El Estado y las Fuerzas Armadas
Llegados a este punto, cualquier observador poco avisado podría afirmar que el Estado y las FAS son ideas yuxtapuestas, y efectivamente así ha sido hasta finales del siglo XVIII; esto es, hasta la eclosión de la Revolución francesa. A partir de este momento nace una corriente de impopularidad, no siempre correctamente contrarrestada, por lo que respecta a las FAS. Y desde luego, lo que surge es una tendencia general a diferenciar, a separar; yo diría, que incluso ha existido una tendencia deseosa de distanciar el Estado de las FAS.
Esta tendencia respondía a errores y aciertos que es preciso discernir. Los errores más frecuentes consistían en identificar a las FAS con un régimen político superado; es decir, se identificaba a las FAS con una estructura aristocrática enraizada en la monarquía absoluta del antiguo régimen que había sido superada por la Revolución. Claro que Napoleón —tan excelente general como político— se encargó de demostrar en qué medida unas FAS podían servir con la misma lealtad y eficacia a un emperador y a una nación. El acierto de la referida tendencia distanciadora es que se hacía preciso distinguir el poder militar del poder político civil, y efectivamente, este empeño noble y sano se fue abriendo paso laboriosamente, y no sin injustas derivaciones.
Así por ejemplo, la Constitución «robertspierrana» de mil setecientos noventa y uno se preocupaba en afirmar con cierta desconfianza que las FAS deben ser «esencialmente obedientes». De ahí nace un pensamiento antimilitarista y pacifista que normalmente se radicó en las fuerzas políticas liberales e izquierdistas. De esta forma surgió toda una escuela de sociólogos y pensadores pacifistas en el siglo XIX que, al meditar sobre la guerra como fenómeno social, pusieron de relieve su creencia en la racionalidad sucesiva del progreso cultural para erradicarla y conseguir la total pacificación de la humanidad.
A partir de Saint-Simon, todos ellos (Comte, Spencer, Gabriel Tarde, etc.) se empeñaron en contraponer dos tipos de sociedad: la sociedad guerrera y la sociedad industrial. La primera, inspirada en un sistema de relaciones sociales y políticas de naturaleza coactiva y militar. La segunda, inspirada por el principio de libertad política y económica y por una actitud pacifista ante la vida. El paso sucesivo de un tipo de sociedad a otra determinaría el logro de la paz universal. «La guerra —dirá Gabriel Tarde— es un método trágico y no eterno de dialéctica social.»
Ciertamente, los hechos no han venido a corroborar estas tesis. Al contrario, están mucho más cerca de confirmar el belicismo teórico de los sociólogos de estirpe darwinista, que ven en la guerra un problema existencialmente insoslayable.
Pero mi propósito, como no dejará de comprenderse, no va orientado a tomar postura en esta polémica, ni a profundizar en la misma. Simplemente, he tratado de constatar y de resaltar el hecho de que a partir del siglo XIX ha habido una clara, una evidente tendencia deseosa de separar lo militar de lo civil, el poder castrense del poder político; en fin, separar las FAS del Estado.
Por supuesto rechazo «ab initio», niego de entrada, lo mucho de tendencioso, falso y partidista que hay en muchas de estas posturas. Pero de igual forma he de reconocer todo lo que de verdad pueda haber en las mismas.
Y la verdad es que en los tiempos actuales el Estado complejo, desarrollado y tecnificado del siglo XX se diferencia muy nítidamente de las FAS. Estas, las FAS, son un elemento constitutivo e integrante del Estado contemporáneo; pero en manera alguna las FAS pueden confundirse con el Estado evolucionado de hoy en día, al igual que pudo ocurrir en muchas otras épocas históricas en que las formas y las esencias políticas eran más simples y rudimentarias.
Veamos. Una doctrina que va siendo ya tradicional afirma que los elementos constitutivos de un Estado son un territorio, una población o una nación y un poder supremo o soberano. Pues bien, un ejército, las FAS, precisa también de iguales elementos. Necesita de un territorio al que pueda llamar patria, y a la que tenga que defender; la Defensa nacional, misión típica de las FAS, es una función entrañablemente unida a la idea de territorio y de frontera. Las FAS precisan también de la población para su existencia; máxime en los tiempos actuales en que se ha generalizado la conscripción militar, y el servicio militar es, a la par, un honor y un deber de ciudadanía.
Pero lo más característico de las FAS es precisamente que se trata —como su nombre indica— de unas fuerzas. Fuerzas que normalmente se hallan tanto más cualificadas cuanto más organización, más disciplina, más técnica, más valor, más material y más armamento tengan. Y esto es precisamente lo más peculiar, característico y esencial de las FAS. Paralelamente, también el elemento más singular, prototípico y esencial del Estado es el poder; esto es, a un Estado se le llama gran potencia en proporción a su poderío, y para ser Estado se puede carecer de muchas cosas, menos de una que es indispensable y consustancial a la misma idea del Estado. Ningún Estado puede carecer de un poder soberano.
Durante muchos siglos, el poder del Estado coincidió con el poder de las FAS. Crudamente lo expresó Federico el Grande, que ordenó grabar en sus cañones la frase «ultima ratio regum». Es que en la monarquía absoluta, el rey era el jefe de las FAS, y de esta forma tenía a su disposición la fuerza de sus cañones, a la que acumulaba la esencia de su legitimidad, con lo que hacía coincidir la fuerza física con una autoridad moral, que verdaderamente provocaba una confluencia o identidad entre el poder del Estado y las propias FAS.
El Estado nacido de la Revolución francesa como reacción contra las monarquías absolutas es un producto complejo y sofisticado. Por supuesto, un estado plagado de defectos y errores, pero en el que también cabe discernir una nota característica noble y sana, que supone sin duda un claro avance respecto de las concepciones políticas anteriores.
Me refiero a que frente al clásico poder absoluto, se intentó crear un poder limitado; frente a un poder subjetivo, se pretendió hacer nacer un poder político objetivo. En fin, este noble empeño consistió en someter el poder político al Derecho; se trató de sujetar el poder político al imperio de la norma. La norma, sobre todo la norma política constitucional, pretendió ser a la vez límite y cauce en el ejercicio del poder político.
Surge de esta manera un estado de derecho, un estado civil que pasa a diferenciar un ámbito claro y distinto entre el poder civil y el poder militar, entre el Estado y las FAS.
Aunque anecdótico, no deja de ser expresivo el hecho de que frente a la clase política histórica por antonomasia, que era la militar, surge otra clase política nueva, que es la de los hombres de leyes y los abogados. Las profesiones jurídicas tuvieron su siglo de oro en el XIX y en la primera mitad del XX. Pocos hombres de gobierno hubo durante dicha época que no fueran expertos en leyes. Los militares compartieron ese dominio, pero desde una posición muy distinta a la de verdadero monopolio de que disfrutaron durante tantos siglos anteriores.
La realidad, el resultado, fue la clara distinción entre el Estado y las FAS que tan confundidos habían estado a lo largo de la Historia. Pero una distinción no es una separación, y mucho menos un divorcio. El Estado y las FAS siguen siendo ideas muy próximas. Posiblemente en la actualidad el Estado no repose únicamente en las FAS, pero lo que sí es cierto es que no hay Estado posible sin unas FAS que le den respaldo o soporte físico.
O sea, que la problemática así concebida hace de las FAS un instrumento sustancial, necesario e integrante del propio Estado. Los ejércitos constituyen esa energía, esa fuerza que es indispensable a todo poder soberano. Prácticamente, las cosas siguen como siempre han sido, y únicamente cabe admitir que la necesaria diferenciación funcional del complejo estado contemporáneo ha producido una diferenciación técnica entre ideas que ahora y siempre se predican mutuamente y seguirán muy interrelacionadas.
Por supuesto yerran cuantos intentan contraponer el poder político y el poder militar. Se equivocan también aquellos que intentan subordinar un poder al otro. De lo que se trata es simplemente de distinguir con la mayor nitidez posible la naturaleza y funciones específicas propias de ambos. El poder militar, las FAS, forman parte integrante necesariamente del Estado; ontológicamente constituyen el medio coactivo del Estado, la fuerza organizada al servicio de la nación.
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