Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 43
SUMARIO

Consejo de Estado

1. PALABRAS PRONUNCIADAS POR EL PRESIDENTE DEL CONSEJO DE ESTADO

El Consejo de Estado, en su versión eminentemente hispánica, tiene como nota definitoria esencial la limitación del puro decisionismo personal o político en el ejercicio del poder, mediante el recurso al diálogo en forma de consulta o parecer ilustrado

Señor Vicepresidente del Gobierno,
Señores Presidentes de las Cortes y del Senado,
Señores Ministros,

Señores Consejeros,
Señoras y señores:

AI ocupar hoy este lugar es bien claro que ha llegado un día especialmente significativo para quien tiene el honor de dirigir la palabra a ustedes. Evoco y ofrezco una vida consagrada al trabajo y a la preocupación por la convivencia en paz de todos los españoles. Esta es, naturalmente, una ejecutoria que nadie puede irrogarse en exclusiva. Debo atribuir, por tanto, a la benevolencia del destino que esté tomando ahora posesión de tan alto cargo. Algo hay en el destino que escapa a las disponibilidades o previsiones de los hombres; pero en el caso presente, dejando aparte la intimidad de las motivaciones, ha mediado una decisión adoptada conforme al criterio y por la iniciativa de quienes legítimamente dirigen la acción política en el seno de nuestra sociedad constituida en Estado de derecho.

Es obligado, por ello, que dé las gracias, muy expresivas, al Gobierno de la nación española y señaladamente a su Presidente, don Felipe González, así como a su Vicepresidente, don Alfonso Guerra, que nos honra con su presencia y presidencia, por haber querido incorporar a las medidas y disposiciones con que ilusionadamente emprenden sus primeros pasos, a la vez firmes y prudentes, en la gobernación del país, el nombramiento de Presidente del Consejo de Estado discernido a un jurista que en cada día que transcurre ve la posibilidad, la exigencia y la esperanza de un orden social más justo.

Muchos sentimientos embargan mi ánimo en este acto realzado por las personas que congrega. Entre estos sentimientos figura el sincero aprecio que profeso a mi antecesor don Antonio Jiménez Blanco. Nuestra colaboración en la etapa constituyente me permitió descubrir y estimar sus dotes de jurista avezado. Ha desempeñado asimismo actividades políticas de vanguardia como portavoz de un grupo parlamentario. Pero desde que, con pleno merecimiento, fue designado Presidente del Consejo de Estado, supo estar en su sitio, por lo que si ahora, a petición propia, después del resultado electoral, abandona esta Casa, deja en ella el limpio recuerdo del deber cumplido con esmero.

A la satisfacción que me depara el nombramiento se une la de coincidir en la toma de posesión con el Director de la Real Academia Española de la Lengua, y en este concepto Consejero nato, don Pedro Laín Entralgo, que nos ha ofrecido en sus palabras el último brote del cada día más escaso saber humanista.

El Consejo de Estado es una institución que conozco desde dentro por mi anterior condición de Consejero. Las instituciones son sedimentaciones históricas forjadas y arraigadas en la experiencia tras largos recorridos en los que van acoplándose a las circunstancias cambiantes de los tiempos para enfrentarse con vigor —con el vigor de la cultura— a los giros del porvenir.

El Consejo de Estado, en su versión eminentemente hispánica, tiene como nota definitoria esencial la limitación del puro decisionismo personal o político en el ejercicio del poder, mediante el recurso al diálogo en forma de consulta o parecer ilustrado. Así como el Monarca medieval había de poner coto a su soledad y a su arbitrismo para escuchar la voz de la razón, así también, con las debidas diferencias, en el seno de la actual Monarquía Parlamentaria, última instancia integradora del poder emanado del pueblo y del pluralismo político, determinadas acciones de gobierno requieren la solicitud de una audiencia imparcial e institucionalizada.

El Consejo de Estado, en tanto que institución, tiene propia sustantividad y vida objetivada más allá de las personas que lo integran y de las formulaciones legales.

No obstante, las instituciones necesitan de sus intérpretes y realizadores. Pues bien, es preciso decir sin hipérbole que en quienes forman parte del Consejo de Estado brilla el espíritu de la institución y son sus realizadores en la práctica.

Me estoy refiriendo a todos sin excepciones: a los Consejeros, con su desapasionada sabiduría y su ponderado juicio, que tienen sus arquetipos en don Luis Jordana de Pozas y don José María Rovira Burgada; al Secretario general, de exquisito tacto y buen sentido; a los Letrados del Consejo, Cuerpo modelo por su formación y competencia en los dominios del saber científico y técnico, y a los funcionarios administrativos y auxiliares, así como a los subalternos y a cuantos, en fin, con unos u otros vínculos, hacen posible con su eficiente colaboración las tareas de este organismo.

Permítanme ustedes que diga, pues la ocasión es propicia, cómo ideas que tantas veces he mantenido acerca del modo de entender el derecho y la misión de sus intérpretes guardan correspondencia y están en armonía con la esencia del Consejo de Estado, por lo que encuentro una identificación estimulante, algo así como la sensación de hallarme en un lugar, muy elevado por el rango, pero dentro de la trayectoria de mi propio camino.

La dicotomía coacción/obediencia —la coacción como atributo del Estado y la obediencia como deber del individuo que si vulnera la norma se somete a la consiguiente responsabilidad— es un reduccionismo mínimo y último, insuficiente para expresar el total sentido del derecho. Constituye una explicación mecanicista y causal en exceso simplificadora. La dicotomía es cierta, no cabe duda; mas sólo como desenlace final, como situación límite, a modo de esquema sin la totalidad de los perfiles. Hay un largo íter entre esos dos polos (coacción, obediencia) que hacen indispensables las matizaciones.

El Estado dista hoy mucho de ser el mero generador de unas normas disparadas hacia sus súbditos que las acatan o las infringen. No; el súbdito es persona y ciudadano con derechos fundamentales anteriores al Estado, y el Estado es el primer sometido a las normas; creador y servidor de éstas, indisociablemente. Al margen y por encima del autoritarismo del Estado despótico y del mesianismo del Estado benefactor, como corrección crítica de uno y otro, se encuentra la equilibrada figura del Estado social y democrático de derecho acogida por nuestra Constitución.

El Derecho no queda reducido al aparato de la coactividad estatal. Es, más ampliamente, la estructura de la libertad y la igualdad de los seres humanos que a la vez se afirman como tales y construyen y comparten, sin pérdida de su individualidad, un común destino político. Por eso el derecho es también y sobre todo reflexión racionalizadora del orden, ética social del comportamiento, justicia, certeza y seguridad.

Ciertamente que sin el posible recurso a la coacción el derecho correría el peligro de desvanecerse y hasta perecer. Sin embargo, no hay que considerarlo alojado exclusivamente en ella. Es la última ratio, mas no la razón única de su existencia ni de su misión.

El ideal jurídico, lejos de venir expresado por el temor a las normas o por su radical imposición, lo encarna una constante voluntad de comprensión y de mutuos reconocimientos que resuelve la antítesis entre gobernantes y gobernados en virtud de la participación de todos en el ejercicio del poder, y procura la correcta realización de los preceptos conformadores de la conducta, deber que no sólo incumbe a los jueces, sino a cuantos intervienen en la aplicación del derecho, ámbito en el que, dentro de la sociedad industrial y tecnificada de nuestros días, juega un papel preponderante la Administración pública en sus distintas manifestaciones.

El Consejo de Estado aparece inserto precisamente en la que llamo dimensión racional y reflexiva del derecho.

Según la Ley por la cual se rige, que es desarrollo del precepto constitucional, culminación de aspiraciones y reconocimiento de una realidad, ejerce la función de supremo órgano consultivo del Gobierno con autonomía orgánica y funcional para garantizar su objetividad e independencia.

La naturaleza consultiva propia del ius dicere excluye la decisión, si bien tiende a conformarla. Aunque falta, pues, la participación del órgano consultivo en la producción del acto resolutorio final, se llega a él con el parecer jurídico cualificado que forma parte del acto administrativo.

Si conforme a la literalidad de la norma reguladora, la autonomía orgánica y funcional se reconocen como garantía de la objetividad y la independencia, éstas, sin embargo, no quedan agotadas con sólo ese alcance. Hay que pensar también en su significado intrínsecamente jurídico.

El Derecho, además del juicio por el que se da a cada uno lo suyo, es, en sí mismo considerado, algo de suyo, per se, con propia entidad. Aunque lo mueva la acción política, no es el dócil emisario de cualquier ideología. Aunque refleje una realidad social que lo condiciona, no es su copia servil, pues le incumbe un propósito de perfeccionamiento corrector de lo socialmente dado y un proyecto de cambio. Por más que el derecho lo interpretemos los hombres y en particular los encuadrados en determinadas profesiones, hay siempre en él un denso fondo colectivo y una compleja alteridad que impiden los personalismos.

La medida de la objetividad y de la independencia viene dada por la conformidad de lo sustentado, en ejercicio de la función consultiva, con la Constitución y las leyes.

La Constitución ha de ser considerada de modo preferente, ya que es parte esencial del ordenamiento jurídico y fundamento de todo él. Y la Constitución española de 1978, obra del Parlamento y del pueblo, es, por su actitud ante el derecho, ambiciosa y exigente.

En efecto, cuando la Constitución dice en el primero de sus artículos (ap. 1) que el Estado propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, no se limita a considerar el ordenamiento como un sistema cerrado de normas por sí mismas suficientes, sino que lo hace descansar sobre un sistema abierto a la luz de los valores. A la forma jurídica y a la realidad ontológica les sigue y completa un superior momento axiológico.

En consecuencia, el ordenamiento no se legitima exclusivamente dentro de sí y por sí en virtud de la corrección formal abstraída del contenido ordenador y de los fines; se legitima también por esa vocación, por ese llamamiento hacia donde trasciende. La voluntad democrática no es una omnímoda voluntad sin fronteras; hay, porque democráticamente lo hemos querido, votado y escrito, en ejercicio del poder constituyente, una orientación marcada por los bienes sociales y culturales constitucionalmente designados como inspiradores del ordenamiento jurídico.

Todo sistema de derecho es la versión de unos valores que determinan las pautas del comportamiento. Lo que diferencia y singulariza a nuestro sistema, tal y como aparece configurado en la Constitución, es que explicita los valores y Ies imprime una fuerza actuante que no se detiene en la formulación de las normas. Tras el momento enunciativo de éstas, acompañándolas, siguen en vigor los valores durante todo el curso de la vida del derecho. Porque en el ordenamiento, además de las normas, están los órganos que las crean y los que las aplican, los propios actos de aplicación, los sujetos afectados, las instituciones y las relaciones reguladas. Si bien el Consejo de Estado no llega a ser órgano constitucional pleno, sino de relevancia constitucional, lateral y complementario de los órganos propiamente constitucionales, según sostienen los especialistas, es indiscutible que forma parte del ordenamiento. Luego lo que dice la Constitución del ordenamiento lo predica del Consejo de Estado.

Dejando a salvo algunos textos grecolatinos, los emanados de la teología y del humanismo renacentista, los que son fruto del iusnaturalismo o los proclamados por la Revolución francesa, en el ámbito histórico de nuestros días, no recuerdo en las leyes de nuestra patria ni en las de otros países un énfasis tan idealista y esperanzador como el consagrado por el texto constitucional de España.

Las Constituciones de Italia y de Alemania, tras la severa derrota espiritual sufrida por el estricto positivismo de la ley esgrimido como arma de combate por los regímenes totalitarios, abrieron los ojos a la gran idea del respeto a la dignidad de la persona, pieza clave y raíz ética del orden jurídico.

Nuestra Constitución ha adoptado un criterio todavía más nítido en la línea superadora del formalismo jurídico vacío, proclamando, junto al respeto de la dignidad de la persona, la presencia actuante de unos bienes que son trasunto y protección de esa misma dignidad. La motivación profunda de esta respuesta creo verla, como legado de la tradición, en el mensaje universalista de Francisco de Vitoria que afirmó la igualdad del género humano sin distinción de pueblos, razas o religiones, y, como realidad presente, en el espíritu de paz y concordia que, por fin, une a los españoles.

Hasta ahora, la incorporación al juicio jurídico de un análisis valorativo era una opinable posición filosófica o metodológica. Ahora es un mandato constitucional. Y la Ley orgánica del Consejo de Estado previene que éste velará por la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico. Velar no es un estricto cumplir. Su originaria acepción de permanecer despiertos se traduce metafóricamente en prestar con atención un solícito cuidado a lo que se nos encomienda.

Por todo ello, la objetividad y la independencia se enriquecen en los matices. No basta con atenerse a la literalidad lingüística o a la coherencia lógica de los preceptos.

Según previsión expresa de la ley, el Consejo de Estado valorará los aspectos de oportunidad y conveniencia cuando lo exijan la índole del asunto o la autoridad consultante. Por aquí se introducen lo pertinente para el caso, el realismo de la equidad y el aparente apartamiento del dato textual para servir mejor a los fines.

Ahora bien, la valoración, sin perjuicio de esa faceta específica, tiene la más general de contribuir a la determinación del sentido de las normas. La indiscutible autoridad moral de que goza el Consejo de Estado no la ha conseguido a expensas de evasiones formalistas, sino por su preocupación por el fondo de los problemas. La Constitución propicia y fortalece esta directriz.

Señores Consejeros de Estado: Lejos de mi intención aleccionar a quienes tantas lecciones han dado. Pienso sin dogmatismos ni propósitos de imposición. Cuanto digo sólo pretende ser un punto de vista dentro del diálogo en un organismo colegiado.

Termino ya. Quisiera ser un Presidente que, sin notársele o notándosele lo menos posible esta condición, pudiera cooperar en lo que para muchos de ustedes es un viejo y noble oficio ejemplarmente desempeñado y para otros la emprendedora ilusión de la juventud. Para mí será nueva la tarea. La novedad estará, sí, en el cometido; no en las ideas ni en los fines con los que, desde ahora, desde antes, me considero identificado.

Mucho de lo que era en mí hasta ayer vida privada, reflexión crítica y convencimiento personal, a partir de hoy pasará a ser función pública, guía espiritual y fuente generadora del trabajo al que me dispongo con entereza de ánimo, en cumplimiento de los deberes del cargo.

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