El Consejo de Estado ha sabido ser fiel a sí mismo adaptándose en cada momento histórico a sus necesidades, y por esta fidelidad por sí mismo, constituye una expresión de la continuidad del propio Estado a través del tiempo
Excelentísimos, Ilustrísimos señores:
Al encontrarse en esta Casa, muy especialmente en este salón de sesiones que preside el retrato del Emperador Carlos V, es imposible sustraerse a la tradición de este supremo órgano consultivo.
Es precisamente Carlos V el que, en mil quinientos veintiséis, crea el Consejo de Estado, que es uno de los afluentes históricos de vuestra secular historia.
Una historia y una tradición que se mantiene viva hasta hoy a través de una continuidad personal singularmente encarnada por la Corporación de los Consejeros y por el Cuerpo de Letrados del Consejo de Estado, que, en una admirable simbiosis, expresan el recuerdo de un pasado que llega hasta nuestros días a través de vuestro modo de proceder y de aparecer.
Sin embargo, esta evocación de aspectos tradicionales nada tiene que ver con una mera nostalgia de un pasado ya muerto, o con una simple retórica de la que hay que hacer uso por no poder encontrar en la Institución perspectivas de futuro. Muy al contrario, la tradición está llena de un contenido que se proyecta hacia adelante porque es el antecedente de un ininterrumpido servicio al derecho y al Estado. El Consejo de Estado ha sabido ser fiel a sí mismo, adaptándose en cada momento histórico a sus necesidades, y por esta fidelidad por sí mismo constituye una expresión de la continuidad del propio Estado a través del tiempo.
Este legado histórico lo recoge la Constitución, calibrando toda su trascendencia, al expresar en su artículo ciento siete que «el Consejo de Estado es el supremo Órgano consultivo», precepto cuyo desarrollo ha tenido lugar al aprobarse la Ley orgánica tres/mil novecientos ochenta, de veintidós de abril. Tal renovación del Estatuto orgánico del Alto Cuerpo Consultivo coloca a éste en un nuevo momento histórico, literalmente crucial, que en estos días coincide con un cambio del Gobierno que expresa la libre decisión manifestada por el pueblo español, en quien reside la soberanía nacional.
En esta nueva situación para España, el Gobierno se propone mantener y desarrollar ante su Supremo Organo Consultivo, una auténtica política de Estado, sin el menor asomo de sectarismos y de imposiciones y con pleno respeto a su autonomía e independencia mediante las que se asegura su objetividad. Sin embargo, esta delimitación de esferas no excluye el que exista lugar para sostener la esperanza de que es factible y fácil encontrar una colaboración sincera y total.
A tenor del artículo noventa y siete de la Constitución, el Gobierno dirige la política y la Administración y además ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria.
Por su parte, al Consejo de Estado le corresponde ejercer la función consultiva velando por la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, apreciando la legalidad y la constitucionalidad de los proyectos que se someten a su consulta y valorando también los aspectos de oportunidad y conveniencia; preceptos bien conocidos de la Ley Orgánica y de su Reglamento detallan con precisión el alcance de estas atribuciones.
Las funciones del Gobierno y del Consejo de Estado delimitan un terreno tangente y a veces secante de interrelación entre el Alto Cuerpo Consultivo y el Consejo de Ministros. El Gobierno, sin renunciar a sus responsabilidades exclusivas propias, piensa en este terreno hacer uso de la potencialidad institucional y humana del Consejo de Estado para hacer frente a una serie de retos que nuestro país tiene ante sí.
Es urgente, en primer lugar, culminar en términos políticos y jurídicos la autodefinición de Estado que resulta del artículo ciento cuarenta y nueve de la Constitución y de sus concordantes. Esta operación no admite demoras injustificadas porque es el punto de partida de una claridad y de una seguridad jurídica que han de articular de manera precisa y detallada la inequívoca conexión existente entre el Estado y la soberanía nacional.
Es urgente también, en segundo lugar, culminar el proceso de construcción del Estado de las Autonomías, con todo el respeto que merecen las Comunidades Autónomas como entidades que detentan unos poderes políticos, pero, asimismo, con el mayor rigor jurídico que evite innecesarios conflictos, inoportunas zonas de oscuridad, e inseguridades permanentes de delimitación de esferas de responsabilidad propia y de colaboración común. La segunda fase del proceso autonómico que ha de traducirse en el amplio acuerdo institucional al que se refería el Presidente del Gobierno en su discurso de investidura ante el Congreso de los Diputados, exige una articulación jurídica muy precisa que invita a un esfuerzo de imaginación y que compromete la actuación de este Consejo de Estado, dentro de la cual debe ser un componente principal.
En tercer término, la reforma de la Administración del Estado constituye un compromiso fundamental que el Gobierno ha asumido ante la sociedad española. Para nosotros la reforma no es un simple tópico, sino una expresión cargada de contenido: por un lado, hay que saber acertar en la tarea de reconstruir la Administración del Estado resultante de un proceso de transferencias que debe repercutir en su configuración y funciones. Por otro lado, y aun haciendo abstracción de lo que acabo de decir, el desarrollo de la Constitución exige promulgar unas leyes ya anunciadas que incidirán decisivamente sobre los comportamientos y actuaciones de la Administración del Estado. Don Niceto Alcalá Zamora, ilustre Letrado de esta Casa, decía que el Consejo de Estado era «escuela de buena administración y observatorio de la mala»; esta acertada sentencia es el mejor argumento que puede esgrimirse para traer a este Organismo determinados proyectos del Gobierno que exigen sabiduría jurídica y experiencia en asuntos de Administración.
Por último, en un horizonte inmediato, el ordenamiento español va a encontrarse con el desafío que supone la integración en las Comunidades Económicas Europeas, cuyo derecho supranacional se aplicará inmediatamente en nuestro país, debiendo estar preparado el instrumento de adaptación en nuestras normas al nuevo sistema jurídico en el que España ha de integrarse. Junto a las competencias preceptivas que en este ámbito se derivan de los artículos veintiuno y veintidós de la Ley Orgánica de veintidós de abril de mil novecientos ochenta, el Gobierno quiere hacer uso del saber jurídico de esta Institución para acertar en el proceso de adaptación al que acabo de referirme.
En todos estos campos corresponde al Consejo de Estado una doble función.
De un lado, como asesor supremo del poder ejecutivo, ha de abrir vías imaginativas para responder a la porción de problemas que están incluso ya planteados y que van a plantearse en un futuro inmediato, constituyendo un elemento que coadyuve a la definición del Estado y a la armonización de sus relaciones con otros poderes públicos.
Pero, por otro lado, le corresponde también la tarea de detectar por sí mismo importantes problemas, haciéndolos llegar al Gobierno a través de su Memoria anual, y proponiendo en consecuencia las observaciones sobre el funcionamiento de los servicios públicos y las sugerencias de disposiciones generales y medidas a adoptar para el mejor funcionamiento de la Administración que, para cada caso, se precisen.
El Gobierno tiene la seguridad de que el Consejo de Estado, ante este abanico de cuestiones, va a saber estar a la altura de lo que del mismo se espera, en estrecha correspondencia con lo que ha sido su tradición.
Esta seguridad no es producto de un voluntarismo ni de una inconsciencia; muy al contrario, descansa en unas certidumbres evidentes.
La primera es la acreditada altura científica y la comprobada profesionalidad de los Consejeros y Letrados, quienes, como hombres que han hecho del servicio al Estado su honor personal, sabemos que van a poner su experiencia al servicio de sus funciones con la lealtad individual que los distingue.
La segunda deriva de los frutos que ya han rendido los casi tres años de aplicación de la vigente Ley Orgánica, que ha supuesto un paso adelante en la reafirmación de las competencias consultivas y cuyos resultados son evidentemente positivos.
La tercera descansa en las calidades de todo orden que distinguen al nuevo Presidente, con cuyo nombramiento se ha querido dar y se ha dado estricto cumplimiento al artículo seis de la Ley Orgánica al haber elegido a un jurista de reconocido prestigio y experiencia en asuntos de Estado. La obra emprendida por su antecesor va a ser profundizada y continuada en esta nueva etapa.
Por todo lo que he dicho, comienza un nuevo período en la gobernación del Estado presidido por la ilusión de que cada uno de sus servidores y cada una de sus instituciones entregue lo mejor de su actividad al servicio de una España que también va a ser mejor por ser más justa, más libre y más solidaria.
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