El Estado y las Fuerzas Armadas
Pero para el objeto de esta disertación interesa más volver a situarnos en el ámbito de los hechos. Es decir, nos interesa fijarnos en los factores que determinaron la racionalización de las estructuras militares y políticas. Es ahí justamente donde residen las claves originarias de la actual organización militar en el Estado moderno.
La agrupación sistemática de las circunstancias concurrentes al respecto permite advertir la presencia de los factores de caracterización siguientes:
1) Un factor político: la centralización del poder militar en el rey absoluto.
2) Un factor económico: la sustitución de la economía natural por la economía dineraria.
3) Un factor científico y técnico, que complicó a la vez que cualificó al Estado y a las FAS.
4) Y, en fin, un conjunto de factores que por afectar al orden interno y estructural podríamos calificar de orgánicos.
Por supuesto, el factor político es el predominante y, sobre todo, es el esencial a efectos de mi tesis. Creo que la centralización del poder militar en el rey absoluto es un hecho básico y condicionante del Estado moderno. Incluso podría decirse que el proceso de formación de las nacionalidades a partir del núcleo germinal de las monarquías absolutas no es sino el proceso de centralización o estatalización del ejército durante la época moderna.
Proceso lento, trabajoso, no exento de retrocesos, en el que concurrieron motivaciones de muy diverso género.
Si en un solo golpe de vista pudiese resumirse el espíritu de este proceso, me atrevería a decir que no es, ni más ni menos, que un proceso de institucionalización, de objetivación, de racionalidad en suma. Y ello porque el rey tanto absorbió que fue humanamente incapaz de mantener el tradicional personalismo en el ejercicio del poder y en el efectivo mando de las FAS. Por ello se produjo un insensible traspaso de las formas personalizadas a otras formas más impersonales en el ejercicio de la soberanía, que según fue transcurriendo el tiempo se acentuó de hecho en la objetivización y la institucionalización de las relaciones de poder. La idea de soberanía fue el gran manto protector, o la gran idea que facilitó esa aparente contradicción que supone un rey absoluto, pero capaz de objetivizar el ejercicio del poder; o por mejor decir, un rey capaz de estatalizar el poder político y las Fuerzas Armadas.
El factor decisivo de estatalización militar sería, sin duda, el monopolio de la guerra por el Estado, que traería consigo la pérdida de los poderes militares territoriales de los nobles. Cierto que no sin resistencias. Al igual que los mandatos reales encontraron una fuerte oposición en los poderes locales, la nobleza militar, en una actitud evidentemente antihistórica, no cejará de mantener los suyos. Maravall, en un trabajo dedicado a los ejércitos renacentistas, narra una anécdota del duque de Medinaceli en la guerra de Granada. Cuando el rey Fernando mandó que sus tropas reforzasen las del duque de Nájera, al serle comunicada la orden del rey, respondió que sus tropas irían adonde él fuese, «porque yo no estaré en la guerra salvo acompañado de los míos, ni los míos es razón que vayan a ningún fecho de armas sin que vaya yo delante dellos». La misma función de estatalización militar ejerció la aparición de una milicia ciudadana bajo el poder del rey (propuesta por el cardenal Cisneros y con la oposición de la nobleza); e igualmente las alianzas de los nobles para prestarse ayuda militar recíproca, aunque «guardando primeramente el servicio del rey». Hay en este punto un dato para el que me permito solicitar una especial atención. Se trata de la aparición más pronta o más tardía entre los siglos XV y XVIII, en la mayor parte de los Estados europeos, de una institución que, teniendo un inicial carácter militar, acabó por ser el eje diamantino de la absorción y de la capitalización del poder militar y, por ende, del poder político, por los reyes, que por eso se llamaron también reyes absolutos. Me refiero a los llamados genéricamente «Comisarios de Guerra», que en Francia adoptaron la denominación de Intendentes, al igual que en España a partir de Felipe V. Con anterioridad a esta época, durante los Austrias, la figura que mejor parece adaptarse, es la del Veedor, del que nos da cumplida cuenta el historiador de la Administración militar don Antonio Blázquez y Delgado Aguilera, quien, en la obra que publicó en 1897, afirma de los Veedores que ostentaban la representación del Estado ante las tropas.
Ni que decir tiene que los Veedores, Intendentes y Comisarios de Guerra fueron verdaderos artilugios de disciplina monárquica para la centralización e integración de los dominios reales. Su trascendencia fue tal que en virtud de la directa relación Rey - Comisarios —elegidos, como es obvio, entre personas de absoluta confianza regia— se consiguió desbancar la ineficacia y dispersión política supuesta por el enfeudamiento, la venalidad, el localismo y el clasismo de los cargos medievales, y con ello la unidad y centralización de los reinos. Bien puede decirse de esta institución que fue el auténtico instrumento de la nueva idea del Estado. Pero la importancia histórica de esta figura —esencialmente militar— aumenta de valor si se piensa que es ahí, con transformaciones obvias, donde hunde sus raíces una institución orgánica de tanta vigencia actual como son los fundamentos de la estructura estatal centralizada napoleónica.
Por lo demás, la centralización de los ejércitos, que tuvo una motivación coyuntural en la amenaza de las tropas otomanas —de carácter permanente y muy adiestradas—, se apoyaría en factores tales como:
• La profesionalización del Ejército.
• La nacionalización de los cada vez crecientes gastos militares.
• La aparición de una Administración militar que se adelantó varios siglos y ejemplarizó en todo tiempo a la Administración civil.
En fin, la unidad y eficacia de las FAS. Para ello me basta recordar o hacer alusión a las ideas de honor, valor, competencia, jerarquía, disciplina, uniformidad, discreción, etc. Todos estos factores han sido decantados por el tiempo como virtudes consustanciales a las FAS.
No me parece necesario insistir en el hecho de que son esos rasgos propios los que contribuyen a perennizar la imagen histórica de las FAS. Ni tampoco la medida en que, por esta misma consistencia histórica, la mayor envergadura de las FAS ha determinado su adelantamiento e influencia en no pocos aspectos sobre el propio Estado.
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