1. REPÚBLICA DOMINICANA Y ESTADOS UNIDOS
(31 Mayo / 1 Junio)
«Debemos concentrar nuestras energías, más que en la especulación sobre el pasado, en la búsqueda de fórmulas de colaboración con nuestros hermanos de América.»
(Casa de España.)
1-5-1976
Señor Presidente:
En el momento de pisar el suelo de las Américas doy gracias a Dios por haberme deparado la honra de ser el primer Rey de España que cruza el Atlántico para visitarlas.
Os traigo el saludo de los españoles. En Vos saludo a la Nación dominicana y en ella quiero saludar a todas las Naciones de nuestra estirpe.
Volando sobre el Mar Caribe he recordado al Descubridor, nuestro Almirante Cristóbal Colón, y con su recuerdo he pensado en mis antepasados, los Reyes de España, que, aun sin conocerla, amaron a América, la imaginaron y la cuidaron. Y con ambos recuerdos, he dirigido mi pensamiento y mi amor al pueblo español, a cuyo servicio estoy, que dejó la huella indeleble de su esfuerzo, su fe y su cultura en el mapa entero de este Continente.
No podía ser de otro modo mi entrada en América.
Santo Domingo es la cuna de la civilización occidental del Nuevo Mundo y, por serlo, pisar la tierra americana, por vez primera, en esta isla, es arrancar con buen pie y empezar mi visita por el bautismo. Era justo hacerlo, con la humanidad y la alegría de quien tiene la suerte de recrear un nacimiento. En muchas ocasiones se ha dicho que visitar América es revalidarse como español. Para volver a encontrar mis raíces y entender, más ampliamente, la Historia de mi Patria, llevo a cabo esta peregrinación.
La Historia siempre es universal. La Historia siempre es futura. Las diferencias de intereses y criterios sobre el quehacer histórico, que afectan tanto a los pueblos como a los hombres, sólo se pueden unificar en la esperanza. La esperanza común hace la Historia, impulsa su dinamismo y da sentido y unidad a los hechos.
Si queremos alentar la esperanza —la de todos los hombre de la tierra, pero, también, la de todos los hombres que hablan nuestra lengua—, será preciso actualizarla en una tarea común.
Nuestro futuro, en el que tantas cosas podemos hacer juntos, no se apoya en la nostalgia, sino en una profunda solidaridad con los pueblos de este Continente, que nos hace vivir muy de cerca sus problemas más acuciantes, los que plantean su independencia política y económica, su desarrollo, sus ansias de una mayor justicia social y sus ideales de libertad.
*
Me complace afirmar estas ideas en el mismo lugar en el que los españoles examinaron por primera vez su conciencia sobre la justificación moral de su misión en el Nuevo Mundo. En este Santo Domingo, solar del primer ensayo civilizador de España en América. En la República que Vos, Señor Presidente, conducís con una prudencia y un sentido de futuro que todos contemplamos con respeto y admiración.
En un inolvidable viaje juvenil tuve la suerte de conocer la ciudad de Santo Domingo. Al volver a mirarla desde el aire quise verla reconociéndola y tuvieron que buscarla mis ojos. Está rodeada por la promesa de las aguas y de los bosques y está inundada de luz. Al llegar he mirado la luz como si la viese por vez primera. Era una luz briosa, apremiante, distinta. Era una luz de natalicio que me ha hecho presentir lo que seréis, porque vosotros habéis sido, dentro del Nuevo Continente, los dadores de luz.
En la isla Española ocurrieron por primera vez cosas trascendentales en la historia del Nuevo Mundo. El primer diálogo entre descubridores y nativos, la primera misa, el primer Ayuntamiento, la primera audiencia y —en primacía disputada con las de Méjico y de Lima— la primera Universidad. La tierra en donde se enseñaron las primeras palabras castellanas y en donde los españoles aprendimos las primeras palabras indígenas.
A este Santo Domingo, la Reina y yo queremos darle las gracias. Gracias por una fidelidad histórica que nos conmueve, y que alguna vez conoció amarguras que venían de la propia España. Gracias por vuestra hospitalidad que nos llena de emoción.
En vuestras manos dejo el mensaje de España a toda Hispanoamérica, un Continente, sin leyenda dorada y sin leyenda negra; tal como es de verdad, con sus bondades y sus males, con su herencia española, con su horizonte cuajado de dificultades pero también de certidumbres de triunfo final.
Con nuestra salutación optimista, nuestro agradecimiento profundo por haber hecho posible que España, hoy como ayer, se asome a América por las puertas abiertas de vuestra generosa acogida.
31-5-1976
Recibo con verdadera emoción, Señor Presidente, la Gran Cruz de la Orden de Duarte, Sánchez y Mella, con la que acabáis de honrar a todos los españoles en mi persona.
Con vuestras palabras, que me conmueven profundamente, habéis confirmado en esta solemne ocasión el afecto que a España profesáis y del que tantas muestras habéis dado a lo largo de vuestra brillante trayectoria como escritor y como estadista. Ha señalado Vuestra Excelencia que el pueblo dominicano es amante de la libertad y que vive orgulloso de haber sabido conquistar con el coraje heredado de sus antepasados el derecho a dirigir sus propios destinos.
España entera mira hoy con respeto y con admiración aquellos hombres que hicieron posible la independencia de la República Dominicana y, en primer lugar, la figura de Juan Pablo Duarte, ejemplo admirable de patriotismo y de pureza, de mansedumbre cristiana y de valor, que mantuvo viva hasta su poster aliento la confianza en el futuro de esta República, que es hoy una Nación en pleno desarrollo, dentro del orden y de la libertad, gracias al esfuerzo del pueblo dominicano y a la dirección de Vuestra Excelencia.
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Estamos viviendo, a vuestra generosa invitación, horas inolvidables para la evocación común y para el proyectar ilusionado. Cómo no hacerlo, en esta isla maravillosa, ante la que el Almirante Don Cristóbal Colón no recató su entusiasmo ante ella, y escribía así a los Reyes: «Creo que debajo del cielo, no hay mejor tierra en el mundo.»
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Os decía esta mañana, al pisar tierra dominicana, que todo español que viene a América encuentra en ella sus raíces. Yo soy el último español que ha llegado y el primero de sus Reyes que la visita. Encontramos en América algo de lo que hemos dejado en la Península, no sólo trasplantado, sino recreado. Vivir es recrear, y nuestras vidas fueron y son distintas. La vuestra es muy pujante, muy auténtica —y muy autóctona—, pero tenemos mucho en común: la lengua, la cultura, la historia, la sangre, la arquitectura de las ciudades y el estilo de vida, que nos aúnan, al mismo tiempo que nos permiten mantener la propia identidad, igual que las montañas, que se unen en la base, y se distancian en las cumbres. Distanciarse, no es separarse. Con este viaje inolvidable he venido a confirmarlo. Como confirmación tengo vuestra palabra. La palabra de América que he venido a escuchar.
Si tuviera que elegir una sola de las raíces que nos unen, de las raíces comunicantes que nos igualan sin quitarnos la identidad, elegiría sin duda nuestro idioma. La lengua es la casa común en donde a cada uno de nuestros pueblos corresponde una habitación. La lengua es la morada que todos habitamos. Cuanto hagamos por ella, a ambos lados del mar, la vivifica y la hermosea. Es misión de las distintas generaciones mantenerla actualizada, flexible, rápida, capaz y siempre en forma. No hay un idioma definitivamente hecho. El idioma es nuestra sangre espiritual y establece la frontera exterior de nuestros pueblos en el mundo, pero traza también, en cada uno de nosotros, nuestra frontera personal. Nadie puede conocerse a sí mismo sino a través de ese diálogo en que el hombre pregunta y la lengua responde, pues lo propio del hombre es preguntar, lo propio de la lengua es responder. Por ella somos hombres, y por ella también somos quienes somos, pues la frontera personal sólo puede fijarse en este interno y último diálogo del hombre con su lenguaje.
En la memoria del niño, y en la memoria del hombre, las palabras incorporan imágenes, pero también incorporan con ellas las costumbres de un pueblo, sus reacciones vitales ya decantadas por el uso, sus rezos y sus leyes, su modo de gozar y de llorar, su pensamiento y su poesía. Hablar en una lengua determinada es insertarse en la corriente de un río que nos conduce y fertiliza. No estamos solos en el mundo. No hemos nacido ayer porque hablamos en un idioma que nos transmite la solidaridad de los vivos y de los muertos, la solidaridad de cuantos lo hablaron desde hace muchos siglos hasta hoy. En última instancia es un repertorio de actitudes vitales que facilita nuestras acciones y representa el patrimonio común de sus hablantes. Emprendí este viaje para escuchar, con alegría, nuestra lengua de América.
La segunda raíz que nos une es la historia. Como todos sabéis, nuestra historia común sigue teniendo estratos que algunos consideran conflictivos. Es, sin embargo, nuestra historia y hay que aceptarla como es. No nos debe importar. La historia conflictiva es la más viva: tiene sobre nosotros una actuación de urgencia. Pero también hay formas de la historia que son más permanentes. Así, por ejemplo, nuestra vida política se ha separado ya hace más de cien años y, sin embargo, las ciudades americanas no se han movido todavía de los lugares donde las asentaron, generalmente con fortuna, sus fundadores. El pasado persiste en el presente, y nos brinda todas las posibilidades que tenemos para actuar tanto los pueblos como los hombres.
La cultura es la tercera de las raíces que unen América con España y tal vez representa nuestra comunidad más afectiva. La lengua es nuestra sangre y la cultura nuestro quehacer común. Constituye un destino, que tiende, por su misma naturaleza, a hacerla universal. España trajo a América el sistema cultural de Occidente, pero trajo también su propia recreación de esta cultura.
Será tarea de la Corona española alentar esta voz de la cultura que hoy constituye el único mensaje pacificador y el único lenguaje universal. Trataré de cumplirla, y para darle asiento y logro, quisiera comunicaros un propósito que significa un comienzo de la tarea. Reanudando una noble tradición familiar y monárquica, desearía que se celebrase en España, si todos me ayudáis, la Tercera Exposición Internacional Iberoamericana. Las dos primeras, como recordaréis, se celebraron en Sevilla y en Barcelona y fueron auspiciadas por mi abuelo, el Rey Alfonso XIII. Nuestros pueblos están a punto. Pueden hacer un alarde. Tienen que hacerlo. Sólo precisan demostrar lo que son, demostrar lo que hacen. Para mí, personalmente, nada será más alentador que iniciar mi reinado con esta empresa y convertirme en patrocinador de vuestro esfuerzo y en portavoz de vuestro espíritu.
Señor Presidente,
Al agradecer nuevamente a Vuestra Excelencia el alto honor que me habéis conferido, quiero proclamar desde esta ciudad Primada de América mi fe en el futuro de la República Dominicana, que se abre lleno de esperanza ante nosotros, y nuestra firme decisión de mantenernos fieles al mundo hispánico al que, en frase de Vuestra Excelencia, nos sentimos para siempre vinculados por obra de la sangre y por mandato de la historia.
1-6-1976
La Reina y yo queremos expresaros nuestro emocionado agradecimiento por haber querido hoy compartir vuestro tiempo con nosotros en esta Casa de España, logro magnífico de vuestros esfuerzos.
Quienes aquí os encontráis, venidos desde los más apartados rincones de esta isla, representáis para nosotros no sólo el afecto tradicional que los españoles de América manifestaron siempre hacia la Monarquía, incluso en los momentos aparentemente más antagónicos, sino que también constituís el símbolo de los millones de compatriotas llegados a este Continente, a cuya configuración y desarrollo tanto habéis contribuido.
Esta casa que con tanto gusto y tanto acierto arquitectónico habéis construido es para vosotros lugar de esparcimiento en el que disfrutáis del merecido descanso, centro cultural cuyo núcleo es la magnífica biblioteca que me habéis mostrado y, sobre todo, hogar de vuestros recuerdos. En ella os reunís para conmemorar vuestras fiestas regionales, comentar las noticias que os llegan de la patria, recordar los paisajes y las gentes que dejasteis allá.
Aunque mi estancia entre vosotros tenga que ser muy breve, yo quisiera llevar a vuestro ánimo la seguridad de que en España se os recuerda y se os admira porque formáis parte de ese largo y glorioso capítulo de historia hispanoamericana del que son protagonistas descubridores, misioneros, conquistadores, maestros, científicos y colonizadores, artistas y gobernantes, trabajadores y empresarios.
A todos ellos, dedico, como español y como Rey, el tributo de mi homenaje que hago extensivo —con mayor énfasis si cabe— a la mujer española en América, la que con sacrificios y renuncias supo entregar lo mejor de su ser, tanto al cuidado y formación de los naturales como transmitiendo a sus hijos las virtudes y la forma de entender la vida que de niña aprendió en su hogar de Galicia, de Castilla, de Extremadura o de Andalucía.
No quiero terminar estas palabras en esta hora sin expresaros mi convicción de que debemos concentrar nuestras energías —más que en la especulación sobre el pasado— en la búsqueda de fórmulas de colaboración con nuestros hermanos de América —cuya hospitalidad nunca agradeceremos bastante— para lograr construir esa sociedad mejor que todos deseamos para nuestros hijos. Son, sin duda, grandes las dificultades, pero no olvidemos que el legado que heredamos de esos héroes de España y de América fué precisamente ése: Que no hay obstáculos insuperables si llevamos en nosotros la voluntad de vencerlos.
1-6-1976
Señor Presidente:
Con el Collar de la Orden de Isabel la Católica que os acabo de imponer se premia, según las palabras de su lema, en el más alto grado, a la lealtad acrisolada. Nadie como Vos, Señor Presidente, que encarnáis la historia y el presente de esta nación, podéis al igual que ella merecer con más justicia el reconocimiento de esa lealtad hacia nuestro común pasado y en especial hacia esa Reina cuya fe hizo posible el descubrimiento de América.
En aquella gesta hubo, como en toda empresa humana, odio al lado del amor; sed codiciosa de oro y limpia sed de gloria; y temores junto al valor y a la esperanza. Inspiró, sin embargo, la gran aventura, la virtud salvadora que caracteriza a España a lo largo de su Historia: la virtud de la fe.
La fe cristiana guió a Isabel la Católica cuando escribió su codicilo suplicando al Rey su señor y a la Princesa su hija que los indios fueran bien y justamente tratados; la fe inspiró las humanitarias disposiciones de las Juntas de Burgos y de las Leyes de Indias; la fe impulsó a Hernán Cortés a arrodillarse ante los frailes franciscanos cuando llegaron a Méjico y a besarles las manos; la fe dió fuerzas a Pizarro para trazar con su sangre una cruz en el suelo y besarla antes de morir.
Y aquí, en esta tierra primogénita de España, fué también la fe la que dió inspiración y fuerzas a aquellos admirables monjes Fray Pedro de Córdoba, Fray Antón de Montesino y Fray Bartolomé de las Casas, a los que con toda justeza se les puede considerar tan dominicanos como españoles.
Y años más tarde fue también la misma fe en Cristo la que mantuvo heroicamente en pie, durante su exilio en el desierto de Río Negro, al Padre de la Patria, Juan Pablo Duarte.
En vuestras palabras y en vuestros escritos, Señor Presidente, habéis hecho más de una vez referencia no sólo a la problemática nacional, sino a la continental, pues comunes son muchos de los ideales que hoy alberga el Nuevo Mundo. Vuestra certera intuición os ha permitido señalar cómo la carencia de techos y hogares para las familias constituyen una fuente de desasosiego, cómo la falta de tierras aptas determina el éxodo campo - ciudad, cómo el ocio se alza como factor clave en la inestabilidad de los pueblos. Estas observaciones y afirmaciones del estadista se ven siempre enriquecidas por la nota del humanista, del poeta, que conviven con el político. Y por eso habéis considerado que la belleza forma parte del desarrollo de un pueblo, puesto que sirve para enriquecer el espíritu. Esta ciudad de Santo Domingo, que en un libro emocionado habéis llamado «ciudad romántica» es un ejemplo de esto. Tal vez este ejemplo urbano, de una ciudad que ha desafiado miles de avatares, os ha llevado, Señor Presidente, a considerar mágica la palabra construir. Construir escuelas, presas, carreteras, belleza...
Este Continente se ve hoy día sometido a una crisis en sus estructuras, sus costumbres, su moral, sus convicciones. España fue capaz hace cinco siglos de establecer una unidad política y administrativa. Hoy día tiene una misión más delicada y entrañable, de acercamiento e integración espiritual, cultural y ética. A ella dedicaremos nuestro esfuerzo.
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