La nueva Ley Fundamental para la Reforma Política
El artículo 2.° de la Ley Orgánica del Estado dice así:
«I. La soberanía nacional es una e indivisible, sin que sea susceptible de delegación y cesión.
II. El sistema institucional del Estado español responde a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones.»
Pues bien, lo que aquí se va a probar es que el número II del artículo 2.° citado, y que proclama el principio de unidad de poder no es «el parágrafo de la Dictadura», que el llamado principio de la división de poderes se considera hoy totalmente arcaico y superado por la realidad de los hechos, y que esa declaración de la unidad de poder no es sino la lógica consecuencia de la indivisibilidad de la soberanía establecida en el número I.
Es cierto que, a raíz de la publicación de la Ley Orgánica del Estado, se cuestionó sobre la vigencia en nuestra Patria del principio de división o distinción de poderes. El problema incluso saltó a la prensa, habiéndose polemizado sobre el tema desde las páginas de ABC (sábado 5 de junio de 1971) y Pueblo (8 de junio de 1971).
Esa discusión era puro bizantinismo. Como vamos a ver, el principio de unidad de poder estaba ya implícito en la Constitución de 1931, que expresamente rechazó el de división de poderes. Y es opinión común entre los autores que la doctrina de Montesquieu debe considerarse superada, habiéndose propuesto una depuración conceptual, ensayando además otras construcciones.
Si vamos aquí a detenernos en este punto es para dejar bien claro el sentido del precepto transcrito, su perfecta coherencia con los principios que inspiran un sistema democrático, y, en consecuencia, advertir sobre la pérdida de tiempo que supondría para las futuras Cortes ponerse a cuestionar sobre su posible derogación.
A) De la Constitución de la II República, vale la pena recordar algunos principios sobre los que llamaba la atención el Presidente de la Comisión redactara del proyecto en su discurso, discurso al que, por cierto, se atribuía expresamente la función de suplir «el preámbulo que la urgencia con que ha sido redactada esta obra política no nos ha permitido escribir». Estos principios son:
a) Aceptación del sistema parlamentario: «Los títulos V y VI versan sobre el ejecutivo: la Presidencia y el Gobierno. Es aquí probablemente donde los grandes tratadistas de Derecho constitucional están riñendo más enconadas batallas y el problema que se halla hoy en crisis, por eso la mayor parte de las soluciones se muestran como tanteos y en germen. Los Estados buscan el remedio en el presidencialismo o en el parlamentarismo. Obsérvese que en las constituciones compuestas después de la guerra no se ha establecido el sistema presidencial. Acudimos, por tanto, al sistema parlamentario.»
b) Síntesis entre el presidente fuerte y el presidente débil: «En el presidencialismo pueden seguirse dos grandes caminos: o el presidente fuerte, a la alemana, o el presidente débil, a la francesa. El presidente fuerte es elegido por el pueblo, tiene el poder de legislar por decreto, puede en ciertos casos disolver la Cámara. El Presidente francés, de tipo débil, es elegido por la Asamblea, reunidos la Cámara de los Diputados y el Senado, y prácticamente no tiene facultades para disolver las Cámaras. Nosotros tratamos de establecer una síntesis entre el presidente fuerte y el presidente débil. Al igual que en Alemania, es elegido por el pueblo, puede legislar por decreto pero no puede disolver la Cámara, porque en último extremo tiene que ir a pedir el referéndum, el parecer popular, jugándose el cargo en la empresa. Desde el punto de vista del Gobierno tratamos también de hacerle fuerte contra posibles votos de censura eventuales y caprichosos, exigiendo un voto calificado. Al mismo tiempo también el poder legislativo podrá solicitar, antes de que termine el plazo de vigencia del mandato presidencial, que el presidente sea destituido, pero asimismo jugándose el Parlamento su existencia, porque en último término puede ser disuelto.»
c) Repudio expreso de la doctrina de la distinción de poderes: «Es así como hemos querido establecer el juego de estos poderes, porque obsérvese que la separación del Poder ejecutivo y del legislativo, que arranca de la doctrina de Montesquieu, está hoy en franca crisis. Hoy el Poder reside en el pueblo, encarna en el Estado y se ejerce por sus órganos; no hay necesidad de hacer esa división, sino de afirmar más bien la seguridad y la permanencia de la labor de cada uno.»
B) El último párrafo transcrito merece una breve consideración. Porque vemos en él un claro antecedente de los que la Constitución vigente llama «principios —en plural— de unidad de poder y coordinación de funciones» (artículo 2.°, II, LOE).
En efecto, decir que el Poder «encarna en el Estado y se ejerce por sus órganos» es declarar la unidad del mismo. Proclamar que «no hay necesidad de hacer esa división, sino de afirmar más bien la seguridad y la permanencia de la labor de cada uno» es describir el contenido de la coordinación de funciones.
Pudiera pensarse que valoramos en exceso un simple párrafo de un preámbulo que ni siquiera lo es propiamente —aunque lo fuera en la intención de quienes lo redactaron—. Y, por tanto, no faltará quien nos censure por obtener una conclusión precipitada partiendo de premisas elementales.
Pero creemos que no puede negarse que los redactores de la Constitución de 1931 y los de la vigente han coincidido, por lo menos, en su recelo respecto de la admisión del citado principio.
Porque no es sólo que el párrafo transcrito sea revelador de esa coincidencia. Es que a lo largo del articulado de la Constitución de 1931 parece que se ha tratado de evitar cuidadosamente el uso de las expresiones Poder legislativo, Poder ejecutivo y Poder judicial.
La expresión «Poder judicial» no se utiliza ni una sola vez. En su lugar se habla de Justicia (art. 9° y rúbrica del título VII), de Administración de Justicia (arts. 95, 103 y 104), o de los Tribunales (arts. 41 y 98).
Tampoco se emplea la expresión «Poder ejecutivo», la cual aparece sustituida por las voces Administración (artículos 93 y 101) y Gobierno (rúbrica del título VI, y artículos 37, 42, 60, 61, 64, 65, 76, 80, 87, 89, 93, 107, 111 a 114 y 117).
La expresión «Poder legislativo» se usa una sola vez a lo largo de toda la Constitución (art. 61). En las demás ocasiones se habla de las Cortes (rúbrica del título IV, y artículos 12, 15, 16, 19, 37, 42, 44, 51, 53, 58, 65, 66, 68, 72, 74 a 76, 80 a 82, 93, 107 a 110 112, 114, 115, 119 a 122, 124 y 125), de Parlamento (arts. 74, 102, 122), y de Congreso o de Congreso de Diputados (arts. 12, 51 a 53, 56, 57, 59 a 65, 74, 80 a 83 y 85).
En alguna ocasión se habla de potestad legislativa (artículo 51), como se habla de potestad reglamentaria (artículo 90). Se contraponen también los Poderes regionales (art. 14) al Poder central (arts. 8.° y 22). Se alude vagamente a los Poderes públicos (art. 35), o se habla de las Cortes como Poder legítimo del Estado (art. 59), y se afirma que los poderes de todos los órganos de la República emanan del pueblo (art. 1.°), lo que revela la identificación de la voz «poder» con «función» o «competencia».
¿Que todo esto es puro eufemismo? Tal vez. Pero cuando se recurre al eufemismo es porque otro vocablo se rechaza como desagradable o inoportuno.
Carré de Malberg (1), que dedica un extenso capítulo al estudio crítico de la teoría de Montesquieu (pp. 741-863), propone una depuración terminológica en la materia de sumo interés para valorar la declaración del artículo 2.°, II, Ley Orgánica del Estado. Suyas son estas palabras: «En principio, la potestad del Estado es una. Consiste, de una manera invariable, en el poder que tiene el Estado de querer por sus órganos especiales por cuenta de la colectividad y de imponer su voluntad a los individuos. Cualesquiera que sean el contenido y la forma variable de los actos por medio de los cuales se ejerce la potestad estatal, todos estos actos se reducen en definitiva a manifestaciones de la voluntad del Estado, que es una e indivisible. Es necesario, por lo tanto, empezar por establecer la unidad del poder del Estado. Pero hecho esto, y desde el punto de vista jurídico, es preciso también distinguir, en este poder, que es uno, por una parte las funciones del poder, que son múltiples, y por otra parte, los órganos del poder, que pueden ser igualmente múltiples. Las funciones del poder son las diversas formas bajo las cuales se manifiesta la actividad dominadora del Estado; dictar la ley, por ejemplo, es uno de los modos de ejercicio de la potestad estatal, o sea, una función del poder. Los órganos del poder son los diferentes personajes o cuerpos públicos encargados de desempeñar las diversas funciones del poder. El cuerpo legislativo, por ejemplo, es el órgano que desempeña la función legislativa del poder estatal. Esta distinción tan sencilla entre el poder, sus funciones y sus órganos está oscurecida, desgraciadamente, por el lenguaje usado en materia de poder, lenguaje que es completamente vicioso. En la terminología vulgar, y hasta en los tratados de Derecho público, se emplea indistintamente la palabra "poder" para designar a la vez, sea el mismo poder, o sus funciones o sus órganos. Así, por ejemplo, se emplea el término "poder legislativo", bien para designar a la función legislativa o bien para referirse a las asambleas que redactan las leyes. Es evidente, sin embargo, que el cuerpo legislativo y la función legislativa son dos cosas muy diferentes. En virtud de la misma confusión se designa por costumbre con el nombre de "poderes públicos" o "poderes constituidos" a las diversas autoridades, como jefes de Estado, Cámaras, Ministros, etcétera, que poseen las diferentes funciones de la potestad de Estado. Dicha terminología ilógica y equívoca es peligrosa, pues su naturaleza suscita y mantiene numerosos malentendidos en esta materia. Así, por ejemplo, ha contribuido a embrollar y agravar la controversia sin fin que reina entre los autores en lo referente al problema fundamental del número de los "poderes". Un lenguaje claro y preciso es la primera condición en todo estudio científico. Débese, pues, emplear separadamente los tres términos de poder, función y órganos para designar sin ambigüedad y respectivamente a la potestad del Estado, a las diversas actividades que entraña y a las varias autoridades que ejercen esas actividades» (p. 249, por nota).
Georg Jellinek (2) afirma también el principio de la indivisibilidad del poder del Estado. «Un poder dividido supone el desmenuzamiento del Estado en una variedad de formaciones políticas» (p. 373). Cada órgano del Estado «representa, dentro de sus límites, el poder del Estado. Es posible, pues, hablar de una división de competencia, pero no de una división de poderes. En la variedad de sus órganos no existe, por tanto, sino un solo poder del Estado» (p. 377). La historia confirma esto mismo. «Es muy fecunda en enseñanza a este respecto la actitud de la constituyente francesa, que en la declaración de los derechos del hombre proclama el principio de la división de los poderes, y después, a pesar de todos sus doctrinarismos, no lleva aquella doctrina a sus últimas consecuencias, sino que más bien hace del órgano legislativo un órgano tal que en él vienen a unirse todos los demás poderes. Teóricamente, la concepción democrática que sirve de base a la doctrina de la soberanía popular no consiente a la división de los poderes jugar otro papel que el de un principio secundario» (p. 375).
Por su parte, Karl Loewenstein (3) critica el que «la más joven colección de constituciones después de la segunda guerra mundial se mantiene firme en dicho principio (de la separación de poderes), sin tener en cuenta su superación y alejamiento de la realidad en el siglo XX. Un simple vistazo a la forma más corriente de gobierno, el parlamentarismo, hubiera podido convencer a los autores constitucionales de que el poder legislativo y el ejecutivo no están separados ni personal ni funcionalmente. Los miembros del Gobierno son miembros del Parlamento; se ha producido, pues, una integración de estos poderes» (p. 55). Ahora bien, añade más adelante, «es difícil desalojar un esquema mental que está profundamente enraizado, y el dogma de la separación de poderes es el más sagrado de la teoría y práctica constitucional. El iconoclasta no puede sentirse satisfecho con sólo remover su pedestal al ídolo de la triple separación del orden del dominio en los "poderes" legislativo, ejecutivo y judicial; en su lugar estará obligado a colocar otro análisis de la dinámica del poder más de acuerdo con la sociedad pluralista de masas de nuestro siglo» (p. 62). Y pasa a continuación a ensayar una nueva división tripartita: la decisión política conformadora o fundamental, la ejecución de la decisión y el control político.
Y ocupándose específicamente del sistema norteamericano, en el que el principio de separación o división de poderes encuentra su versión más pura, aunque en los mismo Estados Unidos la denominación inicial (separation of powers) aparece hoy ampliada, hablándose de «separación y coordinación de poderes», insiste en que «el concepto de "poderes" tiene un sentido más figurativo que estructural, y debería ser sustituido por el de "funciones", con lo que quedarían designados los diferentes ámbitos de la actividad estatal», añadiendo a renglón seguido: «La concepción defendida en la época de creación de los Estados Unidos sobre una estricta y rígida separación de funciones, vigente tanto en la teoría como en la práctica constitucional americana y francesa, se nos aparece hoy como un producto artificial del racionalismo especulativo de la Ilustración, debiendo su nacimiento al traspaso de los principios mecanicistas de la física de Newton a la realidad sociopolitica» (p. 131). Subraya también cómo «el partido político se ha convertido en el lazo de una unión que no existía entre los diversos detentadores del poder, aislados constitucionalmente» (p. 134), y acaba afirmando literalmente: «Que el sistema sea capaz de funcionar es casi un milagro, sólo explicable por la abundancia y fuerza de una nación que puede permitirse el lujo de un sistema gubernamental pesado y ruinoso» (p. 139). Y esto otro también: «el tipo de gobierno americano, bien que se le designe como "presidencialismo", o como gobierno "con separación de poderes” o con "separación y coordinación de funciones”, es casi un producto específicamente nacional del pueblo americano, que ha recibido más bendiciones de la providencia que ninguna otra nación en la historia de la humanidad. El milagro de la República americana no se basa en su Constitución, sino que se ha dado a pesar de ella» (p. 141).
Y Nicolás Pérez Serrano (4), ocupándose también del tema de la división de poderes, escribe lo siguiente: «Y, sin embargo, la doctrina de Montesquieu se engendró por un error de interpretación y vivió merced a impurezas de su ejecución práctica. La imposibilidad de cumplirla plenamente con rigor se reveló ya en la Constitución francesa de 1791, plagada de inconsecuentes contradicciones internas, y se manifiesta aún en la Constitución norteamericana, que sólo puede desenvolverse mediante todo un sistema de instituciones y costumbres, colaterales y viciosas, pero indispensables para la marcha del Estado, porque las necesidades políticas no se resignan a la opresión de las fórmulas abstractas. Basta con examinar la combinación de fuerza y poderes en el régimen parlamentario para comprender la insuficiencia de la doctrina, de que sería elocuente demostración el caso del lord canciller inglés, miembro del Gobierno como ministro de Justicia, presidente de la Cámara de los Lores y jefe supremo de los Tribunales. Pero es que, además, observando la realidad auténtica de cualquier país, se advertirá en seguida: que el Legislativo administra (leyes privadas, régimen interior de las Cámaras, actos políticos y de representación) y juzga (examen de actas, acusación de ministros y casos de alta traición, comisiones de investigación y de responsabilidades); que el Ejecutivo legisla (potestad reglamentaria) y enjuicia (jurisdicción disciplinaria, potestad correctiva); y que el Judicial legisla (jurisprudencia vincuiatoria, instrucciones) y administra (actos de jurisdicción voluntaria, funciones gubernativas): todo ello sin contar con las atribuciones especiales del Jefe del Estado en punto a funcionamiento de las Cámaras y confección de leyes, con respecto a la constitución del Ministerio y nombramiento de autoridades, y acerca de la gracia de indulto. Pero es que, además, los tres poderes no son iguales, ni disfrutan por tanto de recíproca independencia, ya que al diferenciar la legis-latio y la legis-executio inevitablemente se otorga primacía y superioridad al Legislativo, de cuyos acuerdos dependen los demás poderes; y, por el contrario, si en un sistema de Constitución rígida gozan los Tribunales de la facultad de apreciar la constitucionalidad de las leyes, prácticamente asumen la dirección del Estado. Ni es esto sólo: el mismo propósito de garantizar la libertad que originó la doctrina puede quedar frustrado sin remedio, pues el Ejecutivo y el Judicial habrán de atenerse a las normas establecidas por el Legislativo; pero éste tendrá en su mano, y de hecho sin limitación, la posibilidad de invadir la esfera reservada al libre ámbito de la vida ciudadana; es decir, que no se habrá pasado del criterio de simple legalidad, freno para los poderes que aplican la ley, mas no para el encargado de dictarla.»
A) Una importante consecuencia que va ligada al principio de la indivisibilidad de la soberanía proclamado en el número I del artículo 2.°, y que demuestra la coherencia del precepto al proclamar en el número II el principio de la unidad de poder y coordinación de funciones, es la prohibición de la división de poderes.
Si el estudio del Derecho comparado resulta siempre aleccionador, nada mejor que comprobar —en un tema como éste que puede siempre despertar suspicacias o incluso provocar irritación— cómo ha sido visto el mismo problema en otro país por sus propios autores.
Nada sospechoso de parcialidad es León Duguit. Vamos, pues, a conocer la opinión del famoso Decano de Burdeos sobre la vigencia de esa fórmula —indivisibilidad de la soberanía en el Derecho francés de su tiempo (5).
«Con la idea de soberanía indivisible —nos dice Duguit—, la separación de poderes, tal como la entienden los autores de la Declaración de Derechos de 1789 (artículo 16), de la Constitución del año III (art. 45), y de la Constitución de 1858 (art. 19), es lógicamente imposible.»
Y añade:
«En efecto, en la concepción que nuestros constituyentes han querido realizar, los poderes son porciones desmembradas de la soberanía, confiados a órganos distintos, y no solamente funciones ejercidas separadamente, por órganos distintos, en nombre de una soberanía que permanece una e indivisible. Los tres órganos creados: Parlamento, Jefe de Estado, orden judicial, no solamente están investidos de funciones diferentes: son cada uno titulares de un elemento de soberanía y es por esto que son poderes. Se crean tres soberanos: uno en el orden legislativo, otro en el orden ejecutivo, el tercero en el orden judicial.»
Y acaba con esta afirmación:
«Kant es el único verdaderamente lógico cuando declara que en la soberanía una, hay tres personas soberanas distintas, cuya reunión no forma, sin embargo, más que una sola persona soberana, la del Estado. Nuevo misterio de la Trinidad que no seré yo el que explique» (páginas 122-123) (6).
B) No se opone, en cambio, al principio de indivisibilidad de la soberanía, la división del órgano legislativo en dos Cámaras, aun cuando alguna vez haya sido afirmada esa incompatibilidad. Como dice el propio Duguit: «Cuando la cuestión de la dualidad del Parlamento se planteó en 1789, en 1791, y en 1848, el principal argumento que se hizo valer, sobre todo en 1848, para establecer la unidad del Parlamento, fue decir: Siendo la soberanía una en su esencia no puede ser más que una en su representación» (p. 121). Sin embargo —sigue diciendo Duguit—, «la creación de dos Cámaras no implica, a diferencia de la separación de poderes, ningún troceamiento de la soberanía en su representación. En efecto, a pesar de la dualidad de Cámaras, el Parlamento permanece uno; es complejo en su estructura, pero es uno en su esencia, y la delegación no se da más que a un solo órgano. El Parlamento está compuesto de individuos: no se dirá que la representación está dividida entre tantos individuos como miembros del Parlamento; mucho menos se puede decir que la representación está cortada en dos, porque los miembros del Parlamento estén agrupados en dos Cámaras. Creando dos Cámaras no se distinguen dos voluntades en el pueblo; solamente se da al órgano único de representación una estructura interna que parece deberle permitir cumplir más útilmente su función» (p. 707).
Resulta, pues, evidente la perfecta compatibilidad entre el artículo 2° de la Ley Orgánica del Estado y la nueva estructura dada al órgano legislativo por la Ley para la Reforma Política.
El artículo 2.º de la vigente Ley Orgánica del Estado, que proclama la unidad e indivisibilidad de la soberanía (= poder del Estado) y el sometimiento de nuestro sistema institucional a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones, es un precepto perfectamente coherente, tanto en su estructura interna como en su inserción dentro de un sistema democrático constitucional.
La moderación y limitación del poder político —meta última del constitucionalismo— ha de buscarse «en la atribución de diferentes funciones estatales a diferentes detentadores del poder u órganos estatales, que, si bien ejercen dicha función con plena autonomía y propia responsabilidad, están obligados, en último término, a cooperar para que sea posible una voluntad estatal válida. La distribución del poder entre diversos detentadores significa para cada uno de ellos una limitación y un control a través de los cheks and balances —frenos y contrapesos—, o, como dijo Montesquieu en fórmula famosa, le pouvoir arrête le pouvoir» (7).
En qué medida esa coordinación o cooperación tiene lugar entre el Rey y las Cortes en la producción de la ley ha quedado ya examinado en el capítulo 4. En los dos capítulos que siguen vamos a tener ocasión de referirnos a otros aspectos de la distribución del poder político en nuestro sistema vigente.
NOTAS AL CAPÍTULO 14
(1) R. CARRE DE MALBERG: Teoría General del Estado, traducción española de JOSÉ LION DE PETRE, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1948. (La cursiva es mía.)
(2) GEORG JELLINEK: Teoría General del Estado, trad. de la 2.a edición alemana (de 1905) por FERNANDO DE LOS RÍOS, editorial Albatros, Buenos Aires, 1973, especialmente pp. 373-379.
(3) KARL LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, ed. Ariel, 2.a edición, Madrid, 1976. (La cursiva es mía.)
(4) NICOLÁS PÉREZ SERRANO: Tratado de Derecho político, ed. Civitas, Madrid, 1976, pp. 380 y 381.
(5) LEON DUGUIT: Traite de Droit Constitutionnel, 3.a edición, tomo III, París, 1928, pp. 119-123.
(6) La cita de Kant va referida a la edición francesa de 1855, página 175, de la Teoría de Derecho, de este autor. Una crítica más extensa del dogma de la separación de poderes como incompatible con el principio de indivisibilidad de la soberanía la hace el propio DUGUIT, en las páginas 660 691, del mismo tomo de la obra arriba citada. Allí insiste en esa imagen de la separación de poderes como versión política del dogma teológico de la Trinidad (pp. 669-671).
Y NICOLÁS PÉREZ SERRANO: Tratado, cita en nota 4, el criticar también, como hemos visto más arriba, la doctrina de la división de poderes, dice esto otro (p. 381): «DUGUIT, que con tan singular desenfado prodiga el calificativo de "oscuro" para todo lo que no es tangible, y que con tan frecuente abuso moteja de "concepciones metafísicas" las doctrina que rechaza, tiene algo de razón cuando en esos términos critica la teoría de la división de poderes, comparándola con el misterio de la Trinidad en la ortodoxia católica.) (La cursiva es mía.)
(7) KARL LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota 3, pp. 68-69.
«Desde 1789, la historia del gobierno constitucional no es sino la búsqueda de la fórmula mágica para crear y mantener un equilibrio estable entre el gobierno y el parlamento. Esta búsqueda ha sido hasta ahora infructuosa. Casi en todos los tiempos, el uno y el otro detentador del poder ha pesado más en la balanza de la dinámica del poder, y las oscilaciones entre liderazgo del ejecutivo y la supremacía del parlamento parecen ser inherentes y esenciales a la práctica del gobierno constitucional.»
(KARL LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, Ed. Ariel, 2.ª ed., Madrid, 1976, p. 105.)
A) Un problema que se plantea a la vista de la Ley para la Reforma Política es el de la presencia o no de los Ministros en las Cortes.
El silencio de la nueva Ley en este punto no parece que pueda suplirse con la invocación del artículo 2.°, número 1, letra a) de la Ley constitutiva de las Cortes, que atribuye la condición de Procuradores a los miembros del Gobierno. Y esto porque, aunque no hay cláusula expresa de derogación, parece que debe entenderse que este artículo 2°, relativo a la composición de las Cortes, ha sido derogado en su totalidad, dado que es uno de los temas básicos de la Reforma.
El problema no es baladí, porque la solución que se dé al mismo dependerá de la concepción que se acepte sobre la estructuración de un sistema democrático constitucional.
B) Las diversas manifestaciones de dicho sistema pueden reducirse a los cinco tipos siguientes (1):
a) Democracia directa; b) Gobierno de asamblea; c) Parlamentarismo (en sus dos versiones; tipo clásico francés —predominio del Parlamento— y tipo inglés —predominio del Gabinete—); d) Presidencialismo; e) Gobierno directorial.
Pues bien, la diferencia entre el tipo parlamentario y el tipo presidencialista se halla precisamente en la distinta solución que se da al problema planteado, que, en definitiva, no es sino el de la búsqueda de la fórmula mágica para lograr el equilibrio entre el Parlamento y el Gobierno (2).
Cuando se trata de conseguir ese equilibrio mediante la integración del Gobierno en el parlamento, de forma que los miembros del Gobierno pertenecen al mismo tiempo al Parlamento (interdependencia por integración), el tipo de democracia constitucional se llama «parlamentario». Si, por el contrario, se piensa que el equilibrio entre ambos detentadores del poder debe conseguirse mediante la radical separación entre ambos, que, sin embargo, están obligados constitucionalmente a cooperar (interdependencia por coordinación), estamos ante el tipo presidencialista, propio de los Estados Unidos (3).
C) En definitiva, las notas estructurales del sistema parlamentario son las siguientes (4):
a) Los miembros del Gobierno son al mismo tiempo miembros del Parlamento. «El sentido íntimo de esta disposición yace en el hecho de que la asamblea pueda ejercer un mejor control sobre sus propios miembros que sobre elementos extraños a ella, de esta manera podrá someterles a una serie de preguntas y respuestas, pidiéndoles cuentas sobre el desempeño de su cargo y exigiéndoles de esta manera responsabilidad política.»
b) El Gobierno está constituido por los jefes del partido mayoritario o de los partidos que, uniéndose en coalición, forman mayoría.
c) El Gobierno tiene una configuración piramidal, con un primer Ministro o Presidente del Consejo, al que se reconoce como líder.
d) El Gobierno permanecerá en el poder en tanto que cuenta con el apoyo de la mayoría de los miembros del Parlamento.
e) En la función legislativa colaboran el Gobierno y el Parlamento.
f) Por último, el control político de Gobierno y Parlamento es recíproco (voto de censura, negativa del Parlamento a conceder el voto de confianza, disolución del Parlamento por el Gobierno).
D) Respondiendo a esta configuración, la Constitución de la República Federal alemana, de 1949, establece que «los miembros (...) del Gobierno Federal, así como sus delegados, tienen acceso a todas las sesiones del Parlamento y de sus Comisiones, debiendo ser oídos en cualquier momento» (art. 43, 2).
Y la Constitución belga de 1831, modificada en 1893, 1920 y 1921, dice: «Los Ministros no tienen voto deliberativo en una u otra Cámara más que cuando son miembros. Tienen su entrada en cada una de las Cámaras y han de ser oídos cuando lo pidan. Las Cámaras pueden requerir la presencia de los Ministros» (art. 88).
Análoga disposición encontramos también en la Constitución italiana de 1947: «Los miembros del Gobierno, aun cuando no formen parte de las Cámaras, tienen derecho, y si son requeridos, obligación, de asistir a las sesiones. Deben ser oídos cada vez que lo pidan» (art. 64, párrafo 4).
Asimismo, la Constitución francesa de 1958 dispone: «Los miembros del Gobierno tienen acceso a las dos asambleas. Serán oídos cuando lo pidan» (art. 30).
El silencio de la Ley para la Reforma Política en este punto es tanto más de sentir cuanto que a lo largo de nuestra Historia constitucional se advierten dos soluciones distintas: una, que pudiéramos llamar radical (los Ministros, en cuanto tales, no pueden asistir al Parlamento), y otra, que calificaremos de moderada (aunque aparece incorporada también a algunas de nuestras Constituciones «progresistas»). Pero, aun dentro de esta línea, cabe hacer una subdistinción, según los miembros del Gobierno, integrados en las Cortes, tenga voz pero no voto, o voz y también voto. En definitiva, pues, son tres las fórmulas constitucionales que reflejan nuestros textos, o nuestra práctica, constitucionales.
A) La solución que hemos llamado radical (los Ministros, por su sola condición de tales, no pueden asistir a las sesiones de las Cortes) la encontramos en la Constitución de 1812, en la de 1869 y en el Proyecto de Constitución federal de la República española de 1873. Ni la redacción ni el alcance de los respectivos textos es coincidente, por lo que se impone transcribirlos por separado.
B) Constitución de Cádiz, de 19 de marzo de 1812: «Los Secretarios de Despacho (...) no podrán ser elegidos Diputados de Cortes» (art. 95), y en los casos en que «hagan a las Cortes algunas propuestas a nombre del Rey asistirán a las discusiones cuando y del modo que las Cortes determinen, y hablarán en ellas; pero no podrán estar presentes a la votación» (art. 125).
C) Constitución de la Monarquía española, de 1 de junio de 1869. «No podrán asistir a las sesiones de las Cortes los Ministros que no pertenezcan a uno de los Cuerpos colegisladores» (art. 88).
Por tanto, sólo en su calidad de Diputados o de Senadores, si la tuvieren, podrán los Ministros asistir a las sesiones de las Cortes.
D) Proyecto de Constitución federal de la República española, presentado a las Cortes Constituyentes en 17 de julio de 1873. «Los Ministros no podrán ser Diputados ni Senadores, ni asistir a las sesiones sino por un mandato especial de las Cámaras» (art. 65).
El precepto, como se ve, difiere del anterior en forma notable, ya que se establece la total incompatibilidad entre la condición de Ministro y la de Diputado o Senador. Y sólo por un mandato especial de las Cámaras (expresión ésta; «mandato», que podría querer subrayar la supremacía de las Cámaras sobre el Gobierno) pueden los Ministros asistir a las sesiones de las Cortes.
A) Es la solución más generalizada, pudiendo afirmarse que todos los restantes textos constitucionales, salvo los ya vistos y salvo también la Constitución vigente, la aceptaron, con redacción, en ocasiones, idéntica.
B) Es cierto que el Estatuto Real de 1834 nada decía sobre el particular, «pero su silencio —que contrastaba con la manifestación expresa de la Constitución— fue, desde luego, interpretado en el sentido de que ambas funciones eran perfectamente compatibles». Pero, por si alguna duda cupiera, ésta quedaba desvanecida con la publicación de los Reglamentos de ambas Cámaras (recuérdese que el Estatuto introduce el sistema bicameral en nuestra Patria) en 15 de julio de 1834, que facultaban a los Secretarios de Despacho para ser al mismo tiempo Procurador en Cortes, les facultaba a asistir a las sesiones del Estamento de Procuradores siempre que lo creyesen conveniente al bien del Estado, les reservaba un escaño especial y les reconocía el privilegio de intervenir en las discusiones a nombre del Gobierno, siempre que lo reclamasen (artículos 104 a 107 del Reglamento del Estamento de Procuradores). Y se ha hecho notar también «que —a la inversa de lo que establecía la Constitución del 12— en la época del Estatuto, los Secretarios de Estado, con arreglo a los Reglamentos del Estamento, tenían la facultad, pero no la obligación, de acudir a las sesiones de los mismos. Sin embargo, los Estamentos arbitraron a veces determinados medios para conseguir su asistencia, al objeto de dar explicaciones sobre su actuación» (5).
C) El Proyecto Istúriz, de 20 de julio de 1836, decía ya con toda claridad que «los Ministros tendrán entrada y voz en ambos Estamentos, pero no tendrán voto sino como proceres o Diputados los que respectivamente tuviesen el uno y el otro carácter» (art. 42).
D) La Constitución de 1837 (art. 62) adopta una fórmula que va a pasar literalmente a la de 1845 (art. 65) y a la de 1876 (art. 58), y a la no promulgada de 1856 (artículo 66):
«Los ministros pueden ser senadores o diputados y tomar parte en las discusiones de ambos Cuerpos Colegisladores, pero sólo tendrán voto en aquel a que pertenezcan.»
E) En los Proyectos de Leyes Fundamentales de Bravo Murillo, de 1852, se adoptaba un criterio aún más restrictivo, pues si bien se les reconocía el derecho de asistencia a ambos Cuerpos colegisladores y el derecho de usar la palabra siempre que la pidieren, no podían votar, «aunque pertenezcan al Cuerpo donde la votación se verifique» (artículos 10 y 13 del Proyecto de Ley para el régimen de los Cuerpos colegisladores).
F) El Anteproyecto de Constitución de Primo de Rivera, de 1929, establecía que «los Ministros, que no podrán ejercer el cargo de Diputados mientras desempeñen el de Consejeros de la Corona, podrán, sin embargo, concurrir a las sesiones plenarias y a las sesiones de las Cortes, personalmente o por delegado, teniendo en ellas voz sin voto; pero tan sólo será necesaria su presencia cuando sea requerida por acuerdo de las Cortes» (art. 66, párrafo 2.°). Esta posibilidad de concurrir, incluso por delegado, constituye una novedad de no escasa importancia.
G) Finalmente, la Constitución republicana de 1931 disponía que «el Presidente del Consejo y los Ministros tendrán voz en el Congreso, aunque no sean Diputados. No podrán excusar su asistencia a la Cámara cuando sean por ella requeridos» (art. 63) (6).
Es la solución de la Ley constitutiva de las Cortes españolas en su texto vigente hasta la entrada en vigor de la nueva Ley Fundamental para la Reforma Política, pues, como decíamos más arriba, el artículo 2.°, número 1, letra a) confiere a los Ministros la condición de miembros de las Cortes.
Por su parte, el Reglamento parlamentario de 15 de noviembre de 1971 prevé que los Ministros o los Subsecretarios, previa autorización del Presidente de las Cortes, podrán asistir a las reuniones de una Comisión para exponer el criterio de su Departamento en relación con el proyecto o proposición de ley que sea objeto de las deliberaciones (art. 49); que los Ministros podrán, en el Pleno, hacer uso de la palabra cuantas veces lo soliciten, previa venia del Presidente (art. 55), y que el Gobierno, la Mesa y el Presidente votarán en último lugar.
Como ya hemos dicho, el precepto de la Ley de Cortes, que considera miembros del órgano legislativo a los que lo sean del Gobierno, parece que hay que entenderlo derogado, pues, regulándose en la nueva Ley Fundamental la composición de las Cortes, resulta difícil admitir, sin declaración expresa del legislador, la vigencia de parte de un precepto que trata precisamente de ese tema.
Así pues, tampoco podrá entenderse que los preceptos del Reglamento de las Cortes que hemos citado quedan en vigor por aplicación de lo establecido en la disposición transitoria 3.a de la nueva Ley.
Esta interpretación podría también quedar avalada por el antecedente histórico que supone la Constitución de 1869, que indudablemente tuvieron a la vista los redactores del Proyecto al abordar el problema de la coparticipación o no en la función legislativa (art. 1.°, núm. 2).
Sin embargo, el peso de la tradición constitucional española y la mecánica misma del sistema parlamentario parecen aconsejar la solución contraria de permitir la asistencia de los Ministros a las Cortes, aunque no sean ni Diputados ni Senadores, con derecho a voz.
Y aún más. Los tiempos imponen la prepotencia del llamado Ejecutivo sobre el Legislativo, por lo que, incluso, sería necesario —en la línea de lo que ha sido práctica y norma vigente en estos últimos años— que los miembros del Gobierno, aunque no fueran ni Diputados ni Senadores, tuvieran también voto al menos en una de las Cámaras.
Esto último no será posible, pensamos, sin alterar la composición de las Cortes, modificando la Constitución. El derecho de asistencia y el de audiencia, en cambio, puede entenderse vigente por aplicación de un mero uso parlamentario, uso que, por otra parte, puede —y debe— ser inmediatamente positivizado al redactar los Reglamentos de las Cámaras.
Por lo demás, es evidente que el Rey podría nombrar Senador a aquel Ministro que no fuere Diputado ni Senador por elección. Tendríamos así otro camino para lograr la deseable presencia siempre del Gobierno en las Cortes, aunque ni parece la solución más recomendable ni tampoco suficiente, ya que por este medio podría conseguirse la presencia en una sola de las Cámaras, siendo así que el acceso de los Ministros, como tales, debe ser libre en ambas Cámaras.
En definitiva, pues, entendemos que el sistema de interdependencia por integración, como propio del tipo parlamentario de democracia constitucional, es el que acabará imponiéndose, por vía de práctica constitucional, primero, de regulación en el Reglamento parlamentario, después, y finalmente por modificación constitucional.
En todo caso, el vacío de la norma constitucional debe llenarse de alguna manera cuanto antes. Esperamos que lo sea en el sentido indicado.
Como ha escrito algún autor: «En el Estado actual, el Gobierno-Administración es tan democrático como el Parlamento, ante el cual ha dejado de ser responsable. La responsabilidad ahora será no ante la asamblea, sino ante el electorado. En el Estado democrático de masas, articulado políticamente por los partidos políticos, el "Estado" ha dejado de ser el "enemigo", la Administración ha pasado de ser "limitadora" a ser "prestadora". El orden político del siglo XX no es el de una sociedad que tímida o agresivamente pide garantías a un Estado tradicional y fuerte, sino el de una sociedad que con sus diferentes grupos e intereses tiene que articularse políticamente y alcanzar la representación. Y esto sólo es posible por el "liderazgo político", por el Gobierno y con una Administración creadora» (7).
NOTAS AL CAPÍTULO 15
(1) Seguimos a LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución,
2.ª ed., Madrid, 1976, pp. 91-92. La experiencia ha puesto de relieve los graves inconvenientes del parlamentarismo clásico tipo francés, lo que ha llevado a la búsqueda de fórmulas correctoras que se han concretado en estos otros tipos de parlamentarismo: ejecutivo dualista (Weimar), parlamentarismo controlado (Bonn) y parlamentarismo frenado (V República francesa). Cfr. LOEWENSTEIN, cit. pp. 112-125; 482-497 y 513-520.
(2) LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota anterior, p. 105.
(3) De interés: HEREDERO HIGUERAS, MANUEL: Decisión y apoyo en la presidencia de los Estados Unidos, «Documentación Administrativa» núm. 148, 1972, pp. 59-108.
(4) LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota (1), pp. 105-108.
(5) JOAQUÍN TOMÁS VILLARROYA: El sistema político del Estatuto Real (1834-1836), ed. «Instituto de Estudios Políticos», Madrid, 1968, pp. 250-252.
(6) Cfr. comentario a este precepto en NICOLÁS PÉREZ SERRANO: La Constitución española (9 diciembre 1931). Antecedentes, texto y comentarios, ed. «Revista de Derecho Privado», Madrid, 1932, p. 237-238.
(7) ALFREDO GALLEGO ANABITARTE: Ley y Reglamento en el Derecho Público occidental, ed. «Instituto de Estudios Administrativos», Madrid, 1971, p. 351.
«Tras la primera guerra mundial (el modelo parlamentario francés) fue adoptado por casi todos los jóvenes Estados que después de siglos de dominio autocrático alcanzaban la libertad. Por doquier —Checoslovaquia fue una notable excepción—, las constituciones, en muchos casos escritas por positivistas y profesores de Derecho Constitucional inaccesibles a las enseñanzas de la political science, fijaron el centro de gravedad política en las asambleas, sin tomar medidas contra el pluripartidismo y las disensiones de los partidos, que desunen sin esperanza a los parlamentos. Las crisis políticas entre el Gobierno y el Parlamento no podían dejar de surgir. La parálisis crónica en la función de tomar la decisión política dio como resultado que el hombre fuerte se apoderó del liderazgo, montando un régimen autoritario.»
(KARL LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, 2.a ed., Ariel, Madrid, 1976, p. 111.)
A) Ningún pueblo puede renegar de su historia. Para bien o para mal ésta le condiciona. El subconsciente colectivo está siempre impregnado de una mezcla confusa de enseñanzas y de temores que ancla sus raíces firmemente en el pasado.
No es extraño por ello que cuando los pueblos tratan de plasmar en una fórmula escrita las reglas de juego que deben hacer soportable para los destinatarios del poder el ejercicio del mismo por los detentadores, apliquen las experiencias extraídas del pasado más inmediato.
B) Cuando el pueblo alemán de los Estados occidentales acuerda en 1949 darse una Constitución, tiene muy en cuenta las enseñanzas extraídas de la República de Weimar. Nada les importó que un sistema parlamentario análogo al de Weimar, de ejecutivo dualista, hubiera funcionado con éxito en Finlandia bajo la Constitución de 1919. Alemania no podía olvidar que aquella Constitución había permitido a Hitler llegar «legalmente» al poder.
Partiendo de esa experiencia, la Ley Fundamental de Bonn ha llevado a cabo —hasta el presente con éxito— una experiencia original, renunciando de antemano a traducir al alemán un parlamentarismo de libro. Y en vez de buscar el equilibrio entre Gobierno y Parlamento por el juego recíproco de la facultad de disolución en aquél y el voto de censura en éste, ha actuado bajo la preocupación de combatir la inestabilidad gubernamental, a cuyo efecto ha tenido que «cercenar considerablemente el derecho del Gobierno de disolver el Bundestag, y viceversa, la posibilidad del Bundestag de destituir al Gobierno por el voto de no confianza». En esencia, la fórmula mágica que ha producido esta peculiar forma de parlamentarismo se puede resumir así: acceso democrático al Gobierno, ejercicio posterior del poder sin control efectivo por el Parlamento, y rendición de cuentas, finalmente, cada cuatro años al pueblo a través de elecciones. Muy gráficamente se la ha calificado por ello de régimen «demoautoritario» (1).
C) Ha sido también una penosa experiencia nacional de inestabilidad gubernamental —encarnadas en la III y IV República (2)— la que llevó a la Francia de De Gaulle a romper con el esquema de parlamentarismo clásico para adoptar una Constitución, inspirada en parte en el tipo británico de Gobierno de gabinete, y en parte en la Ley Fundamental de Bonn (3).
Tanto por su texto como, sin duda alguna, por la intención de sus creadores, la Constitución pertenece, sin duda alguna, al tipo de organización de la democracia constitucional. Sin embargo, se diferencia fundamentalmente de la soberanía parlamentaria que encarna la democracia representativa, porque el centro de gravedad política, de acuerdo con las intenciones del General, se ha trasladado completamente del Parlamento a una estructura dualista del Poder ejecutivo: El Presidente y el Gobierno» (4).
Los rasgos más típicos de la Constitución de la V Republica son éstos: a) Posición primaria del Presidente; elegido por sufragio universal directo por siete años (artículo 6), su irresponsabilidad es compensada por la de los ministros refrendadores (art. 68), está dotado de amplias prerrogativas: nombra discrecionalmente al primer ministro, y a propuesta de éste, a los ministros (art. 8), puede someter a referéndum determinadas cuestiones (artículo 11), puede disolver el Parlamento discrecionalmente (art. 12), y puede «cuando las instituciones de la República, la independencia de la Nación, la integridad de su territorio o la ejecución de compromisos internacionales estén amenazados de una manera grave e inmediata y el funcionamiento regular de los poderes públicos constitucionales esté interrumpido», tomar las medidas que exijan las circunstancias (art. 16), precepto muy discutido que concede al Presidente, aunque sea con esos limitados efectos, el ejercicio de una verdadera dictadura constitucional. b) Fortalecimiento del poder del Gobierno a costa del Parlamento: La responsabilidad parlamentaria del Gobierno se halla muy dificultada (art. 20, párrafo 3, y arts. 49 y 50); las materias de la reserva legal están tasadas existiendo frente a ella una reserva reglamentaria (art. 37), es decir, un campo de materias que no pueden ser objeto de regulación por ley, sino sólo por normas administrativas; el orden interno de las Cámaras está regulado en la propia Constitución (arts. 43, 44 y 48), sustrayéndolo así a los reglamentos parlamentarios que, además, están sujetos al control del Consejo Constitucional (art. 61) (5).
Intentando formular un juicio de conjunto de esta Constitución, se le ha visto como un Jano bifronte: «Por una parte, corresponde con su confesado y afortunado esfuerzo de fortalecer el Poder ejecutivo del Presidente y del Gobierno a costa del Parlamento a una tendencia visible, aunque no a una necesidad palpable de nuestro tiempo, a la cual quizá se haya adelantado señalando nuevas directrices. Por otra parte, lleva en sí rasgos de retroceso y hasta reaccionarios al limitar al Parlamento a una reducida posición de poder, para encontrar una situación semejante a la Constitución de 1830 y hasta a la Carta de 1814» (6).
Aunque bajo el mandato del General De Gaulle no faltaron las críticas al sistema por él creado y se formularon augurios muy poco optimistas sobre la viabilidad del mismo una vez desaparecido su creador, lo cierto es que la realidad parece desmentir esas negativas predicciones, pues la anunciada VI República aún no ha hecho su aparición en el vecino país (6 bis).
D) En la situación de transición que atraviesa España, iniciado, pero no culminado, un proceso de reforma constitucional, hay ciertamente el riesgo de que se pretenda diseñar un parlamentarismo de tipo clásico, siguiendo lo que parece ser el sino de los Estados que se abren a la democracia constitucional (7).
Algunos síntomas alarmantes se advierten en este sentido: la multiplicidad excesiva de los partidos, el ansia de revancha de ciertos líderes —humanamente explicable, pero históricamente condenable—, que les lleva a pretender hacer tabla rasa de cuarenta años de la Historia de España; la inspiración que parece buscarse en textos trasnochados de nuestra historia constitucional, perfectamente respetables en su contexto histórico, pero totalmente inadaptados a las necesidades de acción rápida y eficaz que imponen los nuevos tiempos...
Una mirada a esas manifestaciones europeas de parlamentarismo frenado que hemos resumido obligan, sin duda, a exigir de nuestra clase política imaginación suficiente para hallar la fórmula parlamentaria más adecuada a los tiempos que nos toca vivir, asegurando la estabilidad del Gobierno, sin perjuicio del periódico control de una actuación por el electorado.
La situación actual, como vamos a ver, no anda lejos de esos modelos europeos de nuevo parlamentarismo.
A) El haz de poderes, que en situaciones de normalidad nacional ostenta el Jefe del Estado español, aparece sintetizado en el artículo 6 de la Ley Orgánica del Estado:
«El Jefe del Estado es el representante supremo de la Nación; personifica la soberanía nacional; ejerce el poder supremo político y administrativo; ostenta la Jefatura Nacional del Movimiento y cuida de la más exacta observancia de los Principios del mismo y demás Leyes Fundamentales del Reino, asi como de la continuidad del Estado del Movimiento Nacional; garantiza y asegura el regular funcionamiento de los altos Órganos del Estado y la debida coordinación entre los mismos; sanciona y promulga las Leyes y provee a su ejecución; ejerce el mando supremo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire; vela por la conservación del orden público en el interior y de la seguridad del Estado en el exterior; en su nombre se administra la justicia; ejerce la prerrogativa de gracia; confiere, con arreglo a las Leyes, empleos, cargos públicos y honores; acredita y recibe a los representantes diplomáticos y realiza cuantos actos le corresponden con arreglo a las Leyes Fundamentales del Reino.»
De alguna de estas funciones nos hemos ocupado ya. Así, en el capítulo 4 hemos estudiado su coparticipación en la función legislativa a través de la sanción.
Vamos a referirnos ahora específicamente a uno de esos cometidos que en esa impresionante relación del artículo 6.° aparecen: la personificación de la soberanía.
B) Partiendo de la base de que el Rey «personifica la soberanía nacional», y de la negación de todo carácter representativo a las Cortes, a las que se consideran nuevos «órganos de poder», se sostuvo por algún autor, con anterioridad a la nueva Ley Fundamental (9), que es el Rey el titular de la soberanía.
De esta tesis hemos discrepado ya en su momento, y si entonces la juzgábamos discutible, mucho menos hemos de aceptarla ahora bajo la nueva situación legal. No obstante, es necesario insistir sobre el tema para negar la posible alegación de «soberanía compartida» entre el pueblo y el Rey.
Naturalmente, basta con argumentar sobre el carácter indivisible de la soberanía para probar la imposibilidad de que el Rey y el pueblo sean soberanos simultáneamente.
Pero es que, además, el artículo 1.°, II, de la Ley Orgánica del Estado no deja lugar a dudas sobre el hecho de que lo que se reparte no es la titularidad de la soberanía, sino su ejercicio:
«Al Estado incumbe el ejercicio de la soberanía, a través de los órganos adecuados a los fines que ha de cumplir.»
Por último, en cuanto al alcance que deba darse a la expresión «personifica la soberanía nacional», quizá sea útil recordar que análoga expresión se utilizaba, con referencia al Presidente de la República federal española, en el Proyecto de la Constitución federal de la I República española, presentado a las Cortes Constituyentes el 17 de julio de 1873.
En dicho Proyecto se proclamaba que «la soberanía reside en todos los ciudadanos y se ejerce en representación suya por los organismos políticos de la República constituida por medio del sufragio universal» (art. 42). Y se aclaraba a continuación: «Estos organismos (que ejercen soberanía) son: El Municipio, el Estado Regional, el Estado Federal o Nación» (art. 43).
Pues bien, más adelante, el Proyecto decía esto otro: «El Poder de relación será ejercido por un ciudadano mayor de treinta años, que llevará el título de Presidente de la República federal, y cuyo cargo sólo durará cuatro años, no siendo inmediatamente reelegible» (art. 81).
Y añadía. «Al Presidente compete...: Personificar el Poder supremo y la suprema dignidad de la Nación; a este fin se le señalará por la Ley sueldos y honores, que no podrán ser alterados durante el período de su mando» (artículo 82).
Personificar el Poder supremo no significa aquí ni ser titular de la soberanía (que reside en todos los ciudadanos) ni ejercerla (pues su ejercicio se atribuye al Municipio, al Estado regional y al Estado federal), sino algo bien distinto: simbolizarla.
Por eso —de cara ya al texto del artículo 6, LOE— parece que habrá que dar la razón a quienes piensan que «al utilizar la palabra personificar, la Ley hace referencia a un dato simbólico», y que «tal personificación... es, ante todo, honorífica» (10).
En definitiva, pues, «personificar la soberanía» es expresión metafórica con la que se quiere reflejar la siguiente realidad:
a) El Jefe del Estado constituye el órgano estatal supremo, no en el sentido de que entraña la potestad entera del Estado, sino en el sentido de que participa, por cuanto es la autoridad más alta, en todas las funciones de la potestad estatal.
b) De acuerdo con tal alta consideración se le atribuyen los máximos honores y consideraciones y una protección penal cualificada.
c) Es por lo mismo que su persona se declara inviolable, en el sentido de que en sus actos serán responsables las personas que los refrenden (artículo 8.°, LOE), y
d) Es, finalmente, por ello que el Jefe del Estado, de cara también al exterior, asume la representación de la Nación.
C) Por lo demás, no se agotan en la enumeración del artículo 6.° las funciones del Jefe del Estado, pues en el mismo título II, que se abre con dicho precepto, hay otros artículos, como el 7.°, el 9.° o el 10, que le atribuyen otras importantes funciones, en ocasiones reiterando lo ya dicho en otros lugares de nuestra Constitución y a veces engrosando en forma importante aquel haz de facultades.
Este último es el caso de las que menciona la letra d) del artículo 10:
«Adoptar medidas excepcionales cuando la seguridad exterior, la independencia de la Nación, la integridad de su territorio o el sistema institucional del Reino estén amenazados de modo grave e inmediato, dando cuenta documentada a las Cortes.»
La trascendencia de preceptos como éste ha quedado ya destacada cuando más atrás examinábamos el de contenido análogo que aparece en la vigente Constitución francesa.
D) Ahora bien, para calibrar en su exacta medida el alcance de ésta y de las demás facultades que confiere al Rey la vigente Constitución española, es necesario tener presente el importante condicionamiento que para su ejercicio supone la exigencia de que los actos del Jefe del Estado deban ir siempre refrendados.
La incidencia de la institución del refrendo en ese amplio cuadro de competencias reales que hemos resumido es tan importante que se ha podido decir con plena razón que el título II, LOE, «viene a ser como un díptico que nos ofrece dos imágenes distintas: en la primera vemos un Jefe de Estado mayestático, revestido de una imponente serie de atribuciones, y en la segunda (a partir del segundo párrafo del artículo 8.° y hasta el artículo 10, inclusive), un Jefe del Estado en cierto modo desvalido, sujeto a la asistencia y al refrendo del Gobierno, del Consejo del Reino y de las Cortes» (11).
Vamos, por ello, a estudiar con un cierto detenimiento esta institución.
«Todo lo que el Jefe del Estado disponga en el ejercicio de su autoridad deberá ser refrendado, según los casos, por el Presidente del Gobierno o el Ministro a quien corresponda, el Presidente de las Cortes o el Presidente del Consejo del Reino, careciendo de valor cualquier disposición que no se ajuste a esta formalidad» (art. 8.°, II, LOE).
A diferencia de otras Constituciones, como las de Alemania (República Federal) (12), Austria (13), Finlandia de 1919 (14), Francia de 1958 (15) o Portugal (16), que señalan algunos actos exceptuados de refrendo, en nuestro Derecho vigente la totalidad de las manifestaciones de voluntad del Jefe del Estado en el ejercicio de su autoridad se someten a la exigencia de refrendo, no dejando resquicio alguno que permita a aquél ejercer su poder de forma personal y líbre, lo que, por lo demás, está perfectamente de acuerdo con la función limitativa del poder de aquel que cumple el refrendo de responsabilidad.
Sin embargo, y como ha ocurrido con fórmulas análogas a la de nuestra vigente Constitución, es posible señalar más de una quiebra a la pretendida generalidad del principio:
a) Por lo pronto, parece que han de quedar excluidos de refrendo los actos orales. Nuestra historia constitucional demuestra que en nuestra Patria el refrendo material (declaración de voluntad) se ha hecho coincidir siempre con el refrendo formal (expresado con la firma) (17).
b) Tampoco pueden ser objeto de refrendo, por su propia naturaleza, las omisiones en que pueda incurrir el Jefe del Estado (18).
c) Las cartas y mensajes personales que el Jefe del Estado dirige a otro Jefe del Estado en asuntos de alta política —que, por lo mismo, las escribe en el ejercicio de su autoridad— no son objeto de refrendo (19).
d) Tampoco se refrendan los telegramas que el Jefe del Estado como tal —por tanto, en el ejercicio de su autoridad— dirige a otro Jefe del Estado expresándole su condolencia por un duelo o tragedia nacional o felicitándole por motivos personales o de júbilo nacional.
Este refrendo, preceptuado en el artículo 8.°, II, LOE, es un refrendo de responsabilidad. Nuestro Ordenamiento jurídico, en efecto, formula los cuatro principios que definen esta forma de refrendo: principio de irresponsabilidad del Jefe del Estado, de invalidez de los actos del mismo que carezcan de refrendo, de responsabilidad de los refrendadores y de voluntariedad del acto del refrendo.
A) Principio de irresponsabilidad del Jefe del Estado.— «La persona del Jefe del Estado es inviolable» (art. 8.°, I, LOE). Esta inviolabilidad encuentra su fundamento constitucional en la declaración de que el Jefe del Estado «personifica la soberanía nacional» (art. 6.°, LOE), lo que aquí vale tanto como decir que la simboliza. Y es este carácter de símbolo el que le pone por encima del juicio de los hombres.
B) Principio de la invalidez de los actos del Jefe del Estado que no vayan debidamente refrendados.—«Todo lo que el Jefe del Estado disponga en el ejercicio de su autoridad deberá ser refrendado, según los casos, por el Presidente del Gobierno o el Ministro a quien corresponda, el Presidente de las Cortes o el Presidente del Consejo del Reino, careciendo de valor cualquier disposición que no se ajuste a esta formalidad» (art. 8.°, II, LOE).
C) Principio de la responsabilidad de los refrendadores.—«De los actos del Jefe del Estado serán responsables las personas que los refrenden» (art. 8.°, III, LOE). De las distintas formas que puede adoptar esta responsabilidad —política, civil, penal— hablamos más adelante [confróntese apartado 3.1.1, letra B)].
D) Principio de la voluntariedad del acto de refrendo.—Se manifiesta este principio en primer lugar a través de la posibilidad de dimitir que tienen los refrendadores. Así: «El Presidente del Gobierno cesará en su cargo: ... b) A petición propia, una vez aceptada su dimisión por el Jefe del Estado oído el Consejo del Reino» (artículo 15, LOE). «Los miembros del Gobierno cesarán en sus cargos: ... c) A petición propia, cuando haya sido aceptada la dimisión por el Jefe del Estado a propuesta del Presidente del Gobierno» (art. 18, LOE). «El Presidente de las Cortes cesará en su cargo: ...b) A petición propia, una vez aceptada su dimisión por el Jefe del Estado, oído el Consejo del Reino reunido en ausencia del Presidente de las Cortes» (art. 7.°, III, Ley de Cortes, precepto aplicable al Presidente del Consejo del Reino, que lo es el de las Cortes, art. 4.°, II, LOCR).
Esta voluntariedad del acto de refrendo se pone de relieve también por el hecho de que el Jefe del Estado no puede a su antojo cesar a quien, correspondiéndole refrendar, denegare su firma, pues no puede cesar a los Ministros por decisión propia (cfr. art. 18), y necesita el acuerdo del Consejo del Reino para cesar al Presidente del Gobierno [art. 15, letra c), LOE] (20), o al de las Cortes [art. 7.°, III, letra c), Ley de Cortes], y, por tanto, también para cesar al Presidente del Consejo del Reino, pues el de las Cortes lo es de éste (art. 4.°, III, LOCR).
Del refrendo de responsabilidad previsto en el artículo 8.°, II, LOE, puede decirse que constituye un refrendo de validez, individual —aunque no parece que deba excluirse la posibilidad de un refrendo colectivo—, expreso, y perfectamente congruente dentro de nuestro sistema constitucional.
A) Refrendo de validez.—El carácter de refrendo de validez parece que hay que admitirlo con carácter general, pese a que el inciso segundo del artículo 8.° II, LOE, que habla de «disposición», pudiera hacer pensar que la consecuencia invalidatoria se predica únicamente respecto de la actividad reglamentaria del Jefe del Estado desprovista de refrendo (y esto por la identificación que a veces hace nuestra legislación de las expresiones «Reglamento» y «disposición general»). En el precepto indicado «disposición» vale tanto como «mandato», como «ejercicio de autoridad», y así resulta de la conexión de ese inciso segundo con el primero, donde se habla de que «todo lo que el Jefe del Estado disponga en el ejercicio de su autoridad deberá ser refrendado...».
B) Refrendo individual que no excluye la posibilidad de refrendo colectivo. El problema de los Decretos conjuntos.—En principio, el refrendo de que se trata es individual, lo que está de acuerdo con nuestros antecedentes constitucionales, donde el refrendo colectivo —salvo en el Proyecto Istúriz de 1836 (art. 39)— no aparece expresamente recogido.
Pero ello no obsta para que, llegado el caso, pudiera hacerse uso del refrendo plural. La Constitución no lo prohíbe, y en nuestra historia constitucional se puede citar más de un caso en que todo el Consejo de Ministros aparece como firmante de una disposición (21).
Esta interpretación aparece, además, confirmada en la legislación posterior a la LOE, que ha previsto expresamente algún supuesto de refrendo colectivo. Así, la Ley de 14 de julio de 1972, por la que se regula el procedimiento para la coordinación de funciones de los altos órganos del Estado, establece que las decisiones del Jefe del Estado sobre las cuestiones entre el Gobierno y las Cortes irán refrendadas por los respectivos presidentes (art. 5.°).
En nuestra opinión, el refrendo colectivo es, sin duda, admisible cuando lo establezca una norma de carácter general, ya tenga forma de Ley o simplemente de Decreto. Pero también debe admitirse que, sin necesidad de norma alguna, puede refrendarse colectivamente determinado acto del Jefe del Estado, cuando las circunstancias así lo aconsejan.
Pues bien, un supuesto en que la aplicación del refrendo colectivo parece ineludible es el de los llamados Decretos conjuntos, o sea, los que afectan a varios Ministerios. Como se dictan a propuesta de los Ministros interesados, parece lógico que sean éstos los que, mediante su firma, asuman la responsabilidad.
Sin embargo, aquí se tropieza con una dificultad: la que resulta del artículo 24, 2), LRJ, que designa refrendador al Presidente del Gobierno o al Ministro Subsecretario de la Presidencia (hoy Ministro de la Presidencia del Gobierno):
«Si afectare a varios Ministerios, el Decreto se dictará a propuesta de los Ministerios interesados, y será refrendado por el Presidente del Gobierno o el Ministro Subsecretario de la Presidencia.»
Pues bien, en nuestra opinión hay base para sostener que el art. 24, 2), LRJ, ha sido modificado por la LOE, porque el refrendo de la LRJ es un mero refrendo competencial o de ejecución, y el refrendo de la LOE es un refrendo de responsabilidad.
C) Refrendo expreso.—Acaso pueda discutirse la admisión del refrendo tácito. Pero, como ya hemos adelantado, es muy probable que los actos orales del Jefe del Estado, aunque se dicten «en el ejercicio de su autoridad», estén exceptuados de refrendo. Entre otras razones, porque la expresión refrendo aparece ya hoy totalmente identificada con su expresión material: la firma.
D) Congruencia del refrendo con nuestro sistema constitucional.—Por último, decimos que el refrendo del artículo 8.°, II, LOE, aparece como una institución perfectamente congruente dentro de nuestro sistema constitucional. Por las siguientes razones:
a) Porque el Jefe del Estado en nuestro sistema tiene atribuido un importante haz de competencias que permiten configurarle como un Jefe de Estado fuerte.
b) Porque la LOE parte del principio de inviolabilidad del Jefe del Estado, propia de todos los regímenes monárquicos, y de muchos regímenes republicanos. «Se explica —se ha dicho— en razón de que la suprema sede del poder no conviene sea llevada a juicio, pues ello tanto valdría como poner en cuestión el pináculo mismo del Estado; pero —se añade— no se extiende, en lo que respecta a la protección civil, sino a los actos que el Jefe del Estado realice en el ejercicio de sus funciones públicas» (22).
Cabe preguntarse, sin embargo, si este refrendo de responsabilidad establecido en la LOE opera como mera limitación formal de la voluntad del Jefe del Estado o como limitación material (23). La doctrina, efectivamente, se ha preguntado ya si no estaremos ante un refrendo de responsabilidad puramente formulario (24), e incluso hay quien rotundamente afirma que el refrendo del artículo 8.°, LOE, es, según los casos, expresión de un compromiso de ejecución o autenticación del cumplimiento de un trámite preceptivo (25).
La cuestión no es baladí. Si el refrendo opera simplemente como limitación formal, tendremos un Jefe del Estado que gobierna de hecho y de derecho, aunque en el ejercicio de su poder deba sujetarse a ciertas formalidades. Las decisiones las toma él, y los refrendadores se limitan a prestar una voluntad de mera adhesión. Si, por el contrario, el refrendo opera como limitación material de su voluntad, puede llegar a producirse un efectivo desplazamiento de poder hacia el Gobierno, con la consiguiente «desnutrición» de la Jefatura del Estado (26).
Sin perjuicio de que admitamos que nuestro sistema constitucional se halla articulado con la suficiente flexibilidad como para permitir una u otra solución, siendo en definitiva las personas las que insuflarán al mismo un espíritu u otro, creemos que un refrendo de validez —no de mera eficacia— como es el previsto en el artículo 8.°, LOE, implica una auténtica participación del refrendador en la perfección del acto refrendado, con lo que el refrendo opera como verdadera limitación material de la voluntad del Jefe del Estado.
La solución más acorde con la letra de los preceptos constitucionales es la de un verdadero refrendo de responsabilidad, en que, si bien los refrendadores prestarán normalmente una voluntad de adhesión, tienen también libertad de rehusar, dadas las cortapisas que a su cese por decisión del Jefe del Estado opone la Ley. Esto hace que su relación con él no sea de pura subordinación, sino más bien de coordinación. Y esto resalta más todavía en aquellos casos en que el refrendador no se limita a adherirse a un acto del Jefe del Estado, sino que ratifica la voluntad que él mismo había manifestado en Consejo de Ministros. Es más, en estos casos será más bien el Jefe del Estado —cuando no haya asistido al Consejo de Ministros— el que prestará su voluntad de adhesión a lo acordado por éste.
3.2.1 Enumeración taxativa de refrendadores
A) Puede distinguirse un sujeto activo del refrendo (el que asume la responsabilidad) y un sujeto pasivo del refrendo (aquel que produce el acto al que se confiere validez mediante la aposición de la firma por el sujeto activo).
El sujeto activo recibe el nombre de refrendatario (27), refrendario (28) o refrendador, expresión esta última que es la que nosotros preferimos emplear (29).
B) En la LOE (art. 8.°, II) aparecen como posibles refrendadores el Presidente del Gobierno, el Ministro «a quien corresponda», el Presidente de las Cortes y el Presidente del Consejo del Reino.
La aplicación del «principio de competencia» impide la intercambiabilidad de firmas entre los refrendadores enumerados en el artículo 8.°, II, LOE. Es decir, que entendemos que en caso de negativa del Presidente del Gobierno o del Ministro competente a refrendar determinado acto del Jefe del Estado no cabe que dicho acto se refrende por el Presidente de las Cortes o por otro Ministro si no son los competentes. Por supuesto, la cosa es discutible, pero estimamos que hay que recurrir aquí a una interpretación institucional, y ésta nos dice que hay que negar al Jefe del Estado la capacidad de maniobra que le daría semejante discrecionalidad en la elección de refrendador. El principio de la competencia invocado —y recogido expresamente por el precepto que habla del Ministro «a quien corresponda», y de que el acto será refrendado «según los casos»— no hace sino confirmar esta interpretación (30).
3.2.2 El problema de la suplencia
Aunque la cuestión se presente dudosa, parece que habrá que admitir la posibilidad de que entre en juego en materia de refrendo el instituto de la suplencia, es decir, de la sustitución temporal del titular del órgano (31). Tendríamos entonces que podrían aparecer como refrendadores los siguientes:
a) Respecto del Presidente del Gobierno, el Vicepresidente o Vicepresidentes por el orden que se establezca o, si no hubiese Vicepresidente, el Ministro que designe el Jefe del Estado (art. 16, I, LOE).
b) Respecto de los Ministros, el Ministro designado por el Jefe del Estado a propuesta del Presidente del Gobierno (art. 13,9 LRJ).
c) Respecto del Presidente de las Cortes, el Presidente del Congreso o, en su defecto, el del Senado (32).
d) Respecto del Presidente del Consejo del Reino, el Vicepresidente del mismo o, en defecto de éste, los Consejeros natos por el orden señalado en el artículo 4.°, III, de la Ley reguladora (art. 12, II, LOCR).
3.2.3 ¿Cabe la posibilidad de delegar?
Creemos que no. Una cosa es que a las situaciones de interinidad —vacante, enfermedad, ausencia— se les dé una solución, al objeto de evitar la paralización de la Jefatura del Estado, y otra muy distinta el que los refrendadores puedan transferir la facultad de refrendar, aunque sea en la forma revocable propia de la delegación.
Bajo la vigencia de la Constitución republicana se sostuvo esta postura negativa sobre la base de que «es notorio que las delegaciones de las facultades ministeriales encuentran un límite infranqueable en la Constitución, y disponiéndose en ésta que los actos del Jefe del Estado deben ser refrendados por un Ministro, el único órgano refrendatario con legítima competencia es el órgano ministerial, y cualquier sustitución del mismo por sujeto distinto implicaría una indudable violación del ordenamiento constitucional» (33).
En el Derecho vigente, y respecto de los Ministros, la prohibición de delegar la facultad de refrendo parece que puede deducirse con facilidad del hecho de que no pueden ser objeto de delegación los asuntos de competencia ministerial cuya resolución exija la forma de Decreto o que deban someterse al acuerdo o conocimiento del Consejo de Ministros (art. 22, LRJ).
A) Conferimiento de validez al acto refrendado.—Ya hemos anticipado que en nuestro Ordenamiento constitucional el refrendo confiere validez a los actos del Jefe del Estado. El artículo 8.°, II, LOE, es terminante al respecto:
«Todo lo que el Jefe del Estado disponga en el ejercicio de su autoridad deberá ser refrendado, careciendo de valor cualquier disposición que no se ajuste a esta formalidad.»
En consecuencia, la omisión del refrendo impide el perfeccionamiento del acto que, por exigir la concurrencia de, al menos, dos distintas declaraciones de voluntad (el refrendo consiste materialmente en una declaración de voluntad), deviene así acto complejo.
Conviene insistir en este efecto invalidatorio que se liga al acto no refrendado, porque semejante consecuencia nos está poniendo de manifiesto que en nuestro Ordenamiento el acto del Jefe del Estado que carezca de refrendo no es simplemente un acto inejecutable, aunque perfecto, sino más bien un acto «non nato» que exige la concurrencia de dos o más declaraciones de voluntad, y en tanto dicha concurrencia no se da, el acto no se perfecciona. Y esto es sumamente importante, pues confirma la función de limitación material y no puramente formal que el refrendo tiene en nuestro Derecho vigente (34).
Llegados a este punto, parece posible establecer como correctas las siguientes afirmaciones:
a) «Todo lo que el Jefe del Estado disponga en el ejercicio de su autoridad» (utilizando la dicción literal del artículo 8.°, II, LOE) pertenece al Derecho público, es acto de Derecho público. Sólo este tipo de actos está necesitado de refrendo. Los actos del Jefe del Estado sujetos al Derecho privado no necesitan para su validez del requisito del refrendo.
b) Los actos que realiza el Jefe del Estado en el ejercicio de su autoridad —y que, por tanto, van firmados por él— pueden ser, en razón a su contenido, políticos o administrativos, normativos o no normativos.
c) Atendiendo a su ropaje o vestidura, los actos «de autoridad» que firma el Jefe del Estado podrán ser Leyes, Decretos-leyes, Decretos legislativos y Decretos (reglamentarios o no reglamentarios).
d) El problema de la invalidez de los actos firmados por el Jefe del Estado y que carezcan de refrendo no puede plantearse respecto de los actos orales o respecto de las omisiones del Jefe del Estado, pues el refrendo se materializa en la firma (refrendo expreso).
e) No hay lugar tampoco a cuestionar sobre las cartas, mensajes personales y telegramas del Jefe del Estado a otro Jefe del Estado.
f) Las abdicaciones, cesiones y renuncias de derechos parece que también tendrán validez sin necesidad de refrendo.
Partiendo de estas premisas, puede decirse:
a) En principio, los actos del Jefe del Estado sujetos al Derecho público que carezcan de refrendo, y no sean de los que acabamos de resumir en las letras d), e) y f) del apartado anterior, serán inválidos.
b) Los Decretos reglamentarios, sea o no su contenido de Derecho público, serán siempre manifestaciones de ejercicio de autoridad, por lo que, en cuanto actos del Jefe del Estado, serán actos de Derecho público. En consecuencia, en el hipotético caso de que carecieran de refrendo o éste no se prestara por quien fuera competente, serán inválidos. Su impugnación se hará en todo caso en vía contencioso-administrativa (35).
c) Los Decretos no reglamentarios sujetos al Derecho administrativo (por tanto, no políticos, no civiles, etc.) serán igualmente impugnables en vía contencioso-administrativa.
d) No parece que haya obstáculo para que, en su caso, pueda hacerse valer la invalidez del acto en un proceso civil o penal.
B) Atribución de responsabilidad al refrendador.—Que, a partir de 1967, el refrendo es en nuestra Patria un refrendo de responsabilidad, es cosa que no puede negarse, pues la LOE lo declara expresamente:
«De los actos del Jefe del Estado serán responsables las personas que los refrenden» (art. 8.°, III).
Que los refrendadores asumen en sustitución del Jefe del Estado la responsabilidad administrativa, civil o criminal que pueda derivar del acto, parece innegable. Al respecto debe traerse a colación el artículo 20, LOE, referido únicamente a los miembros del Gobierno:
«I. El Presidente y los demás miembros del Gobierno son solidariamente responsables de los acuerdos tomados en Consejo de Ministros. Cada uno de ellos responderá de los actos que realice o autorice en su Departamento.
II. La responsabilidad penal del Presidente y de los demás miembros del Gobierno y la civil por actos relacionados con el ejercicio de sus funciones se exigirá ante el Tribunal Supremo en pleno.»
Esta responsabilidad civil y penal de que habla el número II es exigible a los miembros del Gobierno (Presidente y Ministros) por cualquier «acto relacionado con el ejercicio de sus funciones». Queremos decir que este número II es de aplicación general, sin que quepa entenderlo referido únicamente a la responsabilidad solidaria por actos realizados en su respectivo Departamento, de que se habla en el número I del mismo artículo. Que ello es así se prueba:
a) Porque no cabe hablar de responsabilidad penal solidaria. Por tanto, si el número II se conecta únicamente con el que le precede, habría que pensar en una incorrección técnica grave. Para salvarla habría que entender que lo que el artículo 20 quiere decir es que, si hay responsabilidad civil, los miembros del Consejo responden solidariamente, y si hay indicios de delito, se presume la coautoría. Pero no parece muy probable esta interpretación. Más bien parece que esa solidaridad hay que referirla sólo a la responsabilidad política (a la que ahora aludiremos) y a la responsabilidad civil. Que la responsabilidad civil de los Ministros se establezca por ministerio de la Ley como solidaria tiene, sin duda, por finalidad proporcionar a los posibles acreedores una garantía personal más enérgica en razón a los peculiares efectos de la solidaridad que se resumen así: cada deudor solidario, frente al acreedor, es deudor por entero; frente a sus compañeros es deudor por su parte (36).
b) Porque en el número II se refiere precisamente esa responsabilidad (civil o penal) «a los actos relacionados con el ejercicio de sus funciones», amplia expresión que, sin duda, comprende la responsabilidad contraída como consecuencia del refrendo.
Veamos ahora la responsabilidad política. En primer lugar, responsabilidad ante el Jefe del Estado. Sobre este punto parece que hay acuerdo doctrinal. No podría ser de otra forma, porque los textos legales son bastante explícitos al respecto. Veamos:
a) Presidente del Gobierno. Cesa —entre otras causas— «por decisión del Jefe del Estado, de acuerdo con el Consejo del Reino» [art. 15, letra c), LOE]. No es un mero dictamen favorable —como ocurre en el reenvío—, sino un acuerdo, esto es, decisión concurrente.
b) Ministros. Cesan —entre otras causas— «por iniciativa del Presidente del Gobierno, aceptada por el Jefe del Estado» [art. 18, letra b), LOE]. Dos voluntades concurrentes también en este caso para el cese.
c) Presidente de las Cortes (que lo es también del Consejo del Reino). Cesa —entre otras causas— «por decisión del Jefe del Estado, de acuerdo con el Consejo del Reino», reunido en ausencia del Presidente de las Cortes [art. 7.°, III, letra e), en relación con la letra b), Ley de Cortes].
¿Puede hablarse de responsabilidad política del Presidente del Gobierno o de los ministros ante las Cortes? Desde luego, las interpelaciones, ruegos y preguntas (artículos 110-124 del Reglamento de las Cortes) suelen calificarse por la técnica constitucional como controles políticos de rutina, que, aunque no deben minimizarse, dada su inmediata repercusión en la «cotización» del Gobierno ante la opinión pública, no bastan a configurar una auténtica forma de responsabilidad política. Otro tanto puede decirse de las comisiones parlamentarias de investigación [art. 33, 1), Rgto. de las Cortes]. Tampoco parece que tenga mucha eficacia en la práctica como forma de control político la necesidad de intervención legislativa para la ratificación de tratados internacionales, aparte de que, como veremos en el capítulo 18, la interpretación que viene dándose a los 14 de la Ley de Cortes y 9 de la Ley Orgánica del Estado, es bastante restringida.
La verdadera y propia responsabilidad política del Gobierno es la que resulta de la amenaza de destitución bajo la forma de voto de censura o de negación de la confianza o de repulsa a una medida política que el Gobierno declare de importancia vital para continuar en el cargo.
Y es indudable que esta forma de control no está reconocida expresamente en nuestro vigente sistema constitucional.
Incluso podría pensarse que si el Presidente tiene un mandato de duración determinada —cinco años— en la propia Constitución (art. 14, II, LOE), la introducción por una norma no fundamental de la responsabilidad política del Gobierno ante las Cortes sería abiertamente inconstitucional. Así se ha advertido ya por la doctrina (37).
Sí parece posible, en cambio, que por la vía de los usos constitucionales pueda llegarse a configurar con el tiempo una forma de responsabilidad política muy semejante a la que resulte de un voto de desconfianza o de censura.
Parece, en efecto, que un Gobierno que viera sistemáticamente bloqueados sus proyectos de ley por unas Cortes reacias a colaborar en su programa se vería obligado a dimitir. De esta forma podría paulatinamente originarse el uso constitucional de la dimisión —voluntaria, o forzosa por el Jefe del Estado— del Gobierno que viera rechazados por las Cortes los textos más importantes de su programa. Esta posibilidad ha sido apuntada ya por algún autor (38).
Es casi seguro que éste será uno de los temas que abordarán las futuras Cortes. Pero es también uno de los más delicados y en el que los futuros legisladores deberán prevenirse contra la fácil tendencia a copiar modelos parlamentarios de libro que luego en la práctica hagan imposible gobernar.
A) Desplazamiento del poder de decisión.—Al margen de los efectos que hemos estudiado, y que aparecen expresamente previstos —con mejor o peor técnica— en las Constituciones que regulan el refrendo, hay otros efectos extrapositivos —no metajurídicos— que pueden y que —la experiencia demuestra— suelen producirse. Estos efectos —que por lo mismo llamamos contingentes— se resumen en el paulatino desplazamiento del poder decisorio, anclado en el Jefe del Estado, irresponsable a los refrendadores responsables. «En los regímenes en que el Jefe del Estado no responde de sus actos —se ha escrito alguna vez— el ministro refrendatario, que comienza simplemente por colaborar, acaba por absorber la función en que interviene, anulando íntegramente la autonomía del órgano intervenido» (39).
Que esto vaya a ser así en nuestro futuro constitucional no puede afirmarse con certeza. Que es previsible que ocurra, parece evidente, a la vista de pasadas experiencias. Que sea deseable que suceda, quizá pueda también admitirse. Una Jefatura del Estado hereditaria no parece que deba someterse al desgaste político del ejercicio diario del Poder (40). En cualquier caso, no parece posible hacer predicciones en este punto.
Lo que sí resulta posible, y hasta necesario, es destacar dos consecuencias que parecen inherentes a este desplazamiento de poder, y que sin él serían anómalas (41):
a) Que el Jefe del Estado queda situado en un plano superior, políticamente neutro e inaccesible a toda crítica, plano desde el que puede y debe realizar una función arbitral y moderadora. Cuando la LOE dice que «todos los españoles le deberán respecto...» (art. 8.°, I), está aludiendo, sin duda, a esta posición aséptica de la más Alta Magistratura.
b) Que la crítica puede ejercerse libremente respecto a los actos realizados en nombre o por orden del Jefe del Estado, ya que la censura no se dirige contra éste, sino contra el Ministro que propone y decide. Como es sabido, «la crítica de la acción política y administrativa» está permitida, siempre que no se falte al «debido respeto a las Instituciones y a las personas» (art. 2.°, Ley de Prensa e Imprenta de 18 de marzo de 1966).
A) No pocas dificultades suscita la interpretación del refrendo previsto en el artículo 13, III, LOE, que dice así:
«Los acuerdos del Gobierno irán siempre refrendados por su Presidente o por el Ministro a quien corresponda.»
Nos encontramos, por lo tanto, con que aquí no se habla de refrendo de actos del Jefe del Estado. El precepto se refiere literalmente al refrendo de «los acuerdos del Gobierno».
Ahora bien, mientras el Jefe del Estado es inviolable (art. 8.°, I, LOE), la responsabilidad de los miembros del Consejo de Ministros está establecida en términos que no permiten duda alguna (art. 20, LOE).
I. El Presidente y los demás miembros del Gobierno son solidariamente responsables de los acuerdos tomados en Consejo de Ministros. Cada uno de ellos responderá de los actos que realice o autorice en su Departamento.
II. La responsabilidad penal del Presidente y de los demás miembros del Gobierno y la civil por actos relacionados con el ejercicio de sus funciones se exigirá ante el Tribunal Supremo de Justicia en pleno.»
A primera vista parece que estaríamos ante un supuesto de antinomia legal: todos los Ministros responden solidariamente de los acuerdos tomados en Consejo (artículo 20, LOE); sólo responde quien refrenda dichos acuerdos (art. 13, III, LOE, en relación con el 8.°, III, LOE), sea el Presidente, sea un Ministro.
B) Pues bien, la antinomia es más aparente que real. Para entender estos preceptos hay que partir de la idea de que el Jefe del Estado participa conjuntamente con el Consejo de Ministros en la actividad de decretación, existiendo un paralelismo total entre el procedimiento legislativo y el de elaboración de decretos (42). Tenemos en efecto:
a) La iniciativa legislativa corresponde al Gobierno y a las Cortes [art. 62,1), Reglamento de las Cortes], careciendo de ella el Jefe del Estado. La iniciativa de los Decretos reglamentarios corresponde al Consejo de Ministros (art. 13, III, LOE). También corresponde al Gobierno la iniciativa de los Decretos legislativos elaborando no un mero proyecto de tal sino pronunciándose con carácter decisorio sobre el mismo (art. 51, LOE, que ha modificado sustancialmente el artículo 10, núm. 4, LRJ) (43). Asimismo tiene la iniciativa —en forma de propuesta— de los Decretos-leyes (art. 13, Ley de Cortes).
b) Las Cortes aprueban las Leyes (art. 16, Ley de Cortes) y el Consejo de Ministros aprueba los Decretos reglamentarios (art. 13, II, LOE), y los Decretos legislativos (art. 51, LOE, citado).
c) El Jefe del Estado sanciona y promulga las leyes y provee a la ejecución de las mismas (art. 6.°, LOE). Sanciona (sic) igualmente los Decretos-leyes propuestos por el Gobierno sobre materias de la reserva legal (art. 13, de la Ley de Cortes), y los Decretos legislativos aprobados por el Gobierno (art. 51, LOE). Asimismo firma los Decretos que desarrollan las leyes (así como todos los demás) (art. 24, LRJ).
d) El Jefe del Estado, mediante mensaje motivado y previo dictamen favorable del Consejo del Reino, podrá devolver una Ley a las Cortes para nueva deliberación [art. 17, Ley de Cortes, y 10, letra b), LOE]. De igual manera —y aunque no esté dicho expresamente— debe admitirse que el Jefe del Estado puede devolver al Consejo de Ministros para nueva deliberación un Decreto. Se trata, sin duda, de una prerrogativa menos grave, y menos ruidosa, que la del veto legislativo (44). De no admitir esto carecería de sentido la firma del Jefe del Estado y habría que negar la exigencia de este requisito. Quien da su firma expresa una voluntad de participar. Otra cosa es que en la práctica la firma se vaya a prestar siempre (también ocurre eso con la sanción de la ley), y que esa voluntad sea de mera adhesión (45).
Así pues, según esta interpretación el artículo 13, III, LOE, cuando habla de que «los acuerdos del Gobierno irán siempre refrendados..., etc», lo que ha querido decir es este otro: «los acuerdos del Gobierno que adopten la forma de Decreto serán firmados por el Jefe del Estado e irán siempre refrendados..., etc.». Se trata, por tanto, de un verdadero y propio refrendo de responsabilidad.
Entendemos que en un sistema como el nuestro de unidad de poder y coordinación de funciones no cabe otra interpretación que la de entender que el precepto se refiere a los acuerdos del Gobierno que por adoptar la forma de Decreto han de ir firmados por el Jefe del Estado.
Es decir, que creemos que el citado principio de unidad de poder y coordinación de funciones (art. 2.°, II, LOE) es contrario a todo intento de bicefalismo gubernamental. Dicho con otras palabras: no hay Decretos del Jefe del Estado y Decretos del Gobierno, los primeros firmados por el Rey, y refrendados por quien corresponde, y los segundos firmados —«refrendados» diría, y diría mal, el art. 13, II, LOE— por el Presidente o un Ministro. Los Decretos son siempre del Jefe del Estado.
En España —por lo que me consta— ha habido Decretos del Rey y Decretos de las Cortes (Constitución de 1812). Pero no ha habido nunca Decretos del Gobierno (de sólo el Gobierno).
Por supuesto esto es discutible. Hay algún autor que piensa que puede haber Decretos del Presidente. Mi opinión es la contraria. No hay ni puede haber Decretos del Presidente porque ello iría contra:
a) El principio de unidad de poder y coordinación de funciones (art. 2.°, II, LOE).
b) La dirección de la gobernación del reino por el Rey por medio del Consejo de Ministros (art. 13, I, LOE).
c) Los antecedentes históricos donde siempre los Decretos han sido firmados por el Rey y el Presidente o el Ministro correspondientes, salvo los Decretos de Cortes que no necesitaban —a diferencia de la Ley— la sanción real.
En consecuencia este art. 13, III, LOE, no hace sino especificar o concretar —respecto de los actos del Gobierno— la necesidad de refrendo establecida en el art. 8.° LOE, aclarando, además, que el Presidente de las Cortes, como tal o como Presidente del Consejo del Reino, no tiene intervención en la «gobernación del Reino».
B) Ahora bien, con lo dicho el problema no está definitivamente resuelto, pues queda en pie la cuestión de cómo se coordina la responsabilidad que asume el Presidente del Consejo o el Ministro correspondiente a virtud del refrendo con la solidaria establecida en el art. 20, LOE. Dos soluciones parecen posibles:
a) Cabe entender, por lo pronto, que una responsabilidad excluye la otra. O dicho de otro modo, el artículo 20, LOE, contempla aquellos acuerdos del Consejo de Ministros que no se publican, y el art. 13, LOE, aquellos otros que se adoptan bajo la forma de Decreto y que se publican. Según esta distinción —perfectamente coherente con el art. 24, LRJ—, podría pensarse que en el primer tipo de acuerdos hay una especie de refrendo tácito colectivo cuya realidad se revela a través de esa responsabilidad solidaria ex lege del art. 20, LOE. En cambio, cuando el acuerdo revista la forma de Decreto, la responsabilidad individual asumida por el acto de refrendo expreso excluye la solidaria de los demás.
b) Pero quizá sea más razonable admitir la compatibilidad de ambos tipos de responsabilidades: la individual sustitutoria de la del Jefe del Estado dimanada del acto de refrendo y la solidaria establecida por ministerio de la Ley. Porque ambas tienen un origen distinto, responden a una causa diversa. La solidaria lo es por acto propio, la individual nacida del refrendo lo es por acto de otro. En el caso de responsabilidad civil esto tendría una consecuencia práctica: duplicar la porción de responsabilidad del refrendador. En el caso de responsabilidad penal ya hemos dicho que no tiene sentido hablar de solidaridad, ni siquiera entendida como coautoría que la Ley presume y que admitiría prueba en contrario (por ejemplo, disentir en acta del acuerdo tomado).
A) Por más que el refrendo de los actos del Jefe del Estado plantea todavía no pocas dificultades en nuestro Derecho vigente, según acabamos de ver, no hay duda de que constituye un refrendo de responsabilidad que, además, opera como requisito para la perfección del acto en cuanto que su falta comportaría la invalidez del mismo.
Esto confiere a los actos refrendados una naturaleza compleja, en cuanto exigen para su perfección la concurrencia de las declaraciones de voluntad coincidentes del titular del órgano supremo y de la persona o personas a las que corresponde la acción de refrendar. Lo mismo antes que ahora, la doctrina se muestra coincidente en este punto (46). Sin embargo, se imponen algunas matizaciones.
B) Cuando se habla de acto complejo parece que se quiere aludir a la intervención concurrente de dos o más órganos con voluntad decisoria propiamente dicha (47). Sin embargo, en el supuesto del artículo 8.°, LOE —refrendo de actos del Jefe del Estado en los que no ha intervenido el Consejo de Ministros— parece que lo que hay es un órgano que decide y otro que presta una simple voluntad de adhesión (48). De admitir la categoría de los actos complejos —y desde luego en nuestro vigente Ordenamiento constitucional puede citarse más de un caso (49)—, estaríamos ante un acto complejo por adhesión.
El órgano que presta una voluntad de simple adhesión será en unos casos el Jefe del Estado, en otros el refrendador, y en el supuesto concreto de leyes aprobadas por las Cortes, tanto el Jefe del Estado como el refrendador, que lo es el Presidente de las Cortes (50).
En todo caso, el titular del órgano con facultad refrendadora puede optar entre refrendar o dimitir, sin que pueda decirse con propiedad que tiene una intervención directa en la producción del acto. Ahora bien, siendo su voluntad de adhesión necesaria para la perfección del acto, no cabe duda que puede ejercitar un cierto poder de resistencia.
Ahora bien, puede ocurrir que el Jefe del Estado no le acepte la dimisión [art. 15, letra b) y 18, letra c), LOE], o que propuesto el cese por el Jefe del Estado al Consejo del Reino —caso del Presidente del Gobierno o del de las Cortes— este órgano de asistencia no dé su conformidad a dicho cese [art. 15, letra c), LOE, y art. 7°, III, letra c)]. En ambos casos, habría planteada una situación de tensión de no fácil solución. Por lo que respecta al segundo de estos dos casos habrá que convenir en que un Consejo del Reino decidido a apoyar al Gobierno podría forzar al Jefe del Estado a una prudente rectificación (51).
C) Cuando se trate del refrendo previsto en el artículo 13, III, LOE, tendríamos un acto acordado en Consejo de Ministros, con asistencia o no del Jefe del Estado, pero que en todo caso ha de firmar éste.
Tanto en un caso como en otro sería llamado a refrendar el Presidente del Gobierno o el Ministro a quien corresponda. Su voluntad ya no sería de simple adhesión sino probablemente de ratificación de la manifestada en Consejo, salvo que haya disentido del acuerdo y de ello se hubiere dejado constancia en el acta.
En cambio, será el Jefe del Estado el que prestaría una mera voluntad de adhesión en el caso de que el acuerdo del Consejo, hubiere sido tomado sin estar él presente. Pero es claro que en este caso será el Jefe del Estado el que puede ejercitar un cierto poder de resistencia que podría incluso provocar una crisis cuya solución en un sentido u otro dependería también —como en el caso anterior— del mayor o menor apoyo que prestara el Consejo del Reino al Gobierno.
A la vista del análisis que hemos hecho de la actividad de decretación desde la perspectiva del refrendo, parece lícito concluir que el mecanismo diseñado a estos efectos por nuestra Constitución, permitirá obtener, si logra desenvolver todas las posibilidades que encierra, una aceptable aproximación a aquel viejo desideratum de que el «poder frene al poder» (52).
Porque, aplicando a nuestro sistema palabras que fueron escritas pensando en la Constitución francesa de 1865 (53), podríamos decir que la exigencia de refrendo obliga al Jefe del Estado y al Gobierno a marchar de acuerdo (54) estableciendo entre ellos una especie de maridaje (55).
Un rasgo más que da al sistema vigente su perfil peculiar y que contribuye a recalcar su configuración como parlamentarismo frenado o atenuado es la necesidad de que el Gobierno haya de contar con la doble confianza del Rey y del Parlamento.
Es una nota que en cierto modo se daba ya antes de la nueva Ley Fundamental pero que ahora acaba de reforzarse con la nueva composición del Consejo del Reino.
Como es sabido, «bajo el reinado de Luis-Felipe (en Francia), Guizot, sostenido por el Rey, desarrolló la teoría de un régimen parlamentario en el que el gabinete debía tener al mismo tiempo la confianza de las Cámaras y la del Monarca. "EI trono no es un sillón vacío", decía. Efectivamente, ese parlamentarismo que se llama con frecuencia "orleanista" (a causa de su desarrollo bajo la dinastía de Orleáns) corresponde a una fase de transición entre la monarquía limitada y el régimen parlamentario clásico» (56).
Pues bien, en nuestro sistema actual, el Presidente del Gobierno se nombra por el Rey a propuesta en tema del Consejo del Reino (art. 14, I, LOE), de cuyo Consejo de 17 miembros, cinco son designados por el Congreso y otros cinco por el Senado [Disposición transitoria 2.a, 3) de la nueva Ley]. También el Rey puede cesarlo, de acuerdo con el Consejo del Reino (art. 15, letra c, LOE), y su caída acarrea la de los demás Ministros (art. 18, letra a, LOE).
Por lo demás, debe advertirse que, esta nota, no se contradice con un sistema de parlamentarismo atenuado, pues, en definitiva, el parlamentarismo «degaullista» no es sino «una nueva encarnación del orleanismo» (57).
NOTAS AL CAPÍTULO 16
(1) Cfr. KARL LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, 2.ª ed., Ariel, Madrid, 1976, pp. 113-115 y 513-519. Que el mecanismo funcione es cosa distinta de que se haya formado un auténtico «sentimiento constitucional». Al respecto, son expresivas estas palabras del propio LOEWENSTEIN: «La democracia es alabada verbalmente por doquier, pero no ha calado todavía, como sería de esperar, en la esfera vital, como es el caso de las antiguas democracias constitucionales» (p. 519). (Sobre el concepto de «sentimiento constitucional» —Verfassungsgefühl—, confróntese pp. 199-205.)
(2) «El parlamentarismo francés de 1875 a 1958 nos da el mejor ejemplo (de régimen parlamentario con preponderancia de las asambleas): el ejecutivo debilitado a expensas de las Cámaras. El gabinete se pone a remolque del Parlamento, el cual somete todos sus actos a un control continuo, haciéndolo caer según su buen entender. Así, la inestabilidad gubernamental es grandísima: en los sesenta y cinco años de la Tercera República se han visto desfilar en Francia más de 100 ministerios, y durante los doce años de la IV República desfilaron ¡21!» (MAURICE DUVERGER: Instituciones políticas y Derecho constitucional, ed. Ariel, Barcelona, 1962, p. 198).
(3) «Lo que no deja de tener cierta ironía», apostilla LOEWENSTEIN, ob. cit. en nota 1, p. 117.
(4) KARL LOEWENSTEIN, ob. cit. en nota 1, p. 117. No obstante, aunque en esta edición, como en la primera, se incluye a esta Constitución entre las formas de parlamentarismo, o sea, como tipo de democracia constitucional, luego, en el Apéndice a esta segunda edición, la estudia como neopresidencialismo, esto es, como uno de los tipos de gobierno de la autocracia. (Cfr. pp. 482-494.)
(5) Cfr. KARL LOEWENSTEIN, ob. cit. en nota 1, pp. 117-125.
(6) KARL LOEWENSTEIN, ob. cit. en nota 1, p. 124.
(6 bis) En 1961, por ejemplo, escribía MAURICE DUVERGER: «Todo el mundo sabe hoy que las instituciones de la V República no sobrevivirán a su fundador, que no se puede propiamente hablar de instituciones de la V República, sino solamente de un consulado personal, que desaparecerá al mismo tiempo que el cónsul» (La VIe Republique et le regime presidentiel, Librairie Arthème Fayard, 1961. Cito por la trad. española, Ed. Taurus, 1962, pp. 9-10). En 1976, VALERY GISCARD D’ESTAING escribe, en cambio: «Nuestras instituciones, establecidas en 1958 y en 1962 bajo el impulso del General De Gaulle, y que fueron violentamente combatidas por un sector del cuerpo político, ya no parecen realmente discutidas. En la situación más excepcional de nuestra Historia, los franceses tienen la impresión de disponer, en su conjunto, de un sistema político adaptado a la dirección de un Estado moderno» (Démocratie française, Librairie Arthème Fayard, 1976. Cito por la trad. española, Ed. Plaza y Janés. Barcelona, 1976, p. 27).
(7) KARL LOEWENSTEIN, ob. cit. en nota 1, p. 111.
(8) Vide, por todos, RAMÓN ENTRENA CUESTA: La Jefatura del Estado, en la obra colectiva «La España de los años 70», volumen III, especialmente pp. 998-1018.
(9) MIGUÉL HERRERO DE MIÑÓN: El principio monárquico (Un estudio sobre la soberanía del rey en las Leyes Fundamentales), Madrid, 1972.
(10) JORGE DE ESTEBAN (y otros): Desarrollo político y Constitución española, ed. Ariel, Madrid, 1973, p. 52.
(11) RODRIGO FERNÁNDEZ CARVAJAL: La Constitución española, Madrid, 1969, p. 52.
(12) Artículo 58 de la Ley Fundamental de la República Federal Alemana, promulgada el 23 de mayo de 1949. (Una versión bilingüe —alemán y francés— de la Constitución alemana de 1949 puede verse en Corpus Constitutionnel, tomo I, fascículo 2, Leiden, Países Bajos, 1970, pp. 239 a 304, conteniendo un extenso estudio introductorio sobre dicha Constitución, así como bibliografía. Una traducción española aceptable es la contenida en Leyes Constitucionales, ed. Taurus, Madrid, 1963, pp. 51-107. Menos recomendable, sin duda, es la que aparece en el libro Textos Constitucionales. Inglaterra, USA, Francia, Italia, Alemania Occidental. Madrid, 1956. En efecto, se advierten aquí ciertas impropiedades de traducción. Por ejemplo, en el artículo 58 se ha traducido la palabra «Ersuchen» por investigación, lo que, naturalmente, cambia totalmente el sentido de la frase.)
(13) Artículo 67, 2), de la Constitución de la República de Austria (una edición bilingüe —alemán y francés— de la Constitución austríaca puede consultarse en el Corpus Constitutionnel, tomo I, fascículo 2, Leiden, Países Bajos, 1970, pp. 453 497, con un estudio sobre la misma Constitución del Profesor Doctor FÉLIX ERMACORA).
(14) Artículo 34, 2), de la Constitución de la República de Finlandia, de 17 de julio de 1919. (Citamos por la traducción de N. PÉREZ SERRANO y C. GONZÁLEZ POSADA, Constituciones de Europa y América. Madrid, 1927, tomo I, pp. 223-251.)
(15) Artículo 19 de la Constitución francesa de 4 de octubre de 1958. (El texto de la Constitución francesa puede consultarse en el Code Administratif, DALLOZ, París, 1966, voz «constitutions et pouvoirs publics». El mismo texto de 1958 y, además, el anteproyecto preparado por el Gobierno, las modificaciones al mismo, y las disposiciones que desarrollan y completan la Constitución puede consultarse en MAURICE DUVERGER, Constitutions et documents politiques, 6.a edición, París, 1971, pp. 233-329.
(16) Artículo 82 de la Constitución portuguesa. (Puede consultarse en Leyes Constitucionales, ed. Taurus, Madrid, 1963, 1/1, pp. 519-570.)
(17) La dificultad se ha intentado salvar en alguna Constitución haciendo responder al Ministro competente, aunque no hubiera firmado. Así, en la Constitución del Reino de los Servios, Croatas y Eslovenos, de 28 de junio de 1921, se decía: «Ningún acto del poder real es válido y ejecutorio si no lleva el refrendo del Ministro competente. El Ministro competente responde de todos los actos del Rey, orales o escritos, que lleven o no su firma, así como de todas sus acciones de carácter político» (artículo 54).
(18) Por ejemplo, un caso de omisión del Jefe del Estado de un «acto debido» podría darse cuando habiéndose sometido al Presidente de las Cortes una Ley para su sanción no lo haga en el plazo de un mes desde la recepción, sin que tampoco lo devuelva a las Cortes para nueva deliberación (arts. 16 y 17, Ley de Cortes).
(19) Sobre la correspondencia entre Jefes de Estado, confróntese JOSÉ SEBASTIÁN DE ERICE Y O’SHEA, Derecho Diplomático, ed. IEP, tomo I, Madrid, 1954, pp. 273-303. Con referencia concreta a las llamadas «cartas autógrafas» —que hoy tienden a denominarse «cartas personales»— dice que «son remitidas por portador especial y su entrega suele merecer del Jefe del Estado destinatario una audiencia personal y privada». Y añade que «en estas cartas particulares, los Jefes de Estado exponen su punto de vista sobre los asuntos pendientes entre los países; toman una iniciativa, de interés para ambos, o, más ampliamente, para toda la humanidad, y singularmente caben den toda ciase de explicaciones sobre sus ideas y proyectos, sin comprometer directamente la posición de sus respectivos Gobiernos». Y un poco más adelante añade —y es lo que nos interesa—: «No van desde luego refrendadas, como es natural...» (página 300).
(20) La LOCR (art. 17, II) utiliza una redacción un tanto confusa para referirse a la actuación de este Alto Organismo en relación con el cese de los Presidentes del Gobierno, Cortes, Tribunal Supremo, Consejo de Estado, Tribunal de Cuentas y Consejo de Economía Nacional [letra i)1, con el reenvío [I, letra d)] y con la prórroga de Legislatura [I, letra e)], pues dice: «Las decisiones del Jefe del Estado en los supuestos a que se refieren los apartados d), e) e i) del párrafo anterior precisarán dictamen o acuerdo favorable del Consejo del Reino, según los casos.» Creemos que quiere aludir a dos cosas distintas: dictamen favorable, para el ejercicio del reenvío (arg. art. 17, Ley de Cortes), y acuerdo, esto es, decisión concurrente, para los otros dos supuestos [arg. art. 7.°, letra b), y 15, letra c), LOE], De otra manera, no tiene sentido la frase final («según los casos») del párrafo en cuestión. Contra, MIGUEL HERRERO, El principio monárquico, cit. en nota (5), p. 84. Nótese, sin embargo, que el artículo 17, Ley de Cortes, que invoca el autor, se refiere al reenvío, y para este supuesto no hay duda que se trata de dictamen favorable y no de decisión.
(21) GONZALO CÁCERES CROSA: El refrendo ministerial, «Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales» núm. 62, 1933, p. 674, recuerda el Real Decreto de 11 de marzo de 1919, relativo a retiro de obrero, el cual apareció refrendado por todos los miembros del Gabinete. Pero se pueden citar otros casos. Por ejemplo, la Ley de 20 de abril de 1864, por la que se restablece la vigencia íntegra de la Constitución de 1845, aparece sancionada por la Reina (Isabel II) con el refrendo del Presidente del Consejo de Ministros (Alejandro Mon) y de los demás miembros del Gobierno: Ministros de Estado (Joaquín Francisco Pacheco), de Gracia y Justicia (Luis Mayáns), de la Guerra (José María Marchesi), de Hacienda (Pedro Salaverría), de Marina (José Manuel Pareja), de la Gobernación (Antonio Cánovas del Castillo), de Fomento (Augusto Ulloa) y de Ultramar (Diego López Ballesteros). (El texto puede verse en R. SAINZ DE VARANDA, Colección de Leyes Fundamentales, Zaragoza, 1957, p. 271.)
(22) RODRIGO FERNÁNDEZ CARVAJAL: La Constitución española, cit. en nota 11, p. 55.
(23) GONZALO CÁCERES CROSA: El refrendo..., cit. en nota 21, número 62, 1933, p. 640, distingue tres tipos de refrendo: el refrendo como formalidad certificante, el refrendo como limitación formal de la voluntad del monarca y el refrendo como limitación material de la voluntad del Jefe del Estado e instrumento de la responsabilidad ministerial. El refrendo como limitación formal es propio de las Constituciones monárquicas de los Estados alemanes, y sus rasgos esenciales eran los siguientes (sintetizamos la exposición que hace el autor en las pp. 646-650): a) El monarca gobernaba de hecho, b) No obstante, el poder del rey no era un poder absoluto. Hallábase limitado en su ejercicio por la necesidad de observar ciertas formalidades establecidas en la constitución, c) Así, en el orden legislativo, necesitaba el asenso del Parlamento, y en el ejercicio del Poder Ejecutivo necesitaba la indispensable colaboración de un Ministro refrendador. Ahora bien, en ambos casos el acto se perfeccionaba por la declaración de la voluntad real, d) Sin embargo, para garantizar el cumplimiento de la formalidad del refrendo —condición «sine qua non», pero no condición «per quam»-— las órdenes no refrendadas carecían de eficacia. e) No existía responsabilidad política ministerial. f) Finalmente, «limitada la responsabilidad al orden penal, y dentro de éste a los casos de violación de la Constitución o de las Leyes, se entendió que el Ministro únicamente podía rehusar su refrendo cuando la ilegalidad o inconstitucionalidad del acto fuese evidente. Venía de este modo a establecerse, para los restantes actos, una especie de refrendo obligatorio, pues si bien el Ministro, disconforme con determinada orden o disposición, podía dimitir, el soberano, a su vez, estaba en el derecho de no aceptar su dimisión, obligando a aquél, en su calidad de funcionario jerárquicamente subordinado, a continuar en su puesto y a suscribir la decisión». g) Consecuencia: el monarca conservó la integridad del poder político, no obstante su irresponsabilidad plena. (Cfr. también la cita del mismo autor que recogemos en la nota 33.)
(24) DIEGO SEVILLA ANDRÉS: La defensa de la Constitución en la Ley Orgánica del Estado, Revista de Estudios Políticos número 152, 1967, p. 293, por nota: «Piénsese en la peculiaridad: no sólo del refrendo del Presidente del Consejo del Reino o de las Cortes, sino de que los Ministros no responden políticamente ante nadie. No es necesariamente una responsabilidad la de la remoción por incapacidad o por decisión del Jefe del Estado para el Presidente del Consejo de Ministros (art. 15, e y d, LOE) o la declaración en el de las Cortes (art. 7.°, III, e y d, Ley de Cortes). Como es sabido, la responsabilidad ministerial ha evolucionado de tener naturaleza penal a serlo política, y en este sentido se habla de ella, con relación al refrendo, precisamente inventado para poderes irresponsables. Por otro lado, el Jefe del Estado no puede prescindir de quienes han de refrendar sus actos, si no es con el asenso del Consejo del Reino. Ante esta situación, y pensando que el artículo 6 LOE, no puede ser frenado por obstáculos de esta naturaleza sin gravísimas consecuencias, puede pensarse que este refrendo sería puramente formulario, o quizá en que hubiera sido más lógico suprimirlo para estos casos, o declararlo legalmente obligatorio. No me pronuncio por ninguna solución, sino que lo dejo en interrogante.»
(25) En la tesis de MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN: El principio monárquico..., cit. en nota 9.
(26) En la gráfica expresión que utiliza MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN: El principio monárquico..., cit. en nota 9, p. 61.
(27) Esta expresión es la que se acepta por el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, 19.a edición.
(28) En la monografía de CÁCERES CROSA citada en la nota 21 se utiliza normalmente esta voz.
(29) Aunque el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua no recoge la voz «refrendador», a nosotros nos parece que es la que naturalmente deriva del verbo refrendar. Si de arrendar viene arrendador (sujeto activo), de refrendar debe obtenerse refrendador (al que, como decimos en el texto, atribuimos una posición de sujeto activo).
(30) Contra J. A. GARCÍA-TREVIJANO: Tratado de Derecho Administrativo, tomo II, 2.a ed., 1969, p. 538 s. Lo que decimos en el texto no se opone a que por Ley se dé una regla de carácter general, pues ello no hace sino evitar toda posible arbitrariedad. Es lo que ha hecho la Ley (de prerrogativa) de 14 de julio de 1972, que regula el procedimiento para la coordinación de funciones de los Altos Órganos del Estado (art. 5.°).
(31) La sustitución transitoria del titular del órgano que algunos llaman suplencia la hemos definido en otro lugar como «desempeño temporal de las funciones del titular de un órgano administrativo por el titular de otro órgano distinto determinado previamente por la norma jurídica para aquellos casos en que aquel titular no exista o se halle materialmente imposibilitado de actuar, y que tiene lugar a virtud de un acto administrativo o automáticamente por la mera producción del supuesto de hecho contemplado en la norma». (Cfr. F. GONZÁLEZ NAVARRO: Transferencia del ejercicio de competencias administrativas, «DA» número 135, Madrid, 1970, pp. 76-77.)
(32) El refrendo del nombramiento de Presidente de las Cortes tenía una regla especial en el artículo 7.°, I, de la Ley de Cortes, que admite la suplencia, siquiera la encomienda a quien le sustituye en el Consejo del Reino. (Recuérdese que hay unión personal entre ambas Presidencias, de las Cortes y del Consejo.)
(33) GONZALO CÁCERES CROSA: El refrendo..., cit. en nota 21, p. 666, el cual añadía lo siguiente: «Esta opinión, mantenida en Francia por Romieu, confírmase aún más si se tiene en cuenta que el hecho de refrendar supone la asunción de la correspondiente responsabilidad. Ahora bien, sólo los Ministros son responsables ante el Parlamento por los actos del Jefe del Estado, y sería absurdo admitir que aquéllos pueden eludir esta responsabilidad delegando en los Subsecretarios la facultad del refrendo, como lo sería igualmente la consecuencia a que lógicamente habría que llegar en semejante caso, o sea, que el Subsecretario que refrendase vendría a convertirse en responsable político ante el órgano legislativo.» Este argumento no tiene actualmente valor, ya que en nuestro Ordenamiento vigente los Ministros no responden ante las Cortes, e incluso es discutible que pueda hablarse de una verdadera responsabilidad política de los mismos.
(34) GONZALO CÁCERES CROSA: El refrendo..., cit. en nota 21, núm. 62, 1933, p. 656 s, escribía lo siguiente: «Largamente se ha debatido en la doctrina alemana si el acto no refrendado es nulo o simplemente no ejecutable. El último punto de vista fue mantenido, con manifiesta intención política, por aquellos juristas que, pagados de la supremacía de la voluntad del monarca, estimaban el refrendo como una simple limitación formal, que aun siendo necesaria observancia para la obligatoriedad del acto, no modifica la naturaleza del poder real. De aquí que la decisión emanada de éste se considerase en principio válida, pero, a la vez, no ejecutable, en cuanto carecía del requisito externo, complementario, de la firma ministerial, especie de formalidad "ad probationem".»
(35) JESÚS GONZÁLEZ PÉREZ: Los recursos administrativos, 2.a ed., Madrid, 1969, p. 71 s. Del mismo, Derecho procesal administrativo, II, 2.a ed., Madrid, 1966, p. 513.
(36) Cfr. artículos 1.137 y 1.143, apartado 1°; 1.144, 1.145, 1.147, apartado 2.°, y 1.148 del Código Civil. Sobre las obligaciones solidarias, vide J. CASTAN TOBEÑAS: Derecho civil español, común y foral, tomo III, 10.ª ed., Madrid, 1967, pp. 106-113, y la bibliografía allí citada.
(37) MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN: El principio monárquico, cit. en nota 9, p. 66.
(38) JORGE DE ESTEBAN (y otros): Desarrollo político y Constitución española, cit. en nota 10, pp. 104-105.
(39) GONZALO CÁCERES CROSA: El refrendo..., cit. en nota (1), núm. 63, 1934, p. 205. En análogo sentido, J. TOMÁS VILLARROYA: El Estatuto Real, cit. en nota (5), p. 156.
(40) Es así como la Monarquía lograría «constituirse en el centro seguro de un sistema dinámico, como árbitro, como moderador, como integrador y como garantía de un proceso de reforma social». (Cfr. M. FRAGA IRIBARNE: Legitimidad y representación, ed. Grijalbo, Madrid, 1973, pp. 274 y ss.
(41) Estas ideas nos las sugiere la lectura del importante libro de J. TOMÁS VILLARROYA: El Estatuto Real..., cit. en nota (5), pp. 158-160.
(42) Téngase presente: a) Que aquí hablamos de la actividad de decretación y no simplemente del ejercicio de la potestad reglamentaria por el Consejo de Ministros; b) Que este paralelismo que establecemos entre el mecanismo que para aquella actividad preveía la Constitución de 1931 y la vigente, no implica necesariamente una identificación del alcance y contenido de la potestad reglamentaria en una y otra constitución. Y al respecto conviene recordar que ALFREDO GALLEGO ANA-BITARTE, Ley y Reglamento en el Derecho público occidental, ed. IEA, Madrid, 1971, p. 54, ha insistido en el abismo radical que —desde esta perspectiva— separa a la Constitución de 1931 y a la vigente: «La potestad reglamentaria de 1931: 1.° Al ser el campo de la Ley indefinido, recogiendo con ello la tradicional formulación de la Constitución española de 1837 (tampoco hay reserva de Ley en el proyecto de 1836), con las excepciones ya mencionadas de 1852 y 1929, que se quedarán en proyectos, y 2° Al estar fijados los instrumentos de dicha potestad reglamentaria, los Decretos, Reglamentos e instrucciones para el fin de ejecución de Leyes (art. 79), no cabe duda que está subordinada y condicionada por la Ley. En cambio, en 1967, por estar fijado de antemano el campo de la Ley, es decir, al tener un campo estricto material de Ley —el artículo 10 de la Ley de 1942—, la potestad reglamentaria abarca todo aquello que no está comprendido en dicho artículo. Son dos estructuras constitucionales radicalmente diferentes...»
(43) Nótense las importantes diferencias de redacción que existen en este punto entre la LRJ y la LOE. En la LRJ se decía que es de la competencia del Consejo de Ministros «someter al Jefe del Estado proyectos de disposiciones con fuerza de Ley, cuando el Gobierno cuente para ello, en cada caso, con expresa delegación por Ley votada en Cortes y previo dictamen del Consejo de Estado en pleno» (art. 10, núm. 4). En la LOE, en cambio, se dice que «el Gobierno podrá someter a la sanción del Jefe del Estado disposiciones con fuerza de Ley con arreglo a las autorizaciones expresadas de las Cortes» (art. 51, LOE).
(44) «De otra parte —escribía HAURIOU, comentando la Constitución francesa de 1875—, la especie de poder de veto (arrêt) que se esconde así detrás de la firma del Presidente de la República no tiene otro valor que el de un seguro (cran de sûreté). Se trata, en suma, de dotar al Presidente de la oportunidad de pedir al Presidente del Consejo, o incluso a un simple Ministro, un segundo examen de un proyecto de decreto. El asunto no irá más lejos y no producirá ningún ruido. Es una prerrogativa menos grave que la establecida en la Constitución, en relación con las Cámaras, de pedir una segunda deliberación de una Ley. Bien es verdad que nuestros Presidentes no han usado jamás de este último derecho, pero ya veremos en su momento que ello es debido a que su ejercicio está mal organizado. Para el segundo examen de un proyecto de decreto no hay necesidad de ningún procedimiento. Todo se reduce a una conversación y a un retraso más o menos grande de la firma. El Presidente tiene derecho a conversar con sus Ministros; ningún plazo se le establece para la firma de los Decretos» [cfr. MAURICE HAURIOU, Précis..., cit. en la nota (22), p. 411].
(45) Distinta es la opinion del profesor GALLEGO ANABITARTE, Derecho general de organización, ed. IEA, Madrid, 1971, que se ha ocupado de las competencias de los órganos superiores en las páginas 387 a 394, de forma sugestiva. En relación con el tema que nos ocupa, escribe lo siguiente: «La Gobernación del Reino», «El Gobierno de la Nación», no le compete, ni le corresponde, sino que aquí interviene el Consejo de Ministros. El Jefe del Estado puede convocar y presidir (art. 7.° e) el Consejo, pero no forma parte de él, ya que el Consejo de Ministros «está constituido por el Presidente del Gobierno, el Vicepresidente o Vicepresidentes, si los hubiera, y los Ministros» (art. 12, II, LOE], y nadie más. Si el Jefe del Estado preside el Consejo, será exclusivamente para enterarse y poder mejor cumplir, cuando sea necesario, su poder supremo. Pero en el Gobierno de la nación no interviene ni puede intervenir, porque no forma parte del «órgano que determina la política nacional» (LOE, 13, II), esto es, el Consejo de Ministros. Por ello no podrá negarse, o ser remiso, a sancionar una Ley aprobada por las Cortes y que le presente el Gobierno, sino llevar a cabo un acto solemne y formal: devolverla a las Cortes (artículo 10, b). Y mucho menos podrá negarse a firmar los Decretos que desarrollen leyes de bases, articuladas por el Gobierno (art. 51 LOE y 10,4 LRJ), ni Decretos aprobando reglamentos (art. 13, II, LOE, y 10,6 LRJ), ni «nombramientos de altos cargos de la Administración (LRJ, art. 10,7.°), que al Gobierno compete, como emanación de la cláusula «determina la política nacional».
(46) GONZALO CÁCERES CROSA: El refrendo..., en nota 21, número 62, 1933, p. 632; RODRIGO FERNÁNDEZ CARVAJAL: La Constitución española, cit. en nota 11, p. 55, y con referencia concreta al refrendo de la resolución de contrafuero, GUMERSINDO TRUJILLO FERNÁNDEZ: Dos estudios sobre la Constitución de las Leyes, Universidad de La Laguna, 1970, p. 114.
(47) RAFAEL ENTRENA CUESTA: El acto administrativo complejo en la esfera local, f. 1-2, núm. 95, 1957, pp. 656-676.
(48) En cierto modo es un caso inverso de los dictámenes vinculantes donde al órgano que aparece como «decisor» sólo le queda la posibilidad de adherirse al juicio del órgano dicta-minador. En efecto, según hemos dicho alguna vez, para determinar la naturaleza de los dictámenes vinculantes es necesario recordar «la distinción que los procesalistas hacen, el estudiar la naturaleza jurídica de la sentencia, de dos elementos integrantes de la misma: el juicio lógico, consistente en la comparación de la pretensión de la parte con la norma aplicable, y la declaración de voluntad del juez o tribunal. Proyectando esta distinción al problema que examinamos, tendremos que en el supuesto de que el órgano decisor esté obligado a decidir conforme a la opinión del órgano consultivo, se ha producido por ley una escisión de esos dos elementos que normalmente aparecen unidos: el juicio lógico se remite al órgano consultivo y la declaración de voluntad se sigue residenciando en el órgano decisor». (Cfr. FRANCISCO GONZÁLEZ NAVARRO: Los informes administrativos. En el vol. colectivo «Organización y procedimiento administrativos. Estudios», ed. Montecorvo. Madrid, 1975, pp. 330-331.
(49) La doctrina, en efecto, se ha planteado la duda sobre su existencia en determinados ordenamientos positivos. Así, con referencia al nuestro, RAFAEL ENTRENA CUESTA: El acto administrativo complejo..., cit. en nota (73), p. 664; FERNANDO GARRIDO FALLA: Tratado de Derecho administrativo..., cit. en nota (4), pp. 447 ss. Sin embargo, y como decimos en el texto en nuestro Ordenamiento constitucional, encontramos más de un supuesto de acto complejo. Por ejemplo: cese del Presidente del Gobierno a petición del mismo, que exige se acepte su dimisión por el Jefe del Estado [art. 15, letra b), LOE]; cese del Presidente del Gobierno por decisión del Jefe del Estado, que requiere la conformidad del Consejo del Reino [art. 15, letra c)]; cese de algún otro miembro del Gobierno por iniciativa del Presidente del mismo, que exige la aceptación del Jefe del Estado [artículo 18, letra b), LOE]; cese de algún miembro del Gobierno a petición propia, requiere la aceptación de la dimisión por el Jefe del Estado [art. 18, letra c), LOE].
(50) Cfr. lo que hemos dicho sobre el particular en el capítulo 4.
(51) Y efectivamente, se ha hecho notar por la doctrina que la idea de concurrencia y acuerdo de voluntades subyacentes en el refrendo «postula, por tanto, el establecimiento de un tipo muy determinado de relaciones entre el Jefe del Estado y los ministros: unas relaciones de lealtad, franqueza, y comunicación recíprocas, que no excluyen, sino más bien suponen, cierta tensión amistosa. El Presidente del Gobierno y los ministros que sepan hacerse fuertes en su condición de órganos refrendatarios están en condiciones de moderar eficazmente la posible arbitrariedad del Jefe del Estado, sobre todo cuando tengan tras de sí el apoyo del Consejo del Reino. Un Gobierno sostenido a ultranza por el Consejo del Reino (e indirectamente por las Cortes, puesto que de ellas se extrae por elección de los Procuradores la mayoría de los consejeros) puede mantenerse en el poder a despecho de la voluntad del Jefe del Estado, o al menos puede inducir a éste a una prudente rectificación de actitud» (cfr. RODRIGO FERNÁNDEZ CARVAJAL: La Constitución española, citada en nota 11, p. 56).
(52) Como es sabido, MONTESQUIEU concibe la relación entre poderes como un encadenamiento recíproco que, sin embargo, no impide el movimiento. Véase cómo, hábilmente, el autor resuelve el problema: «En el cuerpo legislativo, que está compuesto de dos partes, la una encadenará a la otra mediante su recíproca facultad de impedir. Ambas serán frenadas por el poder ejecutivo, el cual lo será asimismo por el legislativo. Estos tres poderes deberían formar un reposo o inacción. Pero, como, por el movimiento necesario de las cosas, están compelidos a marchar, estarán obligados a marchar de acuerdo» (cfr. Capítulo VI, Libro XI, de L’Esprit de Lois, en Montesquieu, «oeuvres complétes», con un prefacio del profesor VEDEL, Editions du Seuil, París, 1964).
(53) El texto de esta Constitución, integrado por diversas leyes, puede consultarse en MAURICE DUVERGER: Constitutions et Documents Politiques, Presses Universitaires de France, Paris, 1957, pp. 162-167. Una traducción española de N. PÉREZ SERRANO, y C. GONZÁLEZ POSADA: Constituciones..., cit. en nota (5), pp. 253-265. Un estudio de dicha Constitución en MAURICE HAURIOU, Précis..., cit. en nota (22), pp. 333 ss.
(54) «Esta doble formalidad entraña, para cada decisión gubernamental de esta categoría, la colaboración obligada del Jefe del Estado y de un ministro. El Presidente de la República no puede jurídicamente hacer nada sin el concurso de uno de sus ministros, pero en cambio, los ministros no pueden tampoco jurídicamente hacer nada sin el concurso del Presidente de la República en las materias que exigen su firma. El Presidente y el ministro pueden entorpecerse uno a otro: el ministro puede rehusar refrendar una decisión del Presidente, pero el Presidente puede también rehusar firmar un proyecto de decreto que le haya sido presentado por un ministro. Pudiendo entorpecerse uno a otro, si marchan, marcharán de acuerdo, y las medidas importantes serán concertadas entre ellos». [MAURICE HAURIOU: Précis..., cit. en nota (22), p. 409].
(55) La imagen la tomamos de Maurice HAURIOU: Précis..., cit. en nota (22), p. 411. Transcribimos el texto original para evitar que en la traducción pierda jugosidad: «Le président du conseil et le Président de la République constituent un ménage: Le Président de la République joue le rôle de la ménagère, mais la ménagère n’a-t-elle pas souvent son mot à dire et un bon avis à donner»?
(56) MAURICE DUVERGER: Instituciones..., cit. en nota (2), página 202. JORGE DE ESTEBAN: Desarrollo político..., cit. en nota (10), p. 533, había predicho esta frase de «orleanismo» como natural primera en una evolución del sistema de las Leyes Fundamentales.
(57) MAURICE DUVERGER: Instituciones..., cita en nota (2), página 203.
Catálogo de publicaciones de la Administración General del Estado http://publicacionesoficiales.boe.es
Ministerio de la Presidencia. Secretaría General Técnica-Secretariado del Gobierno. Centro de Publicaciones