Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 26
SUMARIO

Los Reyes en Europa

2. Universidad de Estrasburgo y Consejo de Europa

1. EL REY, DOCTOR HONORIS CAUSA POR LA UNIVERSIDAD DE ESTRASBURGO

8 de octubre de 1979

Un estremecimiento de vitalidad recorre el cuerpo de una vieja institución, la Universidad europea, en la que de nuevo se vuelve a ver que la verdad, y sólo la verdad, nos hará libres

Señora Ministro,

Señor Presidente,

Señoras y señores Profesores:

Las palabras con las que acabo de ser recibido en esta Universidad me han emocionado profundamente. Quiero expresar mi agradecimiento a los señores Presidentes Bischoff y Waline por haberlas pronunciado.

Ser admitido en el seno de una Universidad siempre es un honor.

El que hoy siento, en Estrasburgo, es mucho más profundo, ya que vuestra iniciativa ha sido dictada por consideraciones relacionadas con los derechos humanos.

Estrasburgo, sede del Consejo de Europa y de su Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se honra, desde finales de la Edad Media, con una tradición de tolerancia y humanismo. En efecto, ¿acaso no fue Estrasburgo la ciudad que acogió a muchos hombres de talento, escritores y científicos de todos los países —entre ellos el mío— para los que, como decía Erasmo, «sin libertad no cabe vivir»?

Es aquí donde, durante diez años, Gutenberg pudo proseguir en libertad los trabajos que le condujeron a su revolucionaria invención, y donde grandes hombres, en el ocaso de la Edad Media y en el alba del Renacimiento, vivieron y enseñaron, en esta ciudad, a veces convertida en su ciudad de adopción.

Es aquí donde en un clima cosmopolita, de cultura y humanismo, por ejemplo Jean Sturn, tan estimado por el Emperador Carlos V como por vuestro Rey Francisco, tuvo la idea de crear, en 1538, la Escuela de Estudios Superiores en la que se enraíza vuestra Universidad.

Fiel a sus orígenes, se ha convertido en una de las más sabias, abiertas y libres de Europa, con alumnos como Goethe y maestros como Carré de Malberg, Aubry y Rau. Incluso si ellos no fueron formalmente de los vuestros, ¿cómo no recordar el paso o la estancia en Estrasburgo de hombres que han dejado su impronta en Europa y su lucha por las libertades, como Voltaire y Rousseau del que acabamos de celebrar su bicentenario?

Esta tradición tiene su prolongación en los cursos del Instituto René Cassin que difunden los derechos humanos y que vuestra Universidad acoge todos los veranos. Desde el primero de estos cursos, hace ya diez años, vuestras puertas han estado abiertas a jóvenes universitarios y a eminentes profesores y personalidades de mi país.

Esta es la razón por la que me complace afirmar que vuestra Universidad ha estado asociada a la renovación de la doctrina y al relanzamiento de la acción en favor de los derechos humanos en España.

Por ello os doy las gracias.

Al proclamar, hace más de treinta años, que el hombre tiene derecho a la educación, las Naciones Unidas avalaron un ideal democrático nacido siglos antes, pero cuya realización se sigue viendo obstaculizada en muchos lugares por condiciones semejantes a las que prevalecían en la época en que aquel ideal, surgido de la vieja aspiración occidental a la igualdad de oportunidades, fue enunciado.

España, que acaba de ratificar el Convenio europeo de derechos humanos y ha firmado sus Protocolos adicionales, se ha dotado recientemente de una Constitución, en uno de cuyos artículos se proclama lo siguiente:

«1. Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho.

2. Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general.»

Me complace recordar estos datos, aquí en tan solemne ocasión, porque considero que éste es un momento adecuado para rendir homenaje de admiración al inmenso esfuerzo intelectual que el mundo universitario ha hecho y hace en favor del único fundamento de la verdadera paz: los derechos y libertades fundamentales de la persona humana.

En un mundo en rápido proceso de transformación y cambio, como es el que vivimos, creo que la Universidad —el ámbito de la reflexión intelectual y crítica— tiene una doble responsabilidad histórica: comprender, en primer lugar, la realidad humana, tal como ésta es, con todas sus incertidumbres y complejidades, porque sin comprensión del mundo no será posible cambiarlo realmente; y en segundo lugar, proponer cauces de revisión y de transformación, para que la renovación se convierta en el imperativo principal de la tarea educativa.

Durante el siglo y medio que transcurre entre los años finales del XVIII y los inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el prestigio y la importancia de la institución universitaria llegaron a su cima.

En 1806 decreta Napoleón la organización de la vida universitaria francesa; en 1810 se funda la Universidad de Berlín; posteriormente, también las grandes Universidades inglesas procurarán adaptarse a una nueva época de la ciencia y de la historia humana.

Como ha señalado un intelectual español —el Profesor Laín Entralgo—, algo común acaecía bajo tan distintas formas nacionales, en la mayor y mejor parte de las Universidades europeas: el modelo medieval —cuyas trazas y huellas son claramente perceptibles hasta fines del siglo XVIII— fue resueltamente sustituido por otro, con el que la Universidad europeo-occidental alcanzará muchos de sus más nobles y brillantes logros históricos. ¿Cómo no verlo así cuando se hace un balance histórico de la ciencia y el pensamiento entre la muerte de Kant y la de Einstein?

Este modelo, sin embargo, experimentó una fuerte crisis técnica, política y espiritual a la que no fue ajena una serie de problemas, tales como la masificación, la profesionalización y el ansia de nuevas formas de vida. Todo ello estuvo presente, sin duda, entre las causas de aquella crisis, manifestación universitaria de otra más profunda que en todos los órdenes de la vida sufrió nuestro mundo occidental.

Algo nuevo e importante, sin embargo, está ocurriendo desde hace algún tiempo en las naciones libres. Después de años de vacilaciones y dudas críticas, intelectuales y espirituales, nuestros ideales cobran nuevo ímpetu.

Hoy no se trata de sostener el «statu quo» contra una ola progresiva que quiere el cambio; la situación es diferente, pues hemos tomado mayor conciencia del dinamismo y exigencias de cambio que nuestra concepción de la vida encierra; la vida como liberación progresiva.

Nos apoyamos en unas instituciones que tienen su raíz última en garantizar las libertades ciudadanas y en integrar la participación de los miembros de la comunidad en el autogobierno de la misma, dejando abierta la alternativa del ejercicio del poder a los disidentes y discrepantes.

Vivimos así en una sociedad que, con todos los correctivos que la experiencia histórica ha ido acumulando, permanece fiel a sus valores y que, por ello, ofrece niveles de libertad y de justicia nunca alcanzados hasta ahora por otro modelo social. No es desde luego una sociedad perfecta, pero sí un modelo social que implica imperfección en la libertad.

El hombre es una sociedad abierta, en suma. Una convicción y un ideal igualmente válidos para la institución universitaria que, como ha indicado recientemente un antiguo Presidente de una Universidad francesa, también funciona sobre la doble base de la regla y el consentimiento, igualmente imprescindibles en nuestro mundo occidental para gobernar un grupo social.

La originalidad del problema hoy planteado a las Universidades, en búsqueda de su identidad y de la definición de sus misiones en el mundo contemporáneo, radica en la ampliación y multiplicación de sus tareas.

Nunca, quizá, en ningún otro momento histórico, tuvo la institución universitaria que hacer frente a tantas y tan diferentes misiones; por eso no es una hipérbole ni mera complacencia verbal estimar que la Universidad vive hoy una hora decisiva en su larga historia.

Pero no cabe duda tampoco de que una nueva ocasión se ofrece a la institución universitaria para encontrar su sitio en la sociedad.

Sería lamentable que, mediante su renovación, la Universidad no hubiera sabido dar una respuesta satisfactoria y apropiada a los nuevos interrogantes. Lamentable para la institución universitaria; pero también para la sociedad, que no debe ni puede prescindir de una institución independiente, llamada a la valoración crítica y a la reflexión libre y desinteresada.

Vivimos momentos decisivos, pues ante nosotros tenemos desafíos que aguardan y exigen nuestra respuesta.

En el seno de nuestras sociedades occidentales, en efecto, subsisten sectores marginados y han surgido otros nuevos, hechos respecto de los que debemos reafirmar que la justicia no existe verdaderamente más que allí donde se reconoce y practica la igualdad esencial de todos los hombres y de todos los pueblos.

Tenemos también que saber encontrar soluciones a la impugnación de toda autoridad y de todas las legitimidades, así como a cuestiones tan importantes como la igualdad en la libertad, o el adecuado equilibrio que debe existir entre los derechos y los deberes de los ciudadanos, entre las facultades que la libertad reclama y las obligaciones que los intereses generales exigen.

Estos problemas reclaman una acción en común, y debemos tener confianza en la capacidad de respuesta de nuestros ideales y convicciones, que siguen siendo válidos, para intentar resolverlos.

Deberíamos esforzarnos, no obstante, en dar mayor precisión y alcance a nuestros principios y valores, a fin de ganar profundidad en las nuevas fronteras de los derechos humanos, o en responder adecuadamente a la exigencia de solidaridad, interna, intraeuropea e internacional.

Sólo así lograremos triunfar sobre la anarquía, el desorden y la violencia, reafirmando nuestra fe en el carácter ordenado, razonable e integrador de la vida política institucionalizada.

La historia de las instituciones no se desarrolla en línea recta, sobre una superficie plana; una institución, por el contrario, se afirma superando las pruebas que se derivan de sus éxitos y de sus fracasos, progresa de crisis en crisis.

Haya lo que haya de cierto en la tesis según la cual el tiempo de la liberación ha venido a sustituir y desplazar al tiempo de la revolución, me atrevería a parafrasear un viejo título francés para decir: «Université, prends garde de perdre ton âme.» El alma de la institución universitaria es la libertad intelectual, opuesta a todo dogmatismo, a todo adoctrinamiento, a toda «caza de brujas», cualesquiera que fuesen los cazadores, las brujas o las hogueras.

Después de tiempos de turbulencias y crisis, en las que todos los valores de la institución universitaria fueron puestos en cuestión, hemos vuelto a tomar conciencia de que la libertad intelectual, como los procedimientos democráticos, constituye una protección contra el abuso de poder y la arbitrariedad, y ofrece también, además, una oportunidad única para hacer que la capacidad de los hombres les permita albergar en su espíritu a la razón y a la moral.

Si no me engaño, éste es el clima intelectual de nuestro mundo occidental en el momento presente: tras años de ortopedia mental, significa la apertura del horizonte del pensamiento.

Por eso prevalece ahora un espíritu de confianza: se olvida el temor, se desvanecen fantasmas, se abren nuevos caminos.

Un estremecimiento de vitalidad recorre el cuerpo entero de una vieja institución, la Universidad europea, en la que de nuevo se vuelve a ver que la verdad, y sólo la verdad, nos hará libres.

El viejo modelo universitario tiende hoy a ser reemplazado por otro nuevo, uno de cuyos rasgos característicos estriba en su esfuerzo por insertar la Universidad en la sociedad de nuestro tiempo, sin separarla de la vida real. Un nuevo modelo basado en la creencia básica del derecho de cada hombre a realizarse plenamente y a participar en la construcción de su propio porvenir.

El hombre no puede vivir a escala humana sin reaccionar ante su entorno, forjándose una interpretación intelectual de él y de su posible conducta en él; de ahí el acierto de un intelectual español —Ortega y Gasset—, cuando ya en 1930, al reflexionar sobre la misión de la Universidad, escribió que era necesario devolver a la institución universitaria su tarea central de ilustración del hombre, de enseñarle la plena cultura de su tiempo, de descubrirle con claridad y precisión el gigantesco y complejo mundo presente, donde tiene que encajarse su vida para ser auténtica, para ser propiamente humana.

El mundo universitario, de crítica intelectual y libre, no puede ignorar ni los problemas ni los valores y reglas de funcionamiento del sistema social en el que está inserto.

Pero nuestras sociedades tienen que acostumbrarse no sólo a aceptar, sino también a apreciar y valorar, yo diría incluso a amar a nuestras Universidades, con plena conciencia de que éstas requieren medios, personales y materiales, así como un medio de libertad.

Si este último es imprescindible, aquéllos son igualmente esenciales para que la educación superior alcance un mayor grado de perfección y se extienda cada vez más.

En esta hora decisiva para la Universidad y para el mundo occidental, la ignorancia recíproca entre la sociedad y la institución universitaria no puede subsistir, no debe continuar.

Dar una respuesta adecuada a esta necesidad es algo que a todos nos atañe, pues de la solución que este problema reciba depende tanto el presente como el mañana.

Los jóvenes de hoy, anticipo de la historia futura, esperan recibir de nosotros no sólo el patrimonio de nuestras convicciones, valores y aspiraciones, sino también participar activamente en la búsqueda de nuevos caminos.

En este momento en que se trata de rechazar tanto la violencia irracional como la pervivencia de la desigualdad, tanto el caos como la tentación totalitaria, aquí en esta ilustre Universidad, he querido, madame le Ministre, señor Presidente, señoras y señores, no sólo expresaros mi profunda gratitud, sino reiterar también mi hondo respeto y amor hacia la institución universitaria y, al mismo tiempo, mi fe en los valores y creencias sobre los que se apoya nuestra concepción de la vida.

Para finalizar, querría añadir únicamente que estas convicciones que compartimos, pues mi fe es la vuestra, no quieren contentarse con ser tan sólo motivo y ocasión para un discurso acerca de la historia, sino que, por el contrario, aspiran y anhelan ir más allá, intentando ser el fundamento de una acción histórica.

Dije antes que sólo la verdad nos hará libres. Esta palabra es esencial, pues, como ya dijera un español inmortal, Miguel de Cervantes, la libertad es uno de los más apreciados dones del hombre; por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar incluso la vida.

Recordar estas palabras en Estrasburgo es algo lleno de sentido, porque ésta ha sido una ciudad de refugio, una ciudad cuya pasión no es otra que la de la libertad.

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