Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 1
SUMARIO

El Estado y las Fuerzas Armadas

2. EL PODER MILITAR COMO ORIGINARIO DEL PODER POLÍTICO

El estudio comparado de las FAS y del Estado tiene un evidente encuadre histórico. Particularmente, debe situarse en el marco de las condiciones que dieron lugar al nacimiento del Estado moderno, Las razones son obvias: es justamente en esa forma política y en sus transformaciones donde radica la comprensión de las ideas de las FAS y del Estado tal como han llegado a nuestros días.

Pero la idea del Estado moderno como ente soberano, tardó mucho en configurarse. En la realidad histórica, se trata de una idea consustancial al Renacimiento, y en la doctrina sólo queda perfilada la idea de soberanía estatal en Bodino, a finales del siglo XVI.

Con anterioridad, las ideas de FAS y del Estado responden a conceptos difusos y, a veces, confusos. Incluso, cabe afirmar que, en su origen, el Estado y las FAS son dos conceptos similares, porque históricamente el poder militar se nos presenta como originario o germinal respecto del poder político.

Una breve ojeada retrospectiva nos permitirá confirmar el anterior aserto.

En efecto, el Estado nace por la necesidad de organizar una defensa en común. Tucídides afirmó que «un Estado es una sociedad en la cual cesa para los hombres la obligación de tomar las armas para su propia defensa». Esto es, la defensa en común de un grupo por unas FAS que hacen innecesaria la defensa privada de los ciudadanos por sí mismos, es la aparición de la primera función o finalidad social que justifica el nacimiento histórico del fenómeno estatal.

Producidos los primeros asentamientos de población, subsiguientes al abandono de la vida nómada y errante, las primeras tribus fijadas de modo estable en el territorio tuvieron necesidad de construir recintos fortificados para defenderse en caso de peligro de las incursiones y racias de las tribus de pillaje. «En estos recintos fortificados —asegura Hauriou—, por más que la permanencia de la población refugiada no fuese de larga duración, era necesario un poder que mantuviera el orden. Tal será un poder militar. Habría allí un jefe del campo, un comandante de la fortaleza. Sin embargo, su poder será a la vez militar y civil, porque existirán también personas no combatientes, mujeres y niños. En suma, este será el régimen del estado de sitio en una plaza realmente sitiada.»

Y así, el régimen de Estado es muy verosímil que haya nacido del estado de sitio, que es hoy excepcional, y está reconocido en nuestra Ley de Orden Público como «estado de guerra», pero que, durante mucho tiempo, ha sido el régimen político habitual.

El jefe militar de la ciudad llegará a ser permanente; tal será el primitivo rey. A sus poderes de jefe militar hay que añadir atribuciones religiosas, porque el recinto del oppidum estaba sin duda consagrado a los dioses; hay que añadir también atribuciones más humildes de policía, por ejemplo, la de velar por la seguridad de las casas de la ciudad mientras los habitantes estaban en los campos. He aquí cómo la fundación militar de la ciudad ha originado las primeras manifestaciones de estructura política estatal.

El más prototípico ejemplo de organización política de base esencialmente militar se halla en Esparta, que, por lo demás, dotó de grandes virtudes castrenses a las FAS de todos los tiempos. Realmente, en aquellas ciudades-estado de la antigüedad clásica, el poder militar y el civil aparecen unidos y confundidos, y eran el principal soporte de la convivencia social. Aquellas ciudades-estado eran una especie de refugios fortificados, eran verdaderas plazas, o estados militares.

Se me ocurre apuntar que algo análogo sucede con el fenómeno de la guerra, según ha sido entendido por un sector de pensamiento en el campo de la filosofía y sociología política.

En sus orígenes, el acto bélico —no el acto vandálico, sino el verdadero acto de guerra—, tiene una virtualidad, posee una eficacia organizadora única. El acto bélico es el motor que eleva a unidad de pueblo lo que en sus orígenes sólo fueron hordas. La guerra es el primer esfuerzo organizado de la humanidad para ganar la paz. Ulteriormente, todo pueblo en paz precisa mantener la organización necesaria para prevenir la siempre posible guerra. Por eso, paz y guerra no son extremos excluyentes, sino que se articulan en la relación de medio a fin. La guerra es un acto reflexivo y dinámico del cuerpo social para la defensa perentoria de la paz. La guerra agresiva, la guerra «per se» no conectada a la idea de conquista de un orden y de la paz, es históricamente irresponsable: es una verdadera frustración cultural.

Es justamente por eso —y es ahí donde quería ir— por lo que en una situación de violencia agreste y precivil no podría hablarse auténticamente de guerra. Porque al igual que la política es organización de la convivencia, la guerra no puede entenderse como una lucha anárquica y tumultuaria, ni el sujeto de la guerra es el guerrero aislado, sino el grupo social políticamente organizado. De ahí que la guerra postule como condición indispensable la paz y solidaridad interior del grupo que la soporta; y este grupo no puede ser otro que el Estado. Este Estado podrá ser todo lo rudimentario que se quiera, pero en todo caso ha de ser un grupo social asentado en un territorio y organizado jerárquicamente por un poder que en la mayor parte de los casos, y por supuesto, en sus orígenes, deberá ser de naturaleza militar.

Los milites, los guerreros, serán los primeros detentadores del poder político en la historia de la humanidad. Los primeros reyes serán irremediablemente los militares victoriosos. La historia que se enseña en la escuela es normalmente una mera secuencia de hechos militares y bélicos, y ninguna gran decisión política de dimensión histórica ha dejado de tener algo que ver con la milicia y las Fuerzas Armadas.

Cierto que en la actualidad la sociedad política es mucho más compleja y diferenciada que antaño, en que lo militar y lo político estaban prácticamente confundidos. Sólo el genio de la antigua Atenas y de la vieja Roma supieron crear, respectivamente, las condiciones filosóficas y jurídicas precisas para que el poder político y el poder militar se diferenciaran con una clarividencia ejemplar. Sus configuraciones son muy similares a las que ulteriormente señalaremos para el Estado moderno.

Pero entre tanto sobrevino la Edad Media con su primacía de lo espiritual y sus poliarquías feudales difuminadas. Pero en verdad, lo que ocurrió con el ejercicio del poder en la Edad Media fue que se concretó en puras relaciones personales de fuerza. El poder de hecho será siempre una verdadera fuerza física, un poder de naturaleza táctil que precisará una visualización inmediata. La voluntad del que manda sólo será vinculante en la medida en que se halle apoyada en un poder militar, sin que esta actitud física y psicológica se viese afectada por la presencia latente del derecho romano ni por la misma presencia de la Iglesia, mucho más institucionalizada en sus estructuras.

Las consecuencias de esta actitud, si se unen a un régimen económico de trueque y a la falta de comunicaciones, no podían ser más que estas dos: 1) La profunda personalidad política adquirida por la tierra. 2) La tendencia a la militarización no sólo de la tierra, sino de las propias funciones públicas, de los cargos.

Los monarcas absolutos del Renacimiento habrán de empezar por una integración de sus dominios. No en balde, y sin un deje de ironía, Friedrich los ha calificado como «reyes campesinos», «labradores sedientos de tierra».

Constituye un hecho sobradamente conocido que el Estado Moderno no es sino el resultado de la profunda convulsión espiritual supuesta por la superación de las formas de vida medievales ante la aparición del humanismo renacentista.

El proceso de secularización de nuestra cultura originado en esta época, no es sino la expresión de un largo itinerario que orientó la mirada de los hombres de Dios a la naturaleza. La Teología, en profunda crisis, se refugiará en la mística. Todo lo demás, la moral, el derecho, la ciencia y hasta la misma religión se despojarán de lo sobrenatural para quedarse nudamente en lo natural y antropológico. Es así como la naturaleza y la razón impregnaron las creaciones del espíritu.

Entre las emergencias concretas de esta honda crispación espiritual se iniciará, ¡cómo no!, una nueva preocupación por la política. Con Maquiavelo la Política va a conseguir una nueva sustancia inteligible: la razón de Estado, que implicará una fundamentación axiológica revolucionaria. Con la razón de Estado la Política se emancipará de cualquier resonancia teológica o moral. El objeto de la Política será el Poder en su más descarnada significación voluntarista; esto es, el poder como fuerza física, o como potencial militar. De esta forma los estados emergentes en la época renacentista pierden el carácter impreciso y poliárquico medieval, y se convierten en unidades territoriales de poder precisas y reciamente organizadas en base a una fuerza militar. La categoría y el poder del estado se medía por la calidad y la capacidad ofensiva de sus ejércitos. Incluso el papado, en cuanto señorío temporal, tuvo que afirmar su poderío en «condiotieri» como César Borgia, que por cierto es el príncipe poderoso y aguerrido que sirve de ejemplo a Maquiavelo en sus recomendaciones al príncipe de Médicis en Florencia.

En un plano estrictamente intelectual, la aplicación de la razón a las formas de organización política dará lugar a un perfectibilismo puramente imaginativo y abstracto. Tal será el caso de la «Civitas Solis», de Campanella, o la «Utopía», de Tomás Moro, y, aún incluso, el propio «Leviathan», de Hobbes.

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