Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 44
SUMARIO

Los Reyes en América

4. URUGUAY. BRASIL. VENEZUELA: PREMIO «SIMÓN BOLÍVAR»

LOS REYES EN VENEZUELA: PREMIO SIMÓN BOLÍVAR

Al asumir íntegramente hoy el legado de la historia común, comprometo también mi fidelidad a ese mensaje de libertad, justicia y paz en la mente de los hombres y en la vida de los pueblos que nos legara Bolívar. Primero, a los hombres y países que componen esa comunidad a uno y otro lado del Atlántico y, por extensión, a toda la humanidad

DISCURSO DE S. M. EL REY EN EL PANTEÓN DEL LIBERTADOR SIMÓN BOLÍVAR

Caracas, 24 de julio de 1983

Nos encontramos reunidos para rendir homenaje a la memoria de Simón Bolívar en el doscientos aniversario de su nacimiento.

Cuando la obra de un hombre trasciende en dos siglos a los años en que vivió, podemos afirmar que esa obra es ya definitivamente histórica e histórica es, efectivamente, la obra de Bolívar.

Y si lo es y su memoria sigue viva en nosotros es porque, como en toda historia verdadera, algo, o mucho de ella, sigue todavía vigente.

Simón Bolívar fue ante todo un hombre de su tiempo. Un tiempo en el que un universo nuevo de ideas filosóficas y sociales conmueve los fundamentos mismos del antiguo régimen.

La profunda revolución política que se lleva a cabo en nombre de las libertades motivará, en primer lugar, la guerra de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica y, en segundo lugar, la Revolución Francesa.

La historia del hombre occidental es una larga marcha hacia la conquista de la libertad.

Los tiempos han ido añadiendo en ese combate, siempre inacabado, nuevas y más profundas dimensiones a la libertad.

Para el hombre del siglo XVIII la libertad se despliega en un conjunto de libertades concretas. Son esas libertades, que ahora todos conocemos, porque desde aquel momento habrían de figurar en el frontispicio de los textos constitucionales.

Simón Bolívar, como hombre de su tiempo, combate por el triunfo e implantación de esas libertades. Su pugna incansable se inicia en el momento mágico del «juramento del Monte Sacro» y sólo termina en el instante de su muerte en Santa Marta.

Antes de él, en el antiguo régimen, el español de acá o de allá del Atlántico había gozado de libertades y derechos. El Estado del antiguo régimen reconocía derechos y asignaba obligaciones a sus súbditos, pero como en todo régimen jerárquico y estamental, esos derechos se gozaban en proporción desigual y los deberes se exigían en desigual medida.

Conforme avanza el siglo XVIII, el hombre se irá sintiendo cada vez más tiranizado, porque no acepta esa desigualdad y comienza a identificar libertad con igualdad.

Sólo la igualdad ante la ley hace a los hombres libres. Y sólo existirá esa igualdad ante la ley si todos contribuyen a hacer la ley.

Así, la libertad deja de ser entendida como la limitación que el individuo pone a la codicia del poder, para pasar a ser vivida como la participación del ciudadano en la gestión del Estado. Desde entonces las libertades exigirán la democracia como marco necesario para su ejercicio. Deseo repetir, como las repetí el doce de octubre del pasado año, las palabras que Octavio Paz pronunció con ocasión de recibir el Premio «Cervantes» en Alcalá de Henares, el veintitrés de abril de mil novecientos ochenta y dos: «Aunque libertad y democracia no son términos equivalentes, son complementarios; sin libertad, la democracia es despotismo; sin democracia, la libertad es una quimera.»

Por eso estamos obligado a afirmar una y mil veces que no es posible la democracia sin libertad, ni la libertad sin democracia.

Y hemos de afirmar también que esas libertades podrán no ser suficientes al desarrollo democrático, pero nunca dejarán de ser necesarias.

Decía, señores, que por esas mismas libertades luchó Bolívar y al hacerlo dio expresión a la realidad que ya era —y sigue siendo— la nuestra.

Al decir que era la nuestra, me refiero a la evidencia de que, al mismo tiempo que en América, otros hombres en España iniciaban un combate igual y paralelo.

Combate que allá y acá habría de implicar un largo y dolorosísimo rosario de enfrentamientos.

Algunos no supieron o no quisieron comprender que la vigencia del antiguo régimen ya no era posible, cegados tal vez por el brillo de su grandeza, porque la empresa española en América fue una de las acciones políticas de más considerable magnitud que el hombre haya diseñado en todos los tiempos.

Otros negaron, ofuscados por las innegables sombras, uno de los más elementales derechos políticos de los pueblos: el saber asumir el pasado. Este, si nos negamos a asumirlo, pretende siempre retornar como presente, originando una espiral histórica de dramáticas consecuencias.

Si la lucha igual y paralela que los españoles de la península emprendieron hubiera triunfado a su debido tiempo, la historia de nuestros pueblos hubiera sido escrita de otro modo.

Impresiona leer estas palabras de Bolívar a Fernando VII, escritas en mil ochocientos veintiuno: «Es nuestra ambición ofrecer a los españoles una segunda patria; pero erguida, no abrumada de cadenas.»

Y es curioso comprobar que al dejar de vivir bajo una misma soberanía España y las naciones hispanoamericanas, es cuando más se asemejaron en sus destinos históricos.

Durante más de un siglo nuestras naciones han sufrido una misma suerte escrita con dolor, humillaciones y subdesarrollo. Nunca nuestros sentimientos estuvieron más cercanos y nuestros hombres y mujeres se comprendieron más hondamente.

Símbolo y resumen de esa aproximación fueron esos millones de emigrantes españoles que en ese tiempo llegaron, con sus esperanzas abiertas, a vuestras tierras, viendo en ellas, como dijera Ortega y Gasset, más que la tierra prometida, la tierra promisora.

Nuestra gratitud es inmensa a quienes supieron callada y modestamente dar ejemplo de laboriosidad y de lealtad.

Tal vez, sin saberlo, no hicieron sino cumplir la profecía de Simón Bolívar, aceptando la oferta que se Ies hacía generosamente de una segunda patria.

Los enfrentamientos fratricidas, las divisiones, los odios y la miseria venideros, supo preverlos Simón Bolívar y constituyeron la amargura de sus últimos años. Pero también supo discernir dónde estaba el remedio. La solución sólo podía ser una: unidad.

Escuchemos sus palabras: «Seguramente la unión es la que falta para completar la obra de nuestra generación.»

La unión era el medio de realizar sus fines políticos: «Es una idea grandiosa —escribe— pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse.»

La unión es la gran enseñanza bolivariana y la gran tarea cuya consecución se ofrece a nuestra generación.

Y esta unidad debe ser asentada en tres planos. El primero, el cultural; constituye el substrato de todo lo demás. Esa última realidad que es la cultura común, asegura la virtualidad del empeño.

En ese plano cultural, España se siente irreversiblemente inserta en la Comunidad Iberoamericana de Naciones, porque en ella ve reflejado su origen y dibujado su horizonte.

Pero vemos que esos lazos culturales, por sí solos, son poco eficaces para hacer frente al reto histórico.

Es necesario un proyecto de unidad en el plano económico. Todos los programas de integración económica señalan los medios y los objetivos. En uno de esos proyectos integrado-res, en el que puso en marcha el acuerdo de Cartagena, y que agrupa precisamente a los países bolivarianos, vemos fructificar la semilla fecunda, plantada por el Libertador.

Sólo la unidad económica puede ofrecer la garantía del éxito y asegurar los derechos de los pueblos iberoamericanos.

España, que por imperativos geográficos pertenece sustancialmente a otra área económica, se ha comprometido a apoyar esos derechos y cree que su ingreso en la Comunidad Económica Europea le permitirá hacerlo con toda eficacia.

La unidad política constituirá el plano último en el que Iberoamérica asiente una de las estructuras políticas que está llamada a transformarse en gran protagonista de la historia universal del próximo futuro.

Sólo con una concentración de las hasta ahora dispersas fuerzas políticas, será posible evitar los dolorosos acontecimientos que, como el vivido dramáticamente el año pasado, conmueven a la conciencia hispanoamericana.

Pero no cabe el propio engaño ni hacer que nuestro deseo vuele tan por delante de la realidad que siga siendo un sueño. No podemos seguir hablando del sueño de Bolívar. Esa realidad nos recuerda todos los días que aún hay enfrentamientos, divisiones y miseria.

El derecho internacional de América, que se nutre del pensamiento bolivariano, reconoce y proclama los principios de proscripción del uso, o de la amenaza del uso, de la fuerza; del no reconocimiento de las anexiones territoriales, resultado de la guerra; de la ilicitud de aplicaciones de medidas económicas o de cualquier

otra índole para coaccionar a un Estado y de la necesaria solución pacífica de todos los conflictos o diferencias internacionales.

¡Qué mejor homenaje al Libertador, en este segundo centenario de su nacimiento, que aplicar y hacer vivir estos principios que son hoy los principios universales de derechos de gentes!

El derecho de gentes nació prácticamente como meditación de los teólogos españoles, en respuesta a los problemas suscitados por el Descubrimiento de América.

La mejor celebración del V Centenario del Descubrimiento sería pasar de la declaración abstracta de esos principios a su utilización concreta y viva, de forma tal, que todos los conflictos existentes en la actualidad que no conocen un procedimiento de solución pacífica o aquellos otros que están sometidos a un proceso de arreglo, entrasen en un camino cierto de encauzamiento y progreso, de manera que en mil novecientos noventa y dos todos ellos se encontrasen definitivamente solucionados.

Vale la pena, con la ayuda de Dios, hacer el intento.

Sería el comienzo de la paz y de la unidad de América.

Sería el cumplimiento de la herencia de Simón Bolívar, el Libertador.

DISCURSO DE S. M. EL REY AL RECIBIR EL PREMIO «SIMÓN BOLÍVAR»

24 de julio de 1983

Con la misma emoción y respeto con que esta misma mañana deposité mi ofrenda ante el panteón de Simón Bolívar, acepto hoy de vuestras manos el Premio Internacional que lleva el nombre del Libertador.

Quiero comenzar expresando mi especial satisfacción por el alto significado de solidaridad que encierra el haber unido, bajo el símbolo bolivariano de este primer Premio Internacional, a quien, prisionero, asume el dolor de un enorme sector de la humanidad que clama por la libertad y la justicia, y al que ha heredado la gloria, la responsabilidad y el riesgo de iniciar la nueva andadura de un país como España, encrucijada de tres civilizaciones.

Al testimoniaros mi agradecimiento por este Premio, señor Presidente de Venezuela, señor Director general de la UNESCO, quiero también hacerlo extensivo al ilustre jurado que lo propuso.

Y lo extiendo asimismo al amplio y plural grupo de gobiernos, de instituciones y personalidades que —más en homenaje a España y al pueblo español que a mi persona— ha respondido a los sentimientos íntimos y profundos de ese mismo pueblo, suscitando y apoyando la simbólica asociación de la Corona con el nombre de Simón Bolívar.

Culminan hoy, sin agotarse, las ceremonias y solemnidades que han marcado a este año como el del bicentenario del nacimiento del procer, personificación de todas las ansias de libertad y justicia de este continente, compendio hoy en el suyo de todos los nombres de los demás libertadores, de los demás luchadores americanos. Se consagra así el reconocimiento del alcance universal de su obra y de su personalidad.

Con el recogimiento que exige esta ocasión y la serenidad de quien recibe una distinción en que se decantan doscientos años de esperanzas y frustraciones, aparentemente distantes pero paralela e íntimamente compartidas, quisiera poder contribuir a tomar conciencia de lo que el nombre de Simón Bolívar evoca, no sólo como símbolo universal, sino también como ejemplo humano.

Todo español que viene a América —dije en una ocasión para mí memorable— siente que en ella encuentra sus raíces. Todo español, por ello, tiende a reconocer, en los grandes hombres que la representan, el espíritu de la estirpe. Un espíritu basado, más que en identidades o diferencias de raza, en tareas comunes y siglos de convivencia.

Simón Bolívar es para nosotros, ante todo, la figura que resume con carácter egregio lo más positivo de aquellos forjadores de nuestra historia común.

No es difícil descubrir la solidaridad con aquella historia, la conciencia americana y española presente en los grandes movimientos de emancipación.

Muy vivamente lo expresaban en mil ochocientos once los firmantes del Acta Solemne de Independencia de la Confederación Americana de Venezuela, al señalar, como uno de sus fundamentos, los agravios causados «a todos los descendientes de los descubridores, conquistadores y pobladores de estos países, hechos de peor condición por la misma razón que debía favorecerlos».

Por ello, al recordar al hombre-Bolívar, enraizado en su pasado español, pudo decir Miguel de Unamuno que el alma de Bolívar «era de todos, que creó patrias y que, enriqueciendo el alma española, enriqueció el alma de toda la humanidad».

Profundamente instalado en la realidad de su tiempo, en el que se desploman las estructuras del antiguo régimen y con él la fecunda utopía de la Monarquía hispánica, comulgará en lo esencial Simón Bolívar con las ideas que animaron a gran parte de sus contemporáneos, algunos de ellos adversarios en el campo de batalla, mientras se trataba, también en la península, de constituir una sociedad nueva, manteniendo vivo y más libre el cuerpo de las dos Españas.

El precursor Francisco de Miranda saludó a la Constitución de Cádiz como «el más importante monumento jamás dado por la metrópoli en beneficio del continente americano». Pensaba, en efecto, que ofrecía la posibilidad de que «un acuerdo pacífico reconciliase a americanos y españoles para que en lo sucesivo formasen una sola sociedad, una sola familia y un solo interés».

El admirable esfuerzo de aquellas Cortes de mil ochocientos doce, refrendado por cuarenta y nueve diputados americanos de todas las latitudes y orígenes y entre cuyos nombres peninsulares y criollos aparece la firma del peruano Dionisio inca Yupanqui, inspiró muchos de nuestros textos fundamentales y vivifica hoy todavía con su savia la Constitución española de mil novecientos setenta y ocho.

Tampoco Bolívar es historia pasada.

Un examen de conciencia colectivo nos obliga a descifrar el mensaje permanente para el futuro, que su vida, tan breve, y su obra, altísima e inacabada, ofrece a los hombres de hoy.

La extraordinaria originalidad del pensamiento bolivariano, y en la que posiblemente radica el secreto de su fuerza movilizadora, es la conjugación del espíritu de libertad y de la idea nacional, incipiente todavía en Europa e inexpresada en el continente americano.

Un paso más, en el que se combinan su intuición y su realismo, a pesar de la apariencia utópica del proyecto, le lleva a la concepción de la patria grande.

Este es el sentido que contiene la Carta de Jamaica, de la que hoy también España se siente destinataria.

Se trata, nada menos, que de la libertad en la unión, que, en palabras del propio Simón Bolívar, «no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos».

Importante es también el sentimiento de la justicia que subyace en toda la obra y la vida del Libertador, no sólo cristalizado en proyectos y realizaciones constitucionales, como los de Colombia y Bolivia, en los que se articulan las instituciones heredadas sobre nuevas bases fundadoras de un Estado de derecho, sino también en el espíritu que anima a sus disposiciones para el reparto de tierras entre los campesinos, las medidas contra la usurpación de derechos y caudales del Estado y la tenacidad en garantizar los derechos de todos a la educación, como base esencial de la convivencia ciudadana y de la paz social.

Fue esta paz en la libertad y la justicia la que persiguió denodadamente el Libertador.

«Hizo la guerra —como Unamuno recordaba, al comparar a Bolívar con Don Quijote— para fundar la única paz durable y valedera: la paz de la libertad.»

Propugnó así, en Angostura, como pieza esencial de un nuevo e ideal orden constitucional, la instauración de un poder moral compuesto de dos Cámaras: la de Educación y la de Moral, cuya finalidad última era justamente la de situar en un plano prioritario de las acciones del Estado, aquellas tendentes a la perfección moral y a la instauración de la paz en el Derecho.

Nos legó también Bolívar, insisto, un ejemplo como hombre, al poner enteramente su persona al servicio de su obra. Fue un hombre entera y radicalmente honesto, y, como destacaba otro americano, José Martí, «después de defender, sobre todo, el derecho de América a ser libre, murió del pesar del corazón más que del mal del cuerpo: murió pobre y dejó una familia de pueblos».

Al asumir íntegramente hoy el legado de la historia común, comprometo también mi fidelidad a ese mensaje de libertad, justicia y paz en la mente de los hombres y en la vida de los pueblos que nos legara Bolívar. Primero, a los hombres y países que componen esa comunidad a uno y otro lado del Atlántico, y, por extensión, a toda la humanidad.

Si sabemos ser fieles a tal legado, será éste un feliz, gozoso y prometedor reencuentro.

Nuestro futuro, en que tantas cosas podremos hacer juntos, no se apoya ni en la nostalgia ni en el rechazo del pasado, sino en una profunda solidaridad con los pueblos de este continente, que nos hace vivir muy de cerca sus problemas más acuciantes, sean los de su independencia política y económica, los de su desarrollo o los derivados de sus ansias de una mayor justicia social.

Pero, como he dicho ya alguna vez, la historia es siempre universal y la historia siempre es futuro.

Las diferencias de intereses y criterios, que afectan tanto a los pueblos como a los hombres, sólo se pueden unificar en la esperanza.

Desde la variedad de los pueblos de España, desde el respeto a la complejidad de esta América que tan claramente supo percibir Simón Bolívar, yo os quiero decir que España, los españoles y su Rey, estamos con vosotros en esa esperanza.

Complejos y diversos son nuestros problemas.

Dentro del propio continente y sobre un origen común, sobre una lengua y una cultura comunes, compartidas por España, se combinan las más diversas situaciones, como círculos diversos, unas veces concéntricos, otras tangentes, que componen una espléndida rosa, complicada, conflictiva, pero prometedora.

Lo han dicho autorizadas voces americanas: estamos llamados, como grupo de países, a desempeñar un papel de mediadores en la sociedad universal entre el Norte o Centro industrializado y el Sur o periferia, rico en recursos, pero trabado en compromisos y en tensiones, ya sean surgidas en el propio seno de nuestras sociedades o provocadas desde fuera.

Gran parte de los habitantes de nuestro planeta vive sacrificada por los inexorables mecanismos de la economía a niveles de vida, de miseria material y degradación de su condición humana.

Todos esperamos que algún servicio pueda prestar a la transformación de esa realidad, no sólo la puesta en marcha del potencial humano y la movilización de los recursos económicos de nuestra comunidad, sino también el soplo espiritual que inspiró al Libertador y a la obra que se inició hace poco menos de quinientos años, alumbradora con dolores y gozos de un nuevo mestizaje y de la esperanzadora empresa que es Iberoamérica.

No creo que nuestra comunidad pueda estar ajena a lo que ocurre, no ya dentro de su seno, sino en el amplio y vecino mundo.

«Hay otro equilibrio que nos importa a nosotros —dijo Bolívar—: el equilibrio del universo. Esta lucha, la lucha por la libertad, no puede ser parcial de ningún modo, porque en ella se cruzan intereses esparcidos por todo el mundo.»

La libertad, como ha dicho Su Santidad el Papa Juan Pablo II, «se mantiene como una lucha y se paga con todo el ser».

Sólo podemos encontrar nuestra libertad en la libertad de los otros.

No puede llamarse libre quien fundamente su libertad sobre la opresión de los demás.

Por eso, a la vez que reitero mi satisfacción, reitero hoy la decisión de España, de su Rey y de su Gobierno, de continuar prestando destacada atención a los problemas de Africa y de apoyar activamente las justas causas africanas a todos los foros, y muy especialmente la libertad total del continente y la lucha contra el «apartheid», que el pueblo español rechaza como un agravio a la dignidad del hombre.

«Donde duerme Bolívar cabe un mundo», escribió el político español Emilio Castelar.

Ojalá quepa un mundo también en los ideales de paz, de justicia y de libertad que presiden hoy los afanes del Gobierno de Venezuela, de todos los países de nuestra comunidad y de la UNESCO, que desempeña tan altas tareas en las más sensibles regiones del espíritu y de la vida humana.

Simón Bolívar, que sufrió antes y después de recibir todos los honores y las glorias del nuevo orden que con su esfuerzo se empeñó en construir, estaría hoy muy satisfecho de que su nombre continúe unido a los que sufren por la esperanza de la justicia y de la libertad.

Por mi parte, como Rey de España, seré fiel al compromiso que hoy he asumido, y deseo fervientemente que este premio a la esperanza consagre una realidad en marcha, a la que, con todos los españoles, estoy dispuesto a aplicar mis esfuerzos.

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