Los Reyes en Europa
3. EL PREMIO CARLOMAGNO
Honorable Asamblea:
El veintitrés de octubre de mil quinientos veinte, Carlos V celebró aquí, en esta sala, la fiesta de su coronación, que fue la más brillante de toda la Edad Media.
Cuando, en mil novecientos setenta y tres, el español don Salvador de Madariaga recibió también el Premio Carlomagno en esta misma sala, hizo una referencia a Carlos V —que en España lleva el título de Carlos I—, como el rey que, durante todo su reinado, se esforzó por recobrar y conseguir la unidad de Europa. Nadie podía sospechar en mil novecientos setenta y tres, que nueve años más tarde, es decir, hoy, por los mismos motivos que entonces Salvador de Madariaga y en el mismo lugar, podríamos ver en persona al sucesor de Carlos V en el Trono de España, al que en nombre de todos ustedes y en primer lugar tengo el honor y alegría de saludar.
Su Majestad, Don Juan Carlos I, Rey de España:
Nos es grato dar la bienvenida con toda cordialidad tanto a Vuestra Majestad como a Su Majestad la Reina Doña Sofía y a los demás miembros de la Casa Real presentes.
Igualmente saludamos a los galardonados con el Premio Carlomagno en los pasados años:
Al galardonado el año mil novecientos cincuenta y uno, entonces Rector del Colegio Europeo, Profesor señor don Hendrik Brugmans.
Al del año mil novecientos sesenta y siete, entonces Ministro de Relaciones Exteriores del Reino de Holanda y actual Secretario general de la OTAN, señor don Joseph Luns.
Al galardonado el año mil novecientos setenta y seis, entonces Presidente del Gobierno y actual Ministro de Negocios Extranjeros del Reino de Bélgica y también Presidente del Consejo de Ministros de la Comunidad Económica Europea, señor Leo Tindemans.
Al galardonado el año mil novecientos setenta y siete, anterior Presidente de la República Federal Alemana y actual Presidente del Consejo Alemán del Movimiento Europeo y de la Unión Europea, señor Walter Schell.
A la galardonada el año mil novecientos ochenta y uno, la anterior Presidenta del Parlamento Europeo, madame Simone Veil.
Nos alegramos de que esté entre nosotros la viuda del galardonado con el Premio Carlomagno de mil novecientos setenta y tres, doña Emilia de Madariaga, a la que saludamos.
Una particular alegría nos proporciona la presencia del Presidente de la República Federal Alemana, Profesor Carstens.
Doy la bienvenida a los señores Embajadores de Bélgica, de Irlanda, de Luxemburgo, de Portugal, de Dinamarca, de Gran Bretaña, de Grecia, de Francia y de España.
Y a los señores Ministros de Holanda y de Italia.
Honorables señores:
En numerosas ocasiones, el Rey de España ha expuesto su posición europea; por ejemplo, el veintidós de junio de mil novecientos setenta y ocho, en Madrid, cuando dijo: «Como exigencia de primer rango está nuestra sincera cooperación en la construcción de Europa. Sin España, Europa sería imperfecta, como una sinfonía incompleta. Nos consideramos, sentimos y queremos ser europeos. Europa es nuestro futuro, acaso todavía imperfecto, pero justamente por eso, nos exige algo de una manera sin duda irrevocable.»
En efecto, sin España Europa estaría incompleta, sería sólo un torso geográfico, histórico y cultural, y más en la actual situación política.
El proceso histórico y espiritual de Europa hasta nuestros días es, sin España, tan poco imaginable como lo es, sin la cooperación de este gran país, la posibilidad de cumplir los actuales deberes continentales, asegurando nuestro futuro a través de la unión y el concierto de todas nuestras fuerzas.
Por ello, sería un importante acontecimiento para todos los pueblos libres de Europa unidos en la Comunidad Europea si, dentro de poco tiempo, la actual España democrática estuviera representada por primera vez dentro de los Organismos de esa Comunidad, si se abriese el Mercado Común con todas sus oportunidades y posibilidades igualmente para este país y así pudiera participar de las indudables ventajas de que disfrutan los actuales diez miembros de la misma, cuya reunión, en marzo de este año, se realizó con la mirada puesta en su fundación hace veinticinco años en Roma.
Desgraciadamente, esta consideración retrospectiva no pudo dar, de ninguna manera, lugar para un júbilo completo.
Las declaraciones con ocasión del jubileo caracterizaron la grotesca situación:
Cada uno de los que hablaron o escribieron con ese motivo manifestó su gran admiración hacia la amplia visión y valor de los hombres de Estado que, entonces, con recíproca confianza, osaron emprender la gran empresa de su obra común. Cada uno alabó lo alcanzado con plena justicia. Cada uno, también con justicia, acentuó el gran éxito que los esfuerzos comunes habían producido.
Europa aseguró internamente la paz, aumentó considerablemente su propio bienestar, produjo lo necesario para su subsistencia y prestó a todos los continentes una gran ayuda para su desarrollo, cooperando con sesenta países africanos, del Caribe y del Pacífico.
Sin embargo, a pesar de todo ello, a pesar de la prueba de lo conseguido por el esfuerzo común, es ahora cuando aparece mayor el peligro de los países que marchan en solitario, en perjuicio de todos y, sobre todo, en perjuicio de aquellos mismos que intentan hacerlo así. Incluso para aquellos que predican en puridad o practican en secreto, al estilo del cangrejo, el remiendo de los propios caminos nacionales y la vuelta al proteccionismo y encastillamiento de los mercados interiores, llegará algún día que no podrán reconducir a mejor ni la capacidad competitiva que se ha vuelto débil, ni la inflación que cada día aumenta, ni la dependencia de las importaciones en los suministros de energía, ni el aumento del desempleo que se halla en justa correspondencia con lo anterior, ni el saneamiento de las finanzas estatales o el equilibrio de la balanza comercial, ni tampoco la inaplazable amenaza para la paz que nos viene de fuera.
No es una pura especulación lo que nosotros presentamos, sino la propia experiencia adquirida tal como se ha ido produciendo a lo largo de veintinco años de trabajo común, de manera que fue la unión de esfuerzos lo que dominó las crisis, habiéndose obtenido el éxito a través de la vitalidad y credibilidad en la Comunidad y siendo el grado de disposición para una integración europea lo que decidirá nuestro destino sin permitir la vuelta a los nacionalismos.
La exigencia de una plena realización de aquello que fue suscrito hace veinticinco años nunca puede ser más fuerte que hoy. Se dirige a todos aquellos que llevamos la responsabilidad, la misma que en mil novecientos cincuenta y siete permitió actuar a los hombres de Estado para el bien de sus pueblos, para el bien de Europa.
Esta exigencia abarca a todos los órganos de la Comunidad. En particular, incide en el Consejo de Ministros, que, según los Tratados de Roma, es un órgano de aquélla y, en consecuencia, estaría obligado a promover los comunes intereses, pero que, no obstante, se ha desnaturalizado hasta llegar a ser un organizador de Conferencias diplomáticas de intereses nacionales enfrentados, en las que se intentan lograr unanimidades sólo sobre la base de los denominadores comunes más inferiores, y cuando no se encuentran éstos, aquéllas no vuelven a celebrarse.
Demandamos las promesas que se hicieron en los Consejos de Ministros y en las reuniones en la cumbre de los últimos años.
Urgimos el perfecto cumplimiento de los Tratados de Roma, la puesta a punto del Informe Tindemans de mil novecientos setenta y cinco, la decisión sobre las propuestas de la Comisión según lo indicado por el Consejo de treinta de mayo de mil novecientos ochenta y el dar los últimos toques al Plan Genscher-Colombo de mil novecientos ochenta y uno.
Hemos de esperar que el Consejo de Jefes de Gobierno que asimismo se llama Consejo de Europa no se limite a alabar la sabiduría y valor de los padres fundadores, sino que adopte finalmente la realización de las propuestas que se hicieron.
Exigimos que el piélago de docenas de proyectos que se apilan y agobian ante un Consejo de Ministros falto de capacidad negociadora, sea despejado finalmente en bien de todos, según el principio válido del acuerdo mayoritario y bajo control parlamentario.
Reivindicamos la concesión a un Parlamento libremente elegido de los correspondientes derechos e insistimos sobre el ilimitado respeto que cada instancia nacional debe tener respecto de las sentencias de la Corte Suprema Europea.
La población del continente espera la plena realización del mercado interior y de la unión aduanera, pues, con razón, sufre los efectos de las prácticas que mantienen los controles aduaneros nacionales.
En esta Sala están presentes numerosos colegas que son alcaldes o senadores de los Länder, que reciben las quejas que les presentan sus conciudadanos sobre las grotescas prácticas de las burocracias y sobre las normas aduaneras que chocan contra las reglas de la Comunidad y que, no obstante, no nos pueden ayudar en cuanto están vigentes anacronismos que, desde hace mucho tiempo, pertenecen más bien al mercadillo de las antigüedades.
España está ante las puertas y Portugal en el mismo caso. Para nosotros son bien venidos, pero también nos exigen adornar y preparar nuestra casa.
España nos ayudará a tender puentes tanto hacia Africa del Norte como hacia los países de Latinoamérica, de cuyo concurso no sólo estamos necesitados para intercambiar materias primas, de un lado, por conocimientos tecnológicos, del otro, sino que también estamos interesados por un orden libre que asegure el respeto a la libertad de los Estados y de sus ciudadanos.
Todos los días se pone en evidencia hasta qué punto las experiencias, conocimientos y contactos de España con Hispanoamérica nos podrían ayudar, tanto a recibir una información rápida, comprensiva y exacta como a tener más margen de acción y maniobra.
España ha de aportar la gran riqueza de su cultura e historia, de sus experiencias y propios modos de ser a la Comunidad, pero al propio tiempo, según los hechos demuestran, no ha de renunciar a su tradición.
El que no conserva ni afirma su tradición tiene muy poco que aportar. No es la mezcla, sino la armonización de las peculiaridades nacionales la que verdaderamente merece el nombre de Europa. Y justamente España se ha demostrado imprescindible en ese maravilloso acorde, audible o inaudible, de la tradición europea.
Acaso sea mejor que oigamos cómo el propio Rey habló el ocho de febrero de mil novecientos setenta y siete, en Roma, sobre la entrada de su país:
«La historia europea no se puede comprender de una manera exacta si no se considera la decisiva contribución que a su desarrollo y fortalecimiento aportó España. Nuestro país no puede faltar en la construcción de la Europa unida.
Pero Europa es algo más que un continente. Es, ante todo, una concepción de la vida fundada sobre principios humanísticos y cristianos y orientada a la búsqueda de la justicia y de la libertad para servicio del bien común y de la dignidad de los hombres. La España de hoy se encuentra profundamente obligada al mantenimiento y a la protección de los derechos de la persona y aspira a una comunidad internacional fuerte, justa y de humana cooperación.»
Estos son los motivos que siempre se reiteran en los numerosos discursos del Rey y que justifican sus acciones: libertad, justicia, dignidad humana.
Si recordamos que Cervantes, hace cuatrocientos años, dijo: «La libertad es el más preciado regalo que el Cielo ha hecho a los hombres.»
Si también nos acordamos de que en esta sala, hace nueve años, exclamó Madariaga: «Ante todo, la libertad», entonces nos debe conmover fuertemente ver hoy entre nosotros a aquél que abrió camino en su país, a ese preciado regalo del Cielo, a aquél que hizo suyo el grito a favor de la libertad, a ése que sin necesidad de la presión revolucionaria y, ciertamente, actuando desde la plenitud de su poder, con plena libertad, pero también reconociendo lo que era útil para su país, puso el poder en las manos de su pueblo y quien, justamente por eso, por sostener su propio poder no por la fuerza, sino en la base de una concordia profunda, es por lo que permanece Rey y por lo que llegó a serlo de la más excelente manera.
El día veintidós de julio de mil novecientos setenta y siete y en la inauguración del primer período de sesiones del Parlamento recién elegido dirigió a la Asamblea un mensaje en cuyo preámbulo se dice:
«Al inaugurar esta histórica sesión siento cumplido el propósito al que siempre me he sentido ligado como Rey: la pacífica instauración de una vida común democrática sobre la base del respeto a la ley, todo lo cual es la manifestación de la soberanía popular.»
Si hoy en día constituye una tragedia y un desafío el que haya sistemas que se denominen a sí mismos repúblicas populares, pero que oprimen al pueblo, también es un reconfortante ejemplo el ver a un Rey que ha aportado la soberanía a su pueblo y que le ha procurado la instauración de una vida democrática común según la ley y el derecho.
Mientras en la vecina Polonia, por ejemplo, la libertad popular es oprimida por los mismos que aseguran ejercer la soberanía, en España la voluntad popular ha sido libremente instaurada por quien poseía en solitario el poder en las manos y porta la Corona de Rey.
Pero la soberanía popular no sólo fue posibilitada, sino también defendida y el camino que se había señalado como justo fue proseguido y confirmado a costa del más extremo riesgo personal en el mensaje al pueblo español de la noche del intento de golpe, cuando el Rey Juan Carlos no dejó ninguna duda: «...la Corona, símbolo de la persistencia y unidad de la Patria, no puede tolerar, de ninguna manera, acciones o conductas de personas que intentan interrumpir con violencia el proceso democrático que la Constitución, corroborada por el pueblo español, fijó mediante referéndum.»
Al incalculable valor del regalo de la libertad corresponde también su exposición al riesgo que obliga a poner en acción la adecuada disposición para su defensa. Y también esto nos lo muestra el portador del Premio Carlomagno de este año. Tomás de Aquino señaló la virtudes cardinales de prudencia, justicia y templanza como decisiva condición que caracteriza al pleno ejercicio del poder. Qué generosa es esta manera de actuar de un poderoso impregnado profundamente de cultura occidental europea, en quien la palabra y el hecho coinciden hasta sus últimas consecuencias, y qué lejos de aquellos tácticos oportunistas que traen el descrédito, también en los países europeos, al arte y grandeza del bien gobernar. Cuán profunda ha llegado a ser la desconfianza contra aquellos que no orientan sus decisiones en servir duraderamente a los ciudadanos, sino que se guían por un inmediato objetivo electoral fácil de alcanzar y que únicamente consideran necesario prometer muchas cosas en lugar de decir y hacer lo que, posiblemente para muchos, es absolutamente necesario.
Honorables señores: nuestro futuro puede perderse si no alcanzamos la unión de Europa. Consideremos nuestro deber de la manera como el Rey Don Juan Carlos I lo formuló en mil novecientos setenta y ocho:
«La misión que tenemos ante nosotros es ciertamente grande y enorme. Exige una cooperación cuyo más alto objetivo es la construcción de una Europa unificada que, ciertamente, fue intentada muchas veces e, incluso, en diversas ocasiones casi alcanzada, pero que, hasta ahora, jamás ha llegado a ser plena. Esta construcción de Europa sólo puede en nuestros días realizar el deseo de libertad y de justicia si conseguimos superar la inercia de los intereses particulares para insertarlos en el gran marco de los intereses generales de todos los europeos y si acertamos a responder a las esperanzas de los hombres y de los pueblos del continente mediante una nueva sociedad: justa, solidaria, libre e independiente.»
Vuestra Majestad ha allanado para su país el camino de semejante futuro, disponiendo y facilitando la entrada de España en la comunidad de los pueblos libres europeos. A través de ello, y también de su ejemplar conducta, ha adquirido su obra una dimensión histórica.
Justamente por ello, el Directorio de la Sociedad para la concesión del Premio Internacional Carlomagno de la Ciudad de Aquisgrán ha decidido unánimemente adjudicar a Vuestra Majestad el Premio Carlomagno del año mil novecientos ochenta y dos.
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