función administrativa, como función política o como función legislativa? (4 bis).
Pues bien, la contradicción es sólo aparente. Evidentemente, no puede dividirse tampoco el Poder del Estado. Lo que sí resulta posible es limitar su objeto (5).
Dicho en otras palabras: no es posible ceder la totalidad de la función judicial, o la totalidad de la función legislativa, o de la administrativa, o de la política. Porque eso sería tanto como desmembrar el Poder del Estado, que es uno e indivisible.
Sí cabe admitir, en cambio, que cualquiera de esas funciones vea limitado su objeto. Por ejemplo, pueden, sin merma de la unidad del Poder del Estado, quedar excluidas las causas matrimoniales de los católicos de la jurisdicción civil para pasar a la eclesiástica. Lo único que se habría hecho aquí es limitar el objeto de la función judicial estatal.
En resumen, tratados «que afectan a la plena soberanía» son, por lo pronto, aquellos por los que de alguna manera se limita el objeto de alguna de las funciones del Estado.
C) Nótese ya lo fecundo de la interpretación que proponemos y cómo el supuesto que a primera vista resulta casi excepcional multiplica en forma insospechada las posibilidades de aplicación en beneficio, claro es, de una mayor intervención decisoria de las Cortes en materia de tratados.
Pero es que, además, la expresión aludida comprende también —según vamos a ver ahora— las limitaciones al ámbito espacial de ejercicio del Poder.
2.1.3 Una especie de los anteriores son aquellos que afectan a la integridad territorial (metropolitana o colonial)
A) Los tratados que nos ocupan son también los que afectan a la «integridad del territorio español». ¿Qué alcance hay que dar a esta expresión?
El Consejo de Estado, en su dictamen de fecha 7 de noviembre de 1968 (expediente núm. 36.227), considera necesario distinguir entre territorio metropolitano y territorio colonial.
El dictamen había sido solicitado por el Ministerio de Asuntos Exteriores con vistas a un posible Tratado con el Reino de Marruecos, con el que había entabladas negociaciones para ceder el enclave de Ifni a aquel Reino.
El Consejo de Estado recuerda cómo la Resolución 1514 de las Naciones Unidas, de 15 de diciembre de 1960, decía ya que
«...la descolonización puede restaurar una integridad territorial mutilada por la situación colonial, pero no quebrantar la integridad territorial del Estado desconolonizador».
de donde se deduce lógicamente, sigue diciendo el Consejo de Estado,
«...que la calificación de un territorio como no autónomo supone su calificación como territorio ajeno al del Estado, de manera que la secesión de aquél respecto del ámbito espacial de la soberanía de éste, ya por adquirir la independencia; ya por cederlo a un tercero, no afecta a la integridad territorial del mismo Estado».
En consecuencia, concluye nuestro Alto Órgano consultivo:
«...La integridad territorial española, a que se refieren las vigentes leyes fundamentales, abarca no todo el territorio en el que España ejerce sus competencias soberanas, sino el territorio propiamente español, asiento de la comunidad nacional, jurídicamente organizado como tal y como tal calificado internacionalmente por el Estado, excluyendo, por tanto, los territorios no autónomos cuya administración asegure España».
Por lo demás, el Consejo de Estado estimó, en el dictamen que nos ocupa, que Ifni no forma parte integrante del suelo nacional, pues su «provincialización, en la medida que ha existido, ha sido de naturaleza puramente funcional como sistema de promoción del territorio, con vistas a su ulterior descolonización», y que, por tanto, el Tratado relativo a su cesión no necesita intervención legislativa de las Cortes.
No obstante, añadía también «que, dada la importancia de la cuestión planteada, sería conveniente que el Gobierno oyera al Pleno de las Cortes antes de la ratificación del Tratado, a tenor de lo previsto en los artículos 10 m), y 14, II, de la Ley de Cortes» (intervención consultiva de las Cortes) (6).
B) Sin perjuicio de estimar correcta en principio la distinción entre territorio metropolitano y colonial a los efectos de delimitar el alcance de la expresión «Integridad territorial española», y sin entrar —porque no es del caso— en el problema de si era o no correcto calificar a Ifni como territorio colonial, lo que nos parece inaceptable es que la cesión de un territorio colonial que indudablemente constituye —utilizamos la terminología del propio Consejo de Estado— «ámbito espacial de la soberanía» del Estado administrador no necesite la intervención legislativa de las Cortes.
Porque aunque se admita que un Tratado de este tipo no afecta a la integridad territorial, lo que parece indudable es que limita o restringe el ámbito espacial de ejercicio de la soberanía, lo cual es tanto como decir que afecta a la plena soberanía.
No hay aquí cesión de la totalidad del Poder —lo cual iría contra el artículo 2.°, I, LOE—, mucho menos hay limitación del objeto del Poder.
Pero indudablemente la plena soberanía queda incidida, afectada, limitada... en el ámbito espacial de su ejercicio.
Para entendernos, y resumiendo: la expresión: «afecta a la integridad territorial», es una especie dentro de la más genérica: «afecta a la plena soberanía». En efecto, bajo esta expresión se comprende:
a) Las limitaciones al objeto del Poder.
b) Las limitaciones al ámbito espacial de su ejercicio, ya sea
Cuando la Constitución habla de «integridad territorial» se refiere seguramente al territorio metropolitano, pero en cualquier caso tal referencia está ya implícita en la expresión «afecta a la soberanía nacional».
C) La descolonización del Sahara ha sido el supuesto más próximo —en el tiempo y en el objeto— al tema aquí examinado.
La Ley 40/1975, de 19 de noviembre, autorizó al Gobierno para que realizara los actos y adoptara las medidas que fueran precisas para llevar a cabo la descolonización del territorio no autónomo del Sahara, salvaguardando los intereses nacionales, debiendo luego el Gobierno dar cuenta razonada de todo ello a las Cortes (art. 5.°).
Sin embargo, en ninguna parte del texto se invoca el artículo 14, I, de la Ley de Cortes, que, con arreglo a la interpretación que aquí se sostiene, apoya la intervención decisoria de las Cortes en este asunto. El preámbulo de la Ley citada decía en su párrafo primero que «el Estado español ha venido ejerciendo, como Potencia administradora, plenitud de competencias y facultades sobre el territorio no autónomo del Sahara, que durante algunos años ha estado sometido en ciertos aspectos de su administración a un régimen peculiar, con analogías al provincial, y que nunca ha formado parte del territorio nacional».
De todas maneras, lo que aquí importa retener es que la intervención decisoria de las Cortes era aquí necesaria, tanto si se entendía que el Sahara era territorio nacional como si se entendía que era territorio colonial. Porque, en ambos casos, el tema afectaba al ámbito espacial del ejercicio de la soberanía ( = Poder del Estado) (6 bis).
2.2.1 La polémica monismo-dualismo
A) El tema de la eficacia interna de los tratados internacionales se resuelve de distinta manera, según el criterio que se tenga de las relaciones entre el ordenamiento internacional y el ordenamiento interno.
La concepción monista, que parte de la creencia de la unidad sustancial de ambos ordenamientos, entiende que las normas contenidas en los tratados internacionales se aplican automáticamente sin necesidad de que los órganos con potestad normativa en cada país dicten acto posterior alguno dirigido a realizar la adaptación de aquellas normas al ordenamiento interno.
La tesis dualista, en cambio, parte de la separación radical de ambos ordenamientos, el internacional y el interno, por lo que exige un acto posterior de conversión en Derecho interno de la norma contenida en un Tratado. Consecuentemente, una norma interna posterior, de rango adecuado, puede modificarla o derogarla.
La práctica internacional no muestra fijeza en la aceptación de una u otra teoría. Los internacionalistas y algunos constitucionalistas, sin embargo, suelen mostrarse partidarios del monismo, que dicen evita, entre otros inconvenientes, el riesgo de que un Estado incumpla sus obligaciones internacionales por negarse los órganos normativos internos a realizar la operación de conversión que exige el sistema dualista (8).
B) La aceptación de la tesis monista lleva aparejada, al menos, estas dos consecuencias, cuya gravedad no puede discutirse:
a) La Constitución podría derogarse o modificarse sin necesidad de recurrir al Referéndum de la nación, tal como exige el artículo 10 de la Ley de Sucesión. En efecto, si el monismo supone la aplicación automática de las normas contenidas en un Tratado, es evidente que alguna de ellas puede contradecir la Constitución, a pesar de lo cual tendría eficacia inmediata.
b) El principio de reserva legal, ya harto debilitado por los intentos de admisión de una reserva reglamentaria, se volatiliza totalmente. En efecto, como en los Tratados que afectan a la reserva legal la intervención de las Cortes es puramente consultiva, puede el Gobierno incidir en esa reserva legal, sin más que separarse del dictamen de las Cortes al concluir el Tratado, dado que desde ese mismo momento tendría eficacia interna (9).
C) Obviamente, las consecuencias que en nuestro Derecho comportaría la aceptación de la tesis monista desaparecen si se parte de una concepción dualista de las relaciones entre el ordenamiento internacional y el ordenamiento interno.
Antes de ver cuál de los dos sistemas es el vigente en nuestra Patria, debe advertirse que el riesgo de incumplimiento de obligaciones internacionales que se esgrime como argumento contra el dualismo resultaría en nuestro Derecho más teórico que real, pues, como ha recordado algún autor, es previsible «que el dictamen previo de las Cortes adquiera, precisamente ante ese riesgo, un valor práctico muy superior al meramente consultivo, ya que con él se estaría indicando claramente al Gobierno la futura suerte del Tratado en su proceso de adaptación a la legislación interna» (10).
Por otra parte, merece también ser destacado que hay Tratados internacionales ratificados por España que indiscutiblemente se inspiran en la concepción dualista.
Así, el Convenio sobre Relaciones Diplomáticas, firmado en Viena el 18 de abril de 1961 y ratificado por España en 10 de enero de 1968 («BOE» del día 24), dice que «el Estado receptor, con arreglo a las Leyes y Reglamentos que promulgue, permitirá la entrada, con exención de toda clase de derechos de aduanas, impuestos y gravámenes conexos», de determinados objetos destinados al uso oficial de la misión o al personal del Agente diplomático o de su familia (art. 36). Ninguna duda puede caber de que en este caso la aplicación del Tratado exige su conversión en Derecho interno mediante la normativa legal o reglamentaria que fuere necesaria.
Finalmente, y al margen de lo que revele el estudio de nuestro Derecho positivo que haremos en los apartados que siguen, es posible rastrear a través del «BOE» la existencia de una práctica administrativa claramente inspirada en la tesis dualista.
Por ejemplo:
a) En el preámbulo de la Ley de 29 de abril de 1964, reguladora de la energía nuclear, se lee lo siguiente: «Los Convenios Internacionales suscritos por España imponen compromisos cuya aplicación dentro del país exige normas legales que han de encuadrarse dentro de la Ley reguladora de la utilización pacífica de la energía nuclear:»
b) El Decreto 1017/1975, de 24 de abril, modificando determinados artículos del Decreto 3803/1965, de 23 de diciembre, que aprobó el texto regulador del sistema tributario del Sahara, dice en su artículo 59: «Se declara exento del impuesto al consumo de los siguientes productos: los combustibles que tengan reconocida exención en los Convenios o Tratados internacionales ratificados por España».
c) En el «BOE» del 30 de mayo de 1975 se publica la Circular 739 de la Dirección General de Aduanas sobre instrucciones para la aplicación en materia de aduanas del acuerdo entre España y la CEE.
d) Una Orden del Ministerio de la Gobernación de 5 de febrero de 1975, por la que se incluye en la lista I de las anexas el Convenio único sobre Estupefacientes la sustancia conocida con la denominación «Difenoxina», dice en su preámbulo: «Vista la decisión de la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas, en virtud de los informes y recomendaciones recibidos de la Organización Mundial de la Salud, acerca de las medidas de fiscalización a las que ha de someterse la sustancia "Difenoxina", capaz de engendrar dependencia. Vistos, asimismo, tanto el acuerdo de que dicha sustancia debe ser incluida en la Lista I del "Convenio único de 1961 sobre Estupefacientes", así como las notificaciones de 30 de enero y 22 de marzo de 1974 del Secretario general de las Naciones Unidas, que lo confirman, por las cuales, y según lo dispuesto en el párrafo 7 del artículo 3 del citado Convenio, ratificado por España, mueve todo ello a tomar las medidas dispositivas necesarias para adecuar dicha decisión a la normativa vigente en la materia en nuestro país.»
Estos y otros muchos ejemplos que podrían citarse ponen en tela de juicio la afirmación de algunos autores de que el sistema monista o de la recepción automática ha sido práctica constante en España (11).
2.2.2 La solución dualista o de la conversión es la que acepta el nuevo articulo 1.°, núm. 5, del Código Civil
A) La base 1.a, número 2, de la Ley de 17 de marzo de 1973 disponía que:
«Las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales no serán de aplicación directa en España en tanto no hayan pasado a formar parte de la legislación interna española».
Una lectura desapasionada, libre de prejuicios, de la base transcrita nos revela, sin mayor dificultad, lo siguiente:
a) Que los tratados, en sí mismos, no son normas, aunque pueden contenerlas.
b) Que tales normas no se aplican directamente.
c) Que su aplicación tiene lugar por vía indirecta mediante su conversión en legislación interna.
d) Que el rango de esas normas dependerá del ropaje o vestidura que cubra la conversión, y por eso la base 2.a no habla de «leyes internas», lo que supondría una concreción del rango que vincularía el uso de un ropaje específico, la ley, sino que emplea una expresión mucho menos precisa, puramente genérica: «legislación interna».
B) La lectura de las discusiones en el seno de la Comisión de Justicia de las Cortes Españolas del texto número 2 de la base 1.a no dejan duda alguna de que el criterio de la ponencia, que se aceptó por la Comisión, fue el de aceptar el principio dualista.
En realidad, en dicha Comisión se discutieron dos cuestiones en relación al número citado: si debía aceptarse el sistema dualista y si, además, una vez incorporada al ordenamiento interno una norma contenida en un tratado dicha norma podría ser modificada, sin más, o si para ello era necesaria la previa denuncia del tratado.
Pues bien, en relación con el primer problema —único sobre el que se pronunciaba la ponencia en el texto por ella propuesto y que fue, en definitiva, el que se aprobó—. el señor Escrivá de Romaní y de Olano, hablando en nombre de la ponencia, dijo:
«La ponencia ha querido expresar en esta norma la necesidad del máximo respeto a la legislación interna de cada país, concretamente de España. No basta que un Estado suscriba un tratado internacional con otro Estado para que resulte modificada, directa o indirectamente, su legislación interna, sino que el Estado que suscribe quedará obligado, si acaso, respecto de otro Estado u otros Estados, a realizar en su momento la modificación interna de su legislación. Si se estableciese un principio distinto, resultaría que podría obviarse todo el procedimiento de nuestros textos constitucionales sobre aprobación, modificación, derogación, etc., de las leyes, puesto que bastaría que un tratado internacional hiciese una modificación, pongamos por caso, en el Código Civil, en la Ley Hipotecaria, etc.
Por ello se estima que un Estado, por mucho que se haya obligado mediante su firma con otros Estados, tiene que cumplir después las normas internas sobre aprobación, modificación, etc., de las leyes. Este es el sentir de la ponencia...» (12).
Y el señor Angulo Montes, que había propuesto completar el texto de la ponencia con alguna fórmula que resolviera el segundo de los temas discutidos, decía:
«El mayor argumento y el mayor esfuerzo de la ponencia, a este respecto, consistió en razonar sobre la ortodoxia de lo que propone y, naturalmente, esto es gratuito, porque yo no lo he discutido. Mi enmienda consiste en agregar algo a eso, de manera que todo el esfuerzo consumido en demostrar que lo que propone es bueno, vale, porque no he querido (precisamente por no ahondar en algo que me parece perfectible, pero que no es muy importante) insistir sobre la conveniencia (si es que queremos que la reforma del título preliminar responda a algo más que a dejar las cosas como están) de superar el sentido dualista que inspira el texto de la ponencia y que requiere la transformación expresa del Derecho extranjero en Derecho interno. No es ésta la cuestión. Me parece muy bien lo que dice la ponencia; pero, sin prejuzgar sobre monismo o dualismo, vamos a tratar de después del proceso de transformación, pues la norma ínsita en el tratado internacional ya se ha hecho ley interna...» (13).
Y cuando al votarse el texto de la ponencia el señor Angulo Montes vota en contra, lo hace no porque discrepe de él, sino porque no aborda el otro problema que le preocupa, el de la modificación de una norma contenida en un tratado e incorporada a la legislación interna (14).
Así, pues, está claro que la ponencia que propuso el texto y los miembros de la Comisión eran conscientes, y en ello estuvieron de acuerdo, de que establecían el sistema dualista,
C) El propio Consejo de Estado, al dictaminar el proyecto del texto articulado preparado por el Gobierno (dictamen núm. 38.990), después de subrayar que en España ha sido constante la fórmula de la recepción automática (afirmación discutible, según lo que llevamos dicho), reconoce que:
«La Ley de Bases de marzo de 1973 parece establecer un criterio distinto, puesto que excluye la aplicación inmediata en tanto no se proceda a una recepción especial de la norma internacional en el ordenamiento interno.»
Y añade esto otro:
«Sin embargo, no especifica en qué han de consistir los trámites de esta recepción especial y, a juicio de este Consejo, deberían simplificarse al máximo para innovar lo menos posible en el sistema de recepción automática, tradicional en nuestro país y de mucha mayor perfección técnica.»
Por tanto, no cabe duda que la Ley de Bases se inspira en el sistema dualista, o de recepción especial, si seguimos la terminología del Consejo de Estado. Y este mismo órgano consultivo así lo reconoce, aunque —sorprendentemente— sugiere forzar al máximo la interpretación para «innovar lo menos posible en el sistema de la recepción automática» (15) (16).
D) Y es claro que sobre estos antecedentes el artículo 1.°, número 5, del Código Civil no admite otra interpretación que la de la subordinación de la eficacia interna de las normas contenidas en los tratados internacionales a su conversión, a menos de tener que considerarlo viciado de nulidad por contradecir el mandato de la norma delegante.
2.2.3 En España, hoy, el tratado internacional no es una ley
A) La redacción del texto articulado quedó así:
«Las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales no serán de aplicación directa en España en tanto no hayan pasado a formar parte del Ordenamiento interno mediante su publicación íntegra en el "Boletín Oficial del Estado".»
Pues bien, el flamante número 5 del artículo 1.° del Código Civil que acabamos de transcribir envuelve todo un semillero de problemas.
Por lo pronto, no se nos dice qué rango normativo tendrán esas normas contenidas en los tratados internacionales cuando haya tenido lugar su publicación íntegra en el «Boletín Oficial del Estado». ¿Rango de ley? ¿Rango reglamentario?, y además, ¿qué ocurre si esas normas modifican la Constitución? Finalmente, ¿puede una ley posterior modificar un tratado (que a eso equilvaldría modificar la norma contenida en el mismo)?
B) Son problemas que en otros ordenamientos están solucionados a nivel constitucional. Tal ocurre en Francia, donde «los tratados o acuerdos regularmente ratificados o aprobados tienen desde su publicación una autoridad superior a la de las leyes, a reserva, para cada acuerdo o tratado, de su aplicación por la otra parte» (art. 55, Constitución de 1958).
También en nuestra Constitución de 1931 se daba adecuada respuesta a todos esos interrogantes. Nuestra Constitución republicana, en efecto, que consagraba la supremacía del Derecho internacional sobre el Derecho interno (art. 7.°), contenía unas normas sumamente interesantes sobre la eficacia interna de los tratados ratificados por España (art. 65), normas que pueden sintetizarse así:
a) Los convenios «que tengan carácter de ley internacional» (convenios normativos), una vez ratificados por España e inscritos en la Sociedad de las Naciones, forman parte de nuestro Ordenamiento.
b) La legislación española habrá de acomodarse a lo que en ellos se disponga, debiendo el Gobierno presentar sin demora a las Cortes los proyectos de ley necesarios para su ejecución.
c) No podrá citarse ninguna ley contraria a los citados convenios sin denunciarlos previamente.
C) Nuestras Leyes Fundamentales nada nos dicen sobre el tema. En realidad las únicas referencias de que disponemos son el artículo 13, LGT; la citada base 1.a, número 2, de la Ley de 17 de marzo de 1973, y el artículo 1.°, número 5, del Código Civil, que nada dicen sobre el rango normativo que ha de tener el tratado publicado.
Por lo pronto, no parece que pueda calificarse de disposición administrativa, pues la Ley de Régimen Jurídico habla sólo de las que tengan forma de Decreto, de Orden, etcétera, pero no de las que adopten la forma de Tratado internacional.
¿Pero puede decirse que un tratado internacional sea una ley? Piénsese que en materia de expresión del consentimiento estatal rige el principio de libertad de forma, por lo que cada vez es más frecuente el canje de notas constitutivo de un tratado. Pensar que una carta del Ministro de Asuntos Exteriores dirigida al Embajador de un país, Contestando otra carta de éste que también se transcribe, es una Ley algo sumamente chocante. Y sin embargo, el canje de notas externamente no es más que eso, y eso es lo que se publica en el «Boletín Oficial del Estado».
La Ley de Bases, al decir «en tanto no hayan pasado a formar parte de la legislación interna española», quiso referirse a un posterior e ineludible desarrollo por ley o por norma reglamentaria, pues acepta plenamente el sistema dualista.
La publicación del Tratado en el «Boletín Oficial del Estado», por sí, carece de eficacia normativa, tiene eficacia de conocimiento general a otros efectos: conocimiento de ciertas ventajas concedidas a los nacionales, por ejemplo, pero en absoluto eficacia normativa.
La exposición que precede nos ha permitido demostrar que nuestro sistema no acepta, hoy por hoy, otra solución que la dualista o de la conversión. Y esto conlleva la consecuencia de que en nuestro Derecho vigente el Tratado internacional no es una ley, por lo que —aunque se publique en el «Boletín Oficial del Estado» en cumplimiento de lo previsto en el Decreto de 1972— las posibles normas que contengan carecerán de eficacia normativa hasta tanto no tenga lugar su conversión al ordenamiento patrio en forma de Ley o de Reglamento, según proceda en cada caso.
Pero es que, además, ocurre que la introducción del sistema monista no puede hacerse por simple Ley ordinaria —modificando el Código Civil—, sino que exige, pensamos, una previsión normativa de rango constitucional si es que se quiere salvar el principio de reserva legal y también la misma Constitución (cfr. lo que hemos dicho en el apartado 2.2.1, letra B, de este capítulo).
El hecho de que hayamos intentado demostrar en las páginas que anteceden que el sistema que acepta nuestro Derecho vigente es el dualista, no debe entenderse como una defensa del dualismo.
Simplemente hemos tratado de llamar la atención sobre un problema complejo y sobre las consecuencias de aceptar la tesis monista o la dualista.
Pretendemos que las futuras Cortes tomen conciencia de que la actuación del Gobierno en el ámbito internacional, cuando adopta la forma de acuerdo, puede incidir muy directamente en el ámbito de las competencias del supremo órgano legislativo.
El sistema dualista hoy vigente supone un freno frente a posibles excesos del Gobierno. Si se pasa al sistema monista no debería limitarse la intervención de las Cortes, en los tratados que afectan a la reserva legal, a una función consultiva, sino más bien decisoria.
Como el tratado no es una superley ni tiene eficacia alguna normativa interna en tanto no haya sido efectuada su conversión a la Ley o Reglamento, es evidente que puede ser modificado por una norma interna sin necesidad de denuncia previa.
En el seno de la comisión redactora del título preliminar se discutió la posibilidad de que una norma interna pudiera derogar la incorporada.
El señor Angulo Montes negaba tal posibilidad, por lo que solicitó
«de la ponencia que adicionara esta otra expresión, para que se venga en conocimiento de que, una vez que la ley extranjera haya adquirido el rango de ley interna, no prevalecerá en contra de ella ninguna otra clase de disposiciones».
Y en otro momento posterior decía que
«lo que acontece es que para que una disposición interior modifique otra contenida en tratado tiene que denunciarse primero el tratado. Porque si no se denuncia el tratado, el país o falta a sus compromisos internacionales o no puede legislar en contra de lo que aquél diga».
Y más adelante insistía en que el efecto que produce la ley externa
«es el de impedir que prevalezca contra ella una ley interna, mientras el tratado, previa denuncia, no haya dejado de ser tal tratado» (17).
Frente a esta tesis prevaleció la de la ponencia, que por boca del señor Escrivá de Romaní y de Olano afirmólo siguiente:
«Estamos de acuerdo en que no prevalecen leyes o disposiciones anteriores, pero sí leyes o disposiciones posteriores, porque si no se daría el caso, que consideramos inadmisible, de que desde el momento en que un Estado suscribe un tratado internacional pierde su soberanía legislativa para el futuro. El Estado adquirirá las obligaciones que sean en relación con otros Estados, pero no puede perder para siempre su soberanía legislativa.»
Y en otro momento añadió:
«Nosotros creemos que el problema de que el Estado denuncie o no no es tema del Código Civil, y no debe incorporarse al mismo, y que, en principio, un Estado no puede ligarse de tal forma que ello suponga una modificación de su propia soberanía legislativa (...). Por tanto, el tratamiento que demos a las normas de Derecho privado o público contenidas en tratados internacionales debe ser, en principio —y saliendo en esta materia, muy particularmente, en defensa de las competencias y atribuciones de las Cortes—, dirigido, en este sentido, si se quiere un poco restrictivo, que le ha dado la ponencia; es decir, tanto para la incorporación como para la modificación posterior, debe aplicarse únicamente la legislación constitucional española en esta materia» (18).
Todo esto viene a confirmar que la norma contenida en un tratado no tiene sino rango jerárquico que derive de la vestidura normativa bajo la que sea incorporada: Ley Decreto, Orden.
NOTAS AL CAPÍTULO 18
(1) ALFREDO GALLEGO ANABITARTE: Ley y Reglamento en España, «Revista de Administración Pública» núm. 57, 1968, páginas 81-140.
(2) CLAVERO ARÉVALO: ¿Existen Reglamentos autónomos...?, «Revista de Administración Pública» núm. 62, 1970, páginas 9-34. F. FERNÁNDEZ CARVAJAL: La potestad normativa en las Leyes Fundamentales de España, «Revista de Estudios Políticos» núms. 169-170, 1970, pp. 66 y ss. ARIÑO ORTIZ: Principio de legalidad y función de Gobierno, «Revista de Hacienda Política Española» núm. 3, 1970, especialmente pp. 125 a 127, notas 95 y 96, y recientemente GARRIDO FALLA, FERNANDO: Problemática jurídica de los planes de desarrollo económico (Discurso de recepción en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación), Madrid, 1974, y J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado de Derecho administrativo, ed. «Revista de Derecho Privado», tomo I, Madrid, 1968, p. 282, admite que en el artículo 12, 2.°, de la Ley de Cortes cabe ver «un atisbo de dominio reservado al Reglamento».
(3) E. GARCÍA DE ENTERRIA y TOMÁS RAMÓN FERNÁNDEZ: Curso de Derecho administrativo, ed. «Civitas», tomo I, Madrid, 1974, pp. 166-170.
(4) Resumo en este apartado ideas que expuse ya en mi trabajo Plena soberanía e integridad territorial como objeto de Tratado internacional, «Revista de Derecho Administrativo y Fiscal», La Coruña, núm. 40, 1975, pp. 9-31.
(4 bis) ANTONIO PÉREZ VOITURIEZ: Las Leyes Fundamentales ante el Derecho internacional, «Revista Española de Derecho internacional», vol. XXII, 1969, p. 260, considera defectuosa la redacción del artículo 9, LOE, precisamente por considerar que está en contradicción con el artículo 2, LOE, como se dice en el texto la contradicción es sólo aparente.
(5) R. CARRE DE MALBERG: Teoría general del Estado, edita Fondo de Cultura Económica, México, 1948, p. 144.
(6) Esto que dice el Consejo de Estado no se entiende bien, porque no vemos por qué la cesión de Ifni afecta a la reserva legal, que es el supuesto del artículo 14, II, LC, a menos que se quiera dar a entender que tal cesión afecta a la integridad del territorio nacional. Pero en este caso la reserva legal viene impuesta en el artículo 14, I, y no en el 10, letra m), siendo, además, la función de las Cortes decisoria y no consultiva.
(6 bis) Habría que empezar por saber qué es una provincia. Los argumentos negativos del señor CARRO en las Cortes eran muy poco convincentes. Por ejemplo, decir que el Sahara no era provincia porque en aquel territorio no hay Organización Sindical, equivale a decir que la provincia no ha existido hasta que se inventó el Sindicalismo vertical. El discurso del señor CARRO y los antecedentes sobre el proceso descolonizador pueden verse en el número 4 de la Colección Informe, del Servicio Central de Publicaciones de la Presidencia del Gobierno (La descolonización del Sahara, Madrid, 1975, 61 pp.). Que el Sahara era provincia española lo había demostrado AURELIO GUAITA: El concepto de provincia, «Problemas Políticos de la Vida Local», Madrid, 1965, publicada después en su libro División territorial y descentralización, ed. Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid, 1975, pp. 203-227.
(7) Resumo en este apartado ideas que con más extensión he expuesto en mi estudio del mismo título publicado en la «Revista de Derecho Administrativo y Fiscal», de La Coruña, núm. 41, 1975, pp. 217-263.
(8) CHARLES ROUSSEAU: Derecho internacional público, traducción española, ed. Ariel, pp. 9-19.
(9) Aunque el artículo 14, Ley de Cortes, habla de ratificación, esta palabra hay que entenderla en sentido amplio, comprendiendo en ella cualquier forma de expresión del consentimiento. Así lo entiende ya hoy también HERRERO DE MIÑÓN: Aspectos constitucionales del nuevo título preliminar del Código Civil, «REP» núm. 198, pp. 92 y s.
(10) ESTEBAN, JORGE (y otros): Desarrollo político y Constitución española, edición Ariel, Madrid, 1973, pp. 161-162.
(11) HERRERO DE MIÑÓN, MIGUÉL: Aspectos constitucionales del nuevo título preliminar del Código Civil, «Revista de Estudios Políticos» núm. 198, pp. 95 y 97.
(12) «Boletín Oficial de las Cortes Españolas», X legislatura, número 90, Apéndice. Diario de las Sesiones de Comisiones. Comisión de Justicia, sesión núm. 7. Extracto oficial de la sesión celebrada el martes 21 de noviembre de 1972, p. 17.
(13) Diario..., citado en nota anterior, p. 20.
(14) Diario..., citado en nota 25, p. 26.
(15) HERRERO DE MIÑÓN, MIGUÉL: Aspectos constitucionales del nuevo titulo preliminar del Código Civil, «Revista de Estudios Políticos» núm. 198, reconoce, como no podía por menos, que «la Ley de Bases de 1973 sustituía el sistema de recepción automática por el de recepción especial, exigiendo para la aplicación directa de las normas contenidas en tratados internacionales el pasar a "formar parte de la legislación interna española" (B, 1.ª 2). Aunque la Ley de Bases no especificaba los trámites de la conversión, la lógica del sistema, los argumentos de la ponencia y la interpretación doctrinal que se hizo de esta disposición coincidían en considerar dichos trámites como un procedimiento legislativo material encargado ya a las Cortes, ya al Gobierno, según las materias de su respectiva competencia y a plasmar, por lo tanto, ya en una Ley, ya en un Reglamento» (p. 96).
(16) En este punto me remito nuevamente a mi trabajo citado en nota 7, en cuyas páginas 248 y siguientes me he ocupado extensamente del estupefaciente dictamen del Consejo de Estado a que se alude en el texto.
(17) Cfr. «Boletín Oficial de las Cortes Españolas», X legislatura, núm. 90, Apéndice. Diario de las Sesiones de Comisiones, Comisión de Justicia, sesión núm. 7, 21 de noviembre de 1972, pp. 11 y 21.
(18) Cfr. Diario..., cit. en nota anterior, pp. 17 y 24-25.
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