Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 21
SUMARIO

Un nuevo horizonte para España

8. MOMENTO POLÍTICO ACTUAL

A partir de este contexto básico, entiendo que los tres rasgos característicos que, en última instancia, definen la posición actual del Gobierno y explican nuestra forma y modos de gobernar son: la legitimidad democrática, la tarea gestora y la estrategia de la concordia.

5 de abril de 1978

Combinaremos perfectamente, o intentaremos combinar, la prudencia y la audacia. Entiendo que eso es lo que necesita nuestro país, y es lo que conviene seguir haciendo.

6 de abril de 1978

DISCURSO ANTE EL PLENO DEL CONGRESO

5 de abril de 1978

Tengo el honor de comparecer ante esta Cámara, no tanto por virtud de una obligación constitucional expresa, como para atender una decisión mayoritaria del Congreso adoptada por vía de resolución en la sesión plenaria del pasado primero de marzo.

Vivimos un período de transición política que, por su propia naturaleza, no discurre por cauces normativos precisos. En las democracias ya consolidadas, las normas constitucionales delimitan con plenitud de sentido jurídico-político los deberes recíprocos y las relaciones entre los poderes Legislativo y Ejecutivo.

Pero la vida no puede esperar a las normas, y en cuanto a lo que es la vida democrática, todos estamos de acuerdo en que su centro ha de ser el Parlamento, representación legítima del pueblo español.

Creo, por tanto, que siempre será poco lo que, entre todos, hagamos para prestigiar una institución en la que encarna y toma cuerpo la representación de la soberanía de nuestro pueblo.

Por eso, aunque no rigen aún normas constitucionales concretas, aun no existiendo todavía obligaciones constitucionales específicas que vinculen indeclinablemente al Gobierno, es necesario aceptar sin reservas la voluntad mayoritaria del Parlamento expresada por el cauce de sus propias normas reglamentarias.

Poner en cuestión las decisiones parlamentarias adoptadas reglamentariamente cuando las matemáticas de los votos no resultan favorables, sería prestar un flaco servicio al inmediato porvenir de la democracia española y a la función esencial que, en ella, han de desempeñar las Cortes.

La resolución aprobada por esta Cámara el primero de marzo solicitaba, en primer lugar, que el Presidente del Gobierno dé explicaciones al Congreso sobre los cambios efectuados en su composición.

La explicación es muy sencilla, porque, en política, los hechos son frecuentemente más simples de lo que algunos creen y carecen de la complejidad o alcance que Ies atribuyen unas interpretaciones pretendidamente objetivas, creo que el mero transcurso de unas pocas semanas ha servido ya para situar la remodelación ministerial en sus propias dimensiones. Espero que haya disipado ciertas dudas y haya desvirtuado juicios de valor precipitados.

El hecho político significativo es éste: el profesor Fuentes Quintana presenta su dimisión como Vicepresidente Segundo del Gobierno y Ministro de Economía. El Gobierno, en cuanto tal, no podía más que dar cuenta a la opinión pública del acontecimiento en sí mismo, pues no podía ni puede explicar, en rigor, las razones de una dimisión que son propiedad exclusiva de la persona que la presenta.

El que hasta hace poco fue Vicepresidente del Gobierno y Ministro de Economía definió, en términos que hizo públicamente explícitos, lo que entendía era su propia idoneidad para la programación y el asesoramiento, distanciándose voluntariamente de la función que, a su juicio, era más política que técnica de ejecución de lo programado.

Sus Señorías podrán compartir o no la valoración que de sí mismo hace el señor Fuentes Quintana.

Y yo mismo, que creo conocer bien sus cualidades y aptitudes, puedo discrepar de tal valoración. Pero cuando el señor Fuentes Quintana tomó su decisión firme e irrevocable de dimitir, su relevo se hizo necesario.

El profesor Fuentes Quintana ha cumplido la función que se le había encomendado —«diseñar un programa y colaborar en la aceptación de ese programa»-—, misión que él consideraba la propia de un técnico independiente no sujeto a disciplina de partido. Prueba evidente de la sinceridad de esa actitud es que el señor Fuentes Quintana continuará asesorando al Gobierno a través del nuevo cargo que ha pasado a desempeñar.

Por ello, para mí, que tengo la responsabilidad de presidir el Gobierno, la dimisión del profesor Fuentes de sus funciones ejecutivas no ha sido una consecuencia provocada, sino que ha sido un hecho, si ustedes quieren un dato, del que tenía que partir.

Una vez decidido que el Vicepresidente del Gobierno para Asuntos Políticos, señor Abril Martorell, se hiciera cargo de la Vicepresidencia para Asuntos Económicos y del Ministerio de Economía, el cambio de algunos Ministros no pretende en absoluto un cambio de política económica, sino al contrario un mejor cumplimiento de la misma y muy especialmente del Programa de Saneamiento y Reforma de la Economía, incluido en los Pactos de la Moncloa.

El cambio de cuatro Ministros económicos y las razones que han motivado su designación, no tenía ni tiene otro sentido que el de facilitar la coordinación entre los Departamentos económicos y la unidad de acción de los mismos, desde posiciones de responsabilidad política compartida.

No ha habido, pues, lo que en técnica parlamentaria se llama crisis de Gobierno, ni resulta, por tanto, correcto hablar de la política del nuevo Gobierno como algo distinto, por quiebra de línea o de objetivos de la política hasta ahora seguida.

Puede, en cambio, hablarse de fases distintas y sucesivas en la ejecución de una misma política, claramente definida en sus líneas maestras y cumplida con todo rigor y firmeza. Y puede, también, hablarse de adecuación del equipo de Gobierno a lo que cada fase exige y la disponibilidad de hombres permite, dentro de la creciente necesidad de coherencia del Gobierno en la línea de intensificar una inequívoca política de Centro sin ningún tipo de inflexiones hacia unas u otras áreas del espectro político.

La segunda parte de la resolución aprobada por esta Cámara el pasado primero de marzo alude al programa del nuevo Gobierno. Como he dicho antes, no existe, en puro rigor técnico, un Gobierno nuevo, tal y como se entendería esa expresión en la práctica política de los regímenes democráticos, y menos aún un nuevo programa que explicar o del que dar cuenta.

El Gobierno afirmó desde el primer momento en su comunicado oficial su propósito de continuidad programática y la continuidad en la ejecución de los Pactos de la Moncloa.

Y ello, sabiendo que cumplir en su letra y en su espíritu los Acuerdos de la Moncloa constituye una obra ingente de Gobierno, puesto que afectan en extensión y profundidad no sólo a la política económica en sentido estricto, sino también a aspectos básicos de la reforma fiscal, la seguridad social, la educación, la agricultura, el urbanismo y la vivienda; así como a libertades y derechos individuales, derechos de la mujer, orden público y seguridad ciudadana, etc.

Comprenderán, Sus Señorías, que el estricto y puntual cumplimiento de los Pactos está exigiendo, y va a exigir, una dedicación plena de los órganos y servicios del Gobierno y de la Administración Pública para que podamos abarcar todos sus preceptos y ajustarnos a los plazos establecidos.

Y va a exigir también, no lo olvidemos, la colaboración auténtica de las fuerzas políticas y sociales de nuestro país.

El Gobierno estima que no existió ni existe razón de peso alguna ara dudar de la sinceridad de esta afirmación, porque entiende que ha sido fiel a sus compromisos y a sus pactos y porque considera que el Programa de Reforma y Saneamiento de la Economía es beneficiosa para el país y, por tanto, se propone llevar a cabo su ejecución con eficacia y sin abdicaciones; utilizando para ello los medios más adecuados en cada caso.

Y, precisamente, entre esos medios está, como decía antes, la propia composición del Gobierno, que su Presidente debe y tiene la responsabilidad de modificar para hacerle más coherente y más operativo, si lo considera necesario. En todo caso, ésa es mi responsabilidad.

Ahora bien, aunque considero que con esta explicación la Cámara tiene, a mi juicio, una respuesta razonada, la resolución adoptada el pasado primero de marzo, no debo ni quiero desaprovechar esta oportunidad que se me ofrece para exponer a Sus Señorías cuál es la visión del Gobierno sobre el momento político actual en su conjunto, cuáles son los problemas más urgentes y cuáles son, a nuestro juicio, las líneas fundamentales de actuación para afrontar sus soluciones.

Ante todo, quisiera subrayar la coherencia de la línea política de reforma que estamos siguiendo, cuya finalidad última era y es devolver al pueblo español su protagonismo y estructurar, desde la legalidad, el nuevo sistema político democrático exigido por los españoles. En todas mis intervenciones públicas y en todas las acciones y decisiones de Gobierno no existe desviación alguna respecto a este objetivo fundamental.

Sólo desde esa perspectiva de la coherencia y continuidad en el tiempo de una política fundamentalmente democrática es posible entender el esquema de objetivos programáticos y de actividades concretas que el Gobierno ha llevado a cabo en los últimos nueve meses.

Y quizá la dificultad de comprender, en toda su profundidad, el horizonte último de nuestra política y la singularidad de nuestra forma de gobernar en esta etapa de transición, puedan justificar en parte el clima de desconcierto, de malestar y hasta de pesimismo que existe en ciertos sectores de la población española.

En otra amplia media, esa actitud de descontento y de desconfianza en el futuro, está determinada por algunos datos de la propia realidad objetiva y por el negativismo, el carácter catastrofista y las interpretaciones extremadas con que se utilizan en ocasiones aspectos muy concretos de la situación actual.

En cualquier caso, existe también otro aspecto que creo debe ser debidamente valorado por el Gobierno y por la Cámara. Se refiere a la posible incidencia que en las reacciones negativas de nuestra población está teniendo la celeridad del proceso de cambio.

Sociológicamente, es claro que un cuerpo social tiene una determinada capacidad de asimilación de transformaciones profundas en las formas y modos de la acción política, en las pautas de comportamiento, en el ordenamiento jurídico y en la dinámica económica.

Pienso que es obligación de las Cortes y del Gobierno valorar el ritmo y la amplitud de los cambios para que, por razones de acumulación en el tiempo, no se produzca un cierto rechazo social a un proceso de cambio cuyo horizonte final desean todos los españoles.

Y sean cuales fueran sus causas, esa actitud psicológica es un dato, y por ello me van a permitir Sus Señorías que en mi exposición de la política del Gobierno trate de hacer llegar a los españoles, a través de sus representantes legítimos, que son los miembros de estas Cámaras, el porqué estamos gobernando de una determinada forma y cuáles son los objetivos y el horizonte último hacia el que avanzamos.

Y en primer lugar, voy a referirme a nuestro modo de dirigir el cambio político y a las razones que justifican las formas, en cierto sentido singulares con los que estamos actuando no sólo el Gobierno, sino también los partidos políticos, la oposición y las Instituciones representativas. Creo que, con ello, se clarificarán algunas dudas y se evitarán actitudes de desconcierto o incomprensión.

Ante todo, me parece imprescindible poner de relieve, una vez más, la singularidad del proceso político que ha seguido España en los últimos veintiún meses; singularidad que necesariamente ha tenido y tiene que influir tanto en las posiciones programáticas, como en las decisiones concretas del Gobierno.

Una transformación profunda del Estado, sin quiebra de la legalidad, requiere que las distintas fuerzas políticas y sociales y muy especialmente el Gobierno, asuman, con plena responsabilidad, la tarea de coadyuvar a la construcción de ese nuevo Estado Democrático de Derecho que el pueblo español ha escogido rotundamente como el sistema político más adecuado para nuestro país.

Era y es necesario, por tanto, que todas las fuerzas políticas consideremos la consolidación de una democracia plena como nuestro objetivo prioritario, antepuesto a los que pueden ser objetivos de partido.

Y no contribuirán a esa consolidación quienes no sean capaces de subordinar sus legítimos proyectos políticos de grupo, incluso a veces la dialéctica Gobierno-oposición, a la instauración y mantenimiento de una confianza general de los ciudadanos en el Estado Democrático y en sus Instituciones.

Porque, es claro, que la conducción del proceso político en la fase de constitución de un Estado Democrático, sólo analógicamente se corresponde con la acción política en el esquema de una democracia ya constituida. Y esto es así para el Gobierno, y es o debería ser así para la oposición y para los partidos.

La política discurre por dos planos distintos: el de Estado, que con sus notas características define el marco básico de convivencia; y el de Gobierno y oposición, que sólo puede jugar todas sus virtualidades cuando existe y se respeta ese cuadro básico de instituciones.

La intensidad de la acción política en uno y otro plano y de los problemas que se plantean son distintos según el momento histórico y según las características de cada país y de cada población. Lo importante es reconocer y asumir que si en el segundo plano la esencia de la democracia se hace fecunda por la confrontación en el primero —el de la política de Estado—, la fecundidad está asociada al esfuerzo de convergencia inédita en nuestra historia que estamos llamados a protagonizar. No queremos el Estado de unos españoles impuesto a otros españoles. Queremos el Estado de todos, como expresión de la comunidad nacional, de forma que dentro de él puedan presentarse y actuar las distintas opciones y alternativas del Gobierno.

Y vamos a lograrlo a pesar de quienes, fuera de estas Cortes, por excitación de toda clase de extremismos o por acumulación de exigencias y perentoriedades, someten la imagen misma de las instituciones democráticas a deterioro, minan la confianza social en ellas o atentan directamente contra la esencia misma del Estado desde la irracionalidad.

Pues bien, es evidente que la acción del Gobierno, ha estado y está influido por el hecho de desenvolver su tarea política en el contexto de un período constituyente y es lógico que mi Gabinete estuviera y esté directamente afectado por la necesidad de anteponer, en las actuales circunstancias, la política de Estado a la política de Gobierno Esta misma exigencia se ha planteado también a todas las fuerzas políticas democráticas.

A partir de este contexto básico, entiendo que los tres rasgos característicos que, en última instancia, definen la posición actual del Gobierno y explican nuestra forma y modos de gobernar son: la legitimidad democrática, la tarea gestora y la estrategia de la concordancia.

El Gobierno es, a partir de los resultados electorales del quince de junio, la expresión de la mayoría parlamentaria. Ello es así porque UCD es la mayor de las fracciones en el Congreso y en el Senado y porque existe la posibilidad reglamentaria, de conformidad con la Ley a tal efecto aprobada por estas Cortes, de someter al Gobierno a un procedimiento de censura con la consiguiente responsabilidad política.

Mi Gobierno actúa, por tanto, investido de una incontrastable legitimidad democrática.

En segundo lugar, todo Gobierno y el español por supuesto, dirige la política nacional. La política es por esencia tensión polémica y conflictiva entre términos de distintas y decisivas alternativas. Y entre esos términos, el Gobierno, como responsable de la política de la Nación, está llamado a optar. Pero esas opciones pueden ser más o menos irreversibles y tomarse con horizontes de tiempo más o menos largos.

Cuando existe una Constitución, y es necesario insistir en ello una y otra vez, expresión de una concordia básica generalmente aceptada, el disenso y la confrontación en la política cotidiana pueden alcanzar niveles más profundos y afectar a ámbitos muy diversos. El acuerdo en lo básico permite polemizar en todo lo demás.

En consecuencia, en una situación de estabilidad constitucional —que no es todavía el caso de España— las opciones necesariamente diversas de gobierno pueden ser muchas más y mucho más profundas.

Por el contrario, durante un proceso constituyente, el Gobierno ha de limitar el alcance de esas opciones, manteniéndose en niveles no sustanciales de disenso, porque son los únicos capaces de evitar lo que sería el más grave peligro para el cuerpo político: la inexistencia de una concordia radical en el país, en la raíz, respecto a los elementos básicos de la convivencia nacional.

Esta situación transitoria, propia de todo período constituyente, condiciona cualquier aspecto de la acción política, puesto que el desarrollo del proceso —desde la reforma del derecho de familia hasta el Estatuto de las autonomías o la convocatoria de elecciones, por poner ejemplos expresivos— depende de las decisiones básicas que el Constituyente —primero, las Cortes, y luego, el pueblo español— ha de tomar.

Por todo esto, es obvio que la tarea gestora del Gobierno está sometida a unos condicionantes y a unas superiores exigencias de la política del Estado, que se modificarán sustancialmente cuando se apruebe la Constitución.

Y esa Constitución, en cuanto expresión de la concordia nacional, ha de ser obtenida por consenso, para lo cual es preciso contar con las diversas fuerzas políticas en presencia. Lógicamente, esta política de convergencia a nivel constitucional, tiende a afectar a los demás ámbitos de la vida política. Difícilmente puede realizarse una política económica de enfrentamiento entre derechas, centro e izquierdas, por ejemplo, si, al mismo tiempo, se pretende que derechas, centro e izquierdas colaboren en alcanzar la concordia constitucional.

En cualquier caso, debe quedar claro que la política de consenso no trata de forzar unanimidades, sino de lograr acuerdos libres y responsablemente asumidos por las fuerzas políticas y por las instituciones representativas.

Todo esto, mejor que ninguna otra razón, explica la moderación del Gobierno y del partido en la mayoría gubernamental durante este período constituyente.

Nuestra historia nos enseña la trágica lección de la ineficacia de unas Constituciones que han sido expresión solamente de una parte de las fuerzas políticas de la Nación española. Esa lección la hemos aprendido y por ello todos nos sentimos comprometidos en una Constitución que valga para todos. Una Constitución que sea aprobada por el voto casi unánime de las Cortes y por el referéndum casi unánime del pueblo español.

Y la demostración más clara de que en los momentos actuales de España, a diferencia de épocas anteriores, es y debe ser posible el entendimiento entre las distintas fuerzas políticas y sociales, es el acuerdo alcanzado en la firma de los Pactos de la Moncloa.

La política de consenso, como indiqué ante este Congreso el pasado veintisiete de octubre, ha afectado a «unos grandes temas que entiendo son básicamente: la nueva Constitución, la reconciliación nacional, la superación de la crisis económica, el establecimiento de un marco inicial y transitorio para las autonomías y la adecuación sustancial sobre derechos y libertades públicas al nuevo sistema democrático».

Pero que conste que nadie pretende perpetuar y extender indefinidamente esta política. En caso contrario, podría llegar a sustituirse la dialéctica mayoría-minoría por un sistema de «democracia unánime», sólo propia de los sistemas arcaicos y tribales o de los regímenes políticos totalitarios de nuestros días.

Por ello urge terminar el proceso constituyente y sustituir en lo demás el consenso por la moderación en la defensa de las respectivas posiciones opuestas o divergentes.

Voy a intentar a continuación abordar aquellos temas que en estos momentos preocupan más a la opinión pública y sobre los que yo estimo que —como dije antes— se ha producido un cierto ambiente de pesimismo que no responde a la realidad objetiva entendida en toda sus extensión, aunque sí pueda ser en parte reflejo de aquella realidad más reducida que los españoles tocan en su vida cotidiana. Concretamente me voy a referir a la política económica y social; a la paz ciudadana y al orden público, y a la política exterior.

Creo que Sus Señorías estarán de acuerdo en que de todos los problemas que nuestro país tiene planteados, el más acuciante, el más vital, el que más preocupa, y lógicamente, a todos los españoles, el que más influye en su descontento y en su pesimismo, es el de nuestra situación económica y social.

Por eso, parece lógico tratar, en primer lugar, lo relativo a la política social y económica del Gobierno, a los Acuerdos de la Moncloa y a su ejecución, sin perjuicio de que a continuación el Vicepresidente para Asuntos Económicos y Ministro de Economía exponga con más detalle a Sus Señorías este mismo tema.

Pues bien, cualquier intento de referirse a la política económica del Gobierno tiene que partir de unos hechos que la condicionan, de unos acuerdos para afrontarlos que la definen y de unas resoluciones de las Cortes que la comprometen.

Es este triángulo definido por hechos, acuerdos y compromisos parlamentarios el que debe acotar un debate razonado y razonable sobre la situación de nuestra economía y su encauzamiento por la política económica aplicada por el Gobierno.

La base de esa política está en los hechos. Se ha dicho con fortuna y con verdad que los hechos son testarudos. Cualquier intento de negarlos, ignorarlos o encubrirlos, no puede fundamentar una política económica realista.

Afirmación que, si siempre es cierta, resultaba claramente obvia en la España que salió de las elecciones de mil novecientos setenta y siete dispuesta a crear ilusionadamente una democracia y que debió hacerlo desde una sociedad afectada por una crisis económica grave, duradera y mundial.

Una crisis con tres síntomas externos registrados en todas las economías nacionales:

Esos hechos no eran nuevos. Cuatro largos años era el dilatado plazo en el que testimoniaban su presencia, probando así que la economía mundial de nuestro tiempo no estaba atravesando un simple bache semejante a otros que vivió y superó en los veinte años anteriores, sino que en mil novecientos setenta y siete la economía de los distintos países continuaba empeñada en el difícil proceso de adaptación a las nuevas condiciones derivadas de la crisis energética, abierta a finales de mil novecientos setenta y tres. Una crisis cuya solución demanda la práctica de difíciles y costosos reajustes servidos con decisión y, subrayo, con perseverancia.

Es importante afirmar y comprender que esos tres hechos en que la crisis económica se manifiesta constituían y constituyen problemas españoles que no son distintos de los del resto del mundo.

Y lo es, no porque así vaya a aplicársenos el viejo refrán que anuncia el consuelo a las desventuras propias en los males ajenos, sino porque sólo de este modo aceptaremos que el camino que lleva a la solución de nuestros problemas no puede ser distinto del que habían seguido y siguen los países que, con sacrificios y esfuerzos, han ido dominando y superando las dificultades.

Porque sólo de ese modo podíamos soslayar el riesgo de utilizar la supuesta peculiaridad de nuestros males para eludir unos remedios costosos, cuya única peculiaridad consiste en que éramos y somos nosotros los españoles quienes tendremos que ponerlos en práctica.

Reconocer la dura realidad de estos hechos constituía una condición absolutamente necesaria para salir de la crisis económica a la que no podría escapar ningún partido, ninguna ideología, ningún programa. Porque, en efecto, esos hechos se presentaban con rotunda elocuencia en nuestro país: una inflación que superaba el veinte por ciento, un déficit con el exterior que apuntaba hacia la imposible cifra de los cinco mil millones de dólares, un paro situado en el cinco por ciento de la población activa.

Resolver esos graves problemas económicos constituía —por otra parte—, y ésta sí que era y es una peculiaridad española, una exigencia para construir la democracia, por la que nuestro pueblo se había manifestado con clara e inequívoca rotundidad en las fechas históricas, primero del quince de diciembre del mil novecientos setenta y seis y luego del quince de junio de mil novecientos setenta y siete.

Ese doble convencimiento de reconocer y proclamar los problemas que la crisis económica planteaba y atribuir a su solución la prioridad sobre las posiciones de partido para construir la democracia, constituyó el sólido fundamento de la nueva política económica española.

Nueva porque por primera vez en nuestra historia la política económica no se definía desde una posición partidista, sino desde el más amplio y exigente punto de vista del interés nacional.

Todos los partidos políticos con representación parlamentaria —sin excepción alguna— entendieron, con acierto que recibió el elogio y alabanza del mundo entero, que la economía no podría convertirse en ningún caso en el detonante que condujera a un enfrentamiento entre las distintas fuerzas políticas de la incipiente democracia.

Por el contrario, el papel que debía jugarse por la economía era el de catalizador del proceso democrático.

Esa política económica construida sobre la transigencia y el acuerdo de los legítimos intereses de partido se diferenciaba claramente de la aplicada en otros países, tanto por su fundamento democrático como, sobre todo, por su composición y por los elementos que la integran. Se trata, en efecto, de una política con dos sumandos distintos y complementarios.

Es, desde luego, una política de saneamiento económico, basada en la disciplina presupuestaria, en la disciplina monetaria, en una política de rentas que modera el crecimiento de los salarios dentro de unos límites responsables y posibles y de la contención del coste de trabajo derivado de la Seguridad Social.

Pero es también una política de reformas, reformas que tratan de que nuestro sistema económico —como piden nuestros empresarios— sea un sistema de economía social de mercado, basado en la libre iniciativa y en la empresa privada. Cuando esto se pide, se olvida con frecuencia que ese sistema económico —que rige los destinos de las sociedades industriales en Occidente— combina dos términos, social y de mercado, que deben hacerse compatibles.

El sistema debe ser de mercado: abriéndolo a la competencia, acabando con los privilegios de sectores y empresas. Ese sistema debe generar beneficios forjados en la competencia libre que alimenten la inversión empresarial.

Pero ese sistema de mercado debe ser social también, y esto significa, entre otras cosas, que las cargas fiscales se repartan con justicia, que sean capaces de sostener un sector público transparente, claramente definido y fiscalizado, que produzca los bienes y servicios públicos de los que precisa una sociedad industrial.

El Estado tiene que garantizar los equipamientos sociales necesarios para que todos los españoles tengan acceso real a los bienes de la educación, de la cultura, de la sanidad, de la seguridad social, de la vivienda o del ocio. Y para ello, el Estado necesita disponer de los necesarios recursos económicos, que sólo puede obtener a través de los impuestos que vamos a pagar todos de acuerdo con nuestros ingresos reales.

La política económica ha tratado con frecuencia de estabilizar, tras la crisis energética, la economía de muchas sociedades sin aceptar ni incorporar las reformas institucionales necesarias, con lo que las consecuencias negativas de la crisis la soportaban las personas con rentas más reducidas, pues la imposición no se utilizaba para repartir con justicia los esfuerzos reclamados de la sociedad. Y, por otra parte, al no reformarse ni el sistema económico ni las estructuras productivas, la inflación y el desequilibrio exterior volvían a aparecer cuando la economía aceleraba su marcha.

El programa de Reforma y Saneamiento Económico pretende superar también estos posibles inconvenientes.

Esta mirada al pasado para recordar hechos actuales no trata de ser el recordatorio inútil de una historia que, por reciente, corre el peligro de haberse olvidado. Aspira a algo más: A recordanos dónde reside el principal activo de nuestro país para superar la crisis económica.

Ese activo se halla, sin duda, en la capacidad de trabajo de los españoles, en la preparación de nuestros técnicos, en la voluntad de nuestros empresarios y trabajadores, y en los Acuerdos que todos los partidos políticos suscribimos hace cinco meses y que hace cinco meses las Cortes comprometieron con el Gobierno.

Cinco meses de vida es un plazo corto para juzgar una política económica que se enfrenta a una crisis tan grave y compleja como la que nos afecta y cuyo remedio pide transformaciones profundas en instituciones y estructuras heredadas del pasado y solidificadas por años de vigencia.

Sin embargo, no es menos cierto que los resultados obtenidos a corto plazo no deben silenciarse, pues la divulgación y conocimiento de esos resultados deben ganar la difícil credibilidad pública que tanto se regatea a todo programa que exige sacrificios generales.

Esos resultados existen y han alterado en forma importante el panorama de los desequilibrios que la economía española contemplaba unos meses atrás.

El frente en el que las cifras ofrecen unos resultados más espectaculares es el de la balanza de pagos. Un frente en apariencia lejano de las preocupaciones diarias del ciudadano medio, pero ante el que inevitablemente se ha detenido la marcha de la economía española en el pasado. Los hechos y los datos serán expuestos a esta Cámara por el Vicepresidente para Asuntos Económicos en su intervención.

Hay también mejoras importantes en el mal más grave y profundo de nuestra economía: en la inflación, mejoras reales y mejoras psicológicas. Mejoras reales tanto en el índice de precios de consumo como en el de precios al por mayor. La tasa de crecimiento del índice de precios al consumo ha descendido de modo espectacular desde el veintiocho por ciento que registraba en los meses de otoño.

El panorama es menos favorable —como debía esperarse por quienes firmaron los Acuerdos de la Moncloa y conocieran sus previsiones— en los frentes del ritmo de la actividad económica y los niveles de ocupación.

Si atendemos a los indicadores reales, tres rasgos destacan en nuestro panorama productivo: una tasa de crecimiento en mil novecientos setenta y siete del orden del dos y medio por ciento semejante a la que ha dominado en los países de la OCDE. Un retroceso productivo en el segundo semestre probablemente no superior al uno por ciento. Una mejora reciente de las expectativas empresariales sobre la evolución futura de la producción industrial, mejora centrada en la exportación y en los bienes de consumo, los dos sectores que habrán de tirar de nuestra economía en los meses inmediatos.

Este horizonte productivo no puede olvidar la existencia de sectores con problemas de estructura gravemente afectados por la crisis mundial, que reclaman una atención prioritaria de la política económica. Sectores como el siderúrgico y el naval.

Las Cortes han de conocer en detalle y decidir la oportunidad sobre los programas de reestructuración sectorial que tratan de practicar las reformas necesarias aplazadas desde antiguo y que no resulta posible posponer por más tiempo.

A pesar de que la situación de la actividad ha sido, probablemente, menos débil de lo que se reflejaba externamente —si se exceptúan algunos sectores en crisis bien conocidos— la situación del paro ha continuado deteriorándose debido básicamente a que el ritmo de aumento de la población activa —eliminada la cómoda e injusta válvula de escape de la forzosa emigración exterior— exige tasas de crecimiento productivo superiores al cuatro por ciento anual para ser absorbido.

Más que el volumen total del paro reflejado en unas cifras, importa señalar los dos hechos básicos de que la desocupación continúa afectando básicamente a la población activa joven recién llegada al mercado de trabajo y sigue centrándose especialmente en algunas regiones, como en Canarias, Extremadura y Andalucía a la cabeza.

Ahora bien, para remediar ese problema se han dirigido actuaciones importantes del Gobierno que es necesario mejorar. Mejorar en su dirección, en su cuantía, en su oportunidad, en su operatividad.

Pero muy poco podrá conseguirse en la mejora de la actividad y en la elevación de las cifras de ocupación si no se afianzan los resultados ya conseguidos en el terreno de los precios y en el del sector exterior. Porque sólo en la medida en que se logren superar los desequilibrios internos y externos, estaremos en condiciones de afrontar los difíciles problemas que a largo plazo tenemos planteados.

El hecho de que las cifras de equilibrio presenten un cariz que muy pocos esperaban cuando el Programa de Saneamiento y Reforma Económica inició su aplicación, abre una puerta para la esperanza y el optimismo y también para la perseverancia.

Porque estos resultados a los que se acaba de aludir no se presentan como motivo para la complacencia, sino para proclamar la continuidad en el esfuerzo y para repasar con cruda franqueza el conjunto de los compromisos que los Pactos de la Moncloa contienen.

Conocemos hoy que el esfuerzo de la sociedad española de los meses pasados no ha sido en vano. No se ganan gratuitamente resultados como los que ofrece la balanza de pagos o los índices de inflación.

No se ofrecen créditos y ayudas internacionales como los que España acumula en los momentos presentes a un deudor insolvente e irresponsable.

No se extienden avales de credibilidad a un programa como los que el Fondo Monetario internacional o la OCDE han concedido a nuestro Programa de Saneamiento y Reforma, si éstos no cuentan con la debida garantía y solvencia técnicas.

Todos estos reconocimientos se han ganado por el esfuerzo del pueblo español al servicio de la política económica nacida de los Acuerdos de la Moncloa.

Pero quizá en política económica es más fácil decir empecemos que votar por la perseverancia del continuemos.

Pero debe quedar claro que el Gobierno estaba, y está, dispuesto a que esa continuidad en la aplicación de los Acuerdos de la Moncloa no se rompa.

Y ello porque está convencido, como lo estábamos todos hace sólo cinco meses, de que son el único y eficaz sistema para solucionar la crisis económica y hacer posible una realista y eficaz política social.

El Gobierno está convencido de que la discontinuidad de la política económica ha constituido a lo largo de nuestra historia su principal debilidad. Apenas comprometido un plan de saneamiento, apenas prestados los primeros esfuerzos que reclama, apenas registrados sus primeros efectos, se piensa y se pide —desde todas las instancias sociales— que se modifique.

Una política de interés nacional tiene que cerrar sus oídos a estas impaciencias si quiere construir con firmeza su progreso en el futuro.

Sin embargo, continuidad en el esfuerzo no equivale a proclamar que la aplicación de los acuerdos haya sido perfecta.

Los Acuerdos de la Moncloa constituyen una solución para la crisis, articulada de esfuerzos y renuncias, a los que obligan las medidas de saneamiento y a las que fuerzan las decisiones de reforma.

El Gobierno no teme, sino que desea un juicio en profundidad de los compromisos adquiridos en los acuerdos. El Gobierno reconoce que esta aplicación no ha sido perfecta y que registrar los defectos de la política aplicada y reconocer sus errores constituye la única vía para tratar de superarlos.

En resumen, señores Diputados, creo poder afirmar que el Gobierno no sólo está dispuesto a cumplir los Acuerdos de la Moncloa, sino que está decidido a que se cumplan. Sin vacilaciones y sin concesiones demagógicas de uno y de otro signo. Y con el convencimiento de que la existencia cada día más estructurada y potenciada de Sindicatos y Organizaciones empresariales facilitará ese cumplimiento.

Como he dicho antes, mi Gobierno entiende que sólo la perseverancia en la ejecución del Programa de Saneamiento y Reforma de nuestra Economía, permitirá que, a no muy largo plazo, los españoles, las economías familiares empiecen a sentir los efectos positivos de nuestra política.

Yo comprendo que, por ahora, la evolución favorable de algunos datos macroeconómicos no pueden tranquilizar ni satisfacer las exigencias de aquellos españoles que no encuentran trabajo o que tienen graves dificultades económicas, a nivel familiar o empresarial.

Pero creo que sería injusto y equivocado no admitir que la mejora de esos datos macroeconómicos abre una fundada esperanza para que, a medio plazo, se experimente una mejoría real en todas las empresas y en todos los hogares.

Como sería injusto y equivocado pretender que un programa económico, para solucionar una crisis de la gravedad de la española, produjera efectos espectaculares y definitivos en poco más de cien días.

La seguridad ciudadana es una necesidad social a la que el Estado tiene que dar respuesta como servicio a la comunidad.

Yo sé que esta preocupación del Estado es, y debe ser, ampliamente compartida. La siente el pueblo español al margen de las distintas ideologías políticas. La viven todas las fuerzas políticas parlamentarias. Y el Gobierno, por supuesto, la comparte plenamente.

Es verdad, señoras y señores Diputados, que hemos operado un cambio importante en el sentido del orden público, concedido como medio para garantizar la libertad.

Porque la libertad es la esencia misma de la democracia, siempre que se garantice la seguridad como condición indispensable para que el ejercicio de esa libertad sea una realidad y no una simple ficción.

Así nace la idea de la seguridad ciudadana como concepción democrática del orden en un régimen de libertad.

Este concepto se traduce en la protección de la integridad física y moral de la persona, la salvaguardia de sus libertades y derechos fundamentales, tanto individuales como colectivos, y la defensa de su actividad, bienes y relaciones.

Hacer efectivo el ejercicio de las libertades en un contexto de seguridad ciudadana es el objetivo de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado.

El cumplimiento de esa finalidad exige que las fuerzas de seguridad del Estado permanezcan al margen de cualquier opción concreta. Su política es la política del Estado. Servirla con constancia y eficacia es su misión, cualquiera que sea la orientación política del Gobierno en cada momento.

Por entenderlo así, en el Proyecto de Ley de la Policía se establece que las Fuerzas de Seguridad del Estado tendrán como misión defender el ordenamiento constitucional, proteger los derechos y libertades de los ciudadanos y garantizar la seguridad personal de éstos.

Pero este cambio en la concepción del orden público no implica ninguna relajación del principio de autoridad.

Yo he de decir a Sus Señorías que ni ha habido, ni hay, ni habrá debilitamiento alguno en la posición del Gobierno en relación con el orden público. Lo cual no quiere decir que no existan problemas de orden público o que estos problemas no nos inquieten.

Porque nos preocupan, y el Gobierno está afrontándolos con seriedad, con rigor y en profundidad, más allá de las puras declaraciones retóricas, estamos haciendo un serio esfuerzo de modernización y adaptación de las Fuerzas de Seguridad del Estado, esfuerzos cuyos frutos no tardarán en hacerse presentes en la Sociedad.

Concretamente, en el terreno jurídico, el Gobierno ha cumplido íntegramente todo lo previsto en los Pactos de la Moncloa, con excepción de lo relativo a la reforma del Código de Justicia Militar, que será remitido a las Cortes en este mes de abril, aun cuando algunos aspectos han sido ya reformados.

En otro plano, y para conseguir una mayor coordinación, se han delimitado las competencias entre las Fuerzas de Orden Público; se ha creado la Policía Femenina, la Escala Facultativa y una Unidad Especial de Policía Judicial, y se ha procedido a una amplia reorganización territorial y nueva distribución de los Cuerpos integrantes de la Policía Gubernativa.

En todo caso, el máximo esfuerzo se ha hecho en el aspecto humano: reforma del plan de estudios de la Escuela General de Policía: realización de estudios y prácticas en otros países; extensión de la Seguridad Social de los funcionarios civiles de la Dirección General de Seguridad; incompatibilidad de las Fuerzas de Seguridad del Estado para el ejercicio de otra actividad, y aumento de las retribuciones del personal.

Asimismo, y dentro de las dificultades presupuestarias, se han dedicado en 1977 varios miles de millones para mejorar los equipos y material de la Dirección General de Seguridad y de la Guardia Civil.

Mi Gabinete está convencido de que nuestras Fuerzas de Seguridad del Estado, con el impulso y respaldo del Gobierno y de las fuerzas políticas, y dotadas de los medios técnicos y jurídicos adecuados, podrán dar la respuesta necesaria a los intentos de alterar el orden público y de atentar contra la integridad personal, la propiedad y la intimidad de los ciudadanos.

Ahora bien: no quedaría completo mi análisis de este tema si no recordara ante esta Cámara que en el desorden ciudadano hay que distinguir tres aspectos, cuya situación es diferente.

En primer lugar, el desorden público producido por la transición política, que se da necesariamente en todo proceso de cambio y como consecuencia de la falta de adaptación de las leyes y de las personas a la nueva situación.

Nunca ha sido grave este desorden en nuestra transición a la democracia, hasta el punto de haber merecido la admiración internacional. Pero lo importante es anotar que este tipo de desorden hoy está prácticamente superado. No hay más que estudiar las cifras de agitaciones, manifestaciones y huelgas políticas para comprobar su clara tendencia a la reducción.

En cuanto a la criminalidad común es verdad que ha sufrido los aumentos consecuentes a las propias dificultades económicas y a los procesos de movilidad social y tampoco es menos cierto, al coincidir con la transición política, «se siente más», quizá como consecuencia de que se habla más de ella. Su incremento no ha sido alarmante. Mayores son los temores y los rumores que la realidad. Pero hemos realizado importantes esfuerzos en este tema y empiezan a obtenerse resultados satisfactorios en la prevención, investigación y persecución de este tipo de delito.

En tercer lugar sufrimos la criminalidad de bandas armadas. No nos consuela saber que es común a todo el mundo. Nos preocupa hondamente. Sabemos que es una lucha contra la Sociedad y contra el Estado y nos defendemos con firmeza.

Pero quiero advertir también, porque nunca he tratado de crear falsas esperanzas o prometer imposibles, que como ya dije en enero de 1977, al referirme a los actos terroristas: «No podemos afirmar que tenemos la solución inmediata, porque no existe, pero también porque no queremos ni podemos engañar al pueblo español. Y esa misma necesidad nos hace reconocer que no existe un problema de autoridad, porque allí donde haya un criminal dispuesto a matar existe la posibilidad de que se cometa un crimen.»

Repito ahora que nadie puede prometer éxitos espectaculares. Sólo diré que no vamos a desmayar día tras día en la lucha abierta contra esta forma de criminalidad.

Y que el rechazo social que se ha producido, la modificación en las actitudes internacionales y el perfeccionamiento de nuestras fuerzas de seguridad permiten abordar el futuro con la esperanza de que este cáncer de las sociedades actuales pueda empezar a remitir.

En este orden de objetivos prioritarios de la actuación del Gobierno merece una singular atención la definición de nuestra política exterior. El Gobierno parte de un principio: No es concebible una política exterior de España que no sea una política de Estado compartida por la mayoría de la nación y, por supuesto, de los grupos políticos que componen el Parlamento.

Si hay algún orden de nuestra vida pública donde es necesaria la coincidencia por encima de las opciones ideológicas o de partido, ese orden es el papel de España en el mundo.

Por todo ello, y contando conque muchos temas concretos han de ser objeto de debate parlamentario en su momento, el Gobierno se plantea una política exterior, dentro de la política general del Estado, que parte de la realidad de España: De su realidad política, de su realidad geoestratégica y de su realidad económica.

Nuestra acción exterior es, ante todo, resultado de un objetivo prioritario, no negociable, irrenunciable y permanente, sobre el que la supervivencia misma del Estado se apoya: Me refiero a la independencia e integridad de la Nación.

En este orden afirmar la seguridad del territorio en el marco de nuestro entorno geográfico es nuestro punto de partida, que conlleva una vocación de solidaridad dentro del respeto al sistema de las Naciones Unidas.

En el tiempo transcurrido hasta hoy hemos normalizado nuestras relaciones con el mundo. Pero no hemos buscado sólo una normalización, sino que hemos logrado insertar a España en la órbita internacional que le corresponde. Hoy nuestra Nación está inserta en ese conjunto de países que defienden el mismo sistema de valores: La defensa de los derechos humanos, la distensión y la construcción de un orden económico internacional justo.

Pero, ¿qué duda cabe de que España debe jugar además en el mundo con unos intereses concretos?

Pues bien, en la promoción de esos intereses España actúa prioritariamente en dos áreas, Europa y América. Buscamos una relación normal con todos los países europeos y, particularmente, hemos abierto las negociaciones para una integración total en la Europa comunitaria.

En América queremos dedicar una atención especial a los países iberoamericanos, con los que hemos de pasar de unas relaciones históricas marcadas por su carácter emotivo a unas nuevas relaciones basadas en el intercambio real.

Pero queremos llegar más lejos. España está situada en el Mediterráneo y quiere contribuir a un orden de paz y colaboración con los países ribereños. Con las naciones africanas de las que estuvimos muy alejados queremos llegar a una política de mayor cooperación que se ha de concretar en la adopción de acuerdos específicos.

Por último, Señorías, nuestra política exterior tiene otra dimensión humana inaplazable: Atender y asistir a los españoles que viven fuera de nuestras fronteras. Independientemente de que el objetivo último sea su retorno, hemos de contar con la realidad de que la emigración existe y de que tiene unos problemas humanos y culturales, fundamentalmente que debemos atender con toda la puntualidad que las circunstancias nos permiten.

España, señores Diputados, desarrolla una política exterior definida por su enmarque político, económico, cultural y geográfico en el mundo occidental.

Hemos tratado de normalizar nuestra presencia en el mundo. Pero no queremos una política exterior sólo de presencia. No queremos una política exterior sólo de aspectos formales. Queremos una política exterior que vea intensificados sus contenidos, y por eso a la dimensión política precisa como punto de partida añadimos la dimensión económica como atención preferente.

Y para que ello sea operativo y para que España tenga el protagonismo que le corresponde, tendremos que aumentar las potencialidades del país. Pero tendremos, sobre todo, que fundamentarlas en una gran coincidencia nacional sobre los objetivos, en este sentido el Parlamento tendrá mucho que decir.

Pienso, señoras y señores Diputados, que mi intervención quedaría incompleta si no abordara ahora, aunque sea muy esquemáticamente, nuestro programa de futuro.

Lógicamente, ese programa ha de tender, como he dicho antes, a alcanzar en breve plazo ese horizonte último que nos propusimos hace casi dos años de devolver el protagonismo político al pueblo español y consolidar un Estado democrático de derecho; de establecer las bases para hacer posible, en plenitud, una economía social de mercado, y, en último término, para que España se inserte de forma estable en un modelo de vida y de organización política, social y económica, similar al de los países occidentales de nuestro ámbito geográfico y cultural.

Y lógicamente también nuestro programa político debe partir de los datos de la realidad actual, incluido el aspecto psicológico que determina el clima social existente.

Sobre estas bases voy a intentar exponer con brevedad las intenciones y propósitos del Gobierno en cuanto a la forma de dirigir la política nacional, a los objetivos prioritarios de nuestra política y al sentido y horizonte del proceso de cambio.

Señoras y señores Diputados, la política española actual no parte de una revolución ni está en trance de agotamiento en sus fórmulas democráticas. Pero tampoco ha llegado a la consolidación definitiva de su nueva estructura política. Estos tres datos son los que consciente y reflexivamente me hacen patrocinar desde un Gobierno de partido la política de convergencia que estamos practicando.

Pero no me propongo la continuidad de esa política ni por rutina ni por comodidad. Probablemente no cabe una política menos rutinaria ni más incómoda que la que, con la colaboración de todos, estamos practicando en estos meses. Para todos sería mucho más sencillo, más espectacular y acaso más rentable desde una óptica puramente partidista el defender a ultranza el conjunto y cada uno de los postulados de nuestros respectivos programas.

Ahora bien: con la misma claridad con la que estoy dispuesto a mantener, en colaboración con todos los partidos, esta política de diálogo, quiero adelantar que una vez esté definitivamente aprobada la Constitución, aunque sigamos siendo fieles a los pactos y compromisos adquiridos, comenzaremos un modo de gobernar propio de sociedades plenamente democráticas. La discrepancia será lo normal, dentro de las pautas constitucionales ya establecidas y respetadas por todos.

Lo cual no deberá significar que prescindamos de la moderación ni de la colaboración cuando lo exijan los superiores intereses de la Nación. Pero ya entonces podremos mantener con plenitud la defensa de nuestros respectivos programas, sin que tal mantenimiento implique una permanente puesta en cuestión de las reglas básicas de nuestra sociedad, ni el riesgo de caer en el caos o en la involución.

Con lo que acabo de decir respondo al interrogante de cuál será el modo de gobernar. También debo decir unas palabras sobre los temas concretos a los que pienso dedicar atención prioritaria y sobre los cuales voy a recabar la colaboración preferente de todas las fuerzas políticas.

Desgraciadamente son muy numerosos los problemas importantes con los que tiene que enfrentarse mi Gobierno y, de alguna forma, todas las fuerzas políticas; problemas que se plantean con el acento de exigencia propio de una democracia recién estrenada y con el eco amplio que les proporciona un régimen de libertad. Algunas veces su acumulación y su publicidad pueden producir una cierta sensación de agobio en la opinión pública.

Yo quiero decirles a ustedes que a mi Gobierno ni le agobian ni le asustan los problemas. Que los asumimos todos responsablemente, aun cuando no se hayan generado en nuestra etapa de gestión política.

Y que el Gobierno y los distintos Departamentos ministeriales están trabajando sin descanso para su solución, como lo demuestra el extraordinario número de disposiciones y medidas que el Gobierno ha ido adoptando y aplicando en los últimos meses, con unos grados de eficacia que siempre pretendemos que sean superados.

Lo que sí debo indicarles ahora es que entre esta maraña inmensa de problemas el Gobierno tiene necesariamente que señalar unas prioridades y señalar objetivos de atención preferente.

Entre esos objetivos prioritarios del Gobierno y de los partidos está, como ya vengo apuntando en mis palabras anteriores, la Constitución, que representa un objetivo en sí misma, en cuanto que es la pieza que permitirá consolidar nuestra naciente democracia

Pero por ser importante y trascendente por sí misma la Constitución, también lo es por sus consecuencias. Por lo que no se puede hacer hasta que esté promulgada, por lo que podrá hacerse a partir de su vigencia.

He sabido, señoras y señores Diputados, y a este convencimiento respondieron los acuerdos políticos de la Moncloa, que aun cuando las superiores estructuras de nuestro Estado son nítidamente democráticas y aunque el comportamiento de nuestro pueblo va asumiendo ejemplarmente la realidad de una sociedad pluralista, hay un conjunto de Leyes básicas en nuestro Ordenamiento jurídico que corresponden a una concepción no democrática de la sociedad y que, por consiguiente, provocan múltiples distorsiones en nuestra vida diaria.

En los acuerdos políticos de la Moncloa hemos pactado un conjunto de medidas legislativas de cambio. Lo hemos pactado y lo hemos cumplido. Pero estos cambios, mientras no se apruebe la Constitución, son necesariamente provisionales o precarios.

Es, por citar un ejemplo, el caso de las autonomías regionales. El Gobierno, consecuente con el programa electoral de UCD y con su declaración inicial, cree que España y su unidad se potencian y se enriquecen con una política inteligente, sensata y realista de autonomías regionales.

Pero mientras la Constitución no marque la estructura del Estado, el camino y las reglas de comportamiento de los entes autónomos no cabe establecer definitivamente los sistemas autonómicos.

En un gran esfuerzo de imaginación compartido entre el Gobierno y las fuerzas políticas hemos llegado a las fórmulas preautonómicas que permitirán a los pueblos y regiones de España irse preparando para la autonomía y conociendo cuáles son sus ansias y capacidades de gestión propias para que los servicios sean debidamente atendidos.

Creo que la fórmula se está revelando como positiva. Pero qué duda cabe de que mejor sería tener ya fijado un marco de referencia que nos permitiera sistemas definitivos autonómicos, aunque su adopción fuera todo lo gradual que la prudencia y la eficacia aconsejaran.

Es claro también que la Constitución representa ya una etapa previa para poder dar nuevos pasos en la culminación del proceso político. Así lo han entendido estas Cortes al decidir que las elecciones municipales no podían tener lugar antes de que se apruebe el texto constitucional, ni siquiera coincidiendo con sus debates. Aunque, naturalmente, y dada la urgencia de disponer de unos órganos auténticamente representativos a nivel provincial y municipal, se determine la necesidad de que tal y como anunció el Ministro del Interior, las elecciones municipales se convoquen a los treinta días de aprobada la Constitución.

No pocas de las tensiones y perplejidades que actualmente afectan al pueblo español exigen como respuesta la claridad y la firmeza de una Constitución aprobada por las Cámaras y refrendada por la Nación y precisan de unas Leyes definitivas que vayan remodelando y estabilizando unas pautas sociales de comportamientos que en todo período de transición se perciben con alguna dosis de miedo por la opinión pública, porque son necesariamente cambiantes e inseguras.

Por ello, y porque así lo hemos proclamado todos los partidos en la campaña electoral, es objetivo prioritario de mi Gobierno, al que estoy seguro se adhieren todas las fuerzas parlamentarias, la rápida aprobación de nuestra futura Constitución.

Sin embargo, antes de la aprobación de la Constitución el Gobierno ha comenzado y se propone continuar una tarea de reforma que se ajusta en su concepción al Estado de derecho que el texto constitucional habrá de establecer con perfiles definitivos. En buena parte esta tarea se realiza en ejecución de los Pactos de la Moncloa, coincidiendo con otras medidas de notable alcance. El hecho es que como programa de gobierno nos enfrentamos hoy con una importante reforma del sistema fiscal y del sistema financiero, con la transformación del sistema educativo y de la Seguridad Social, con una nueva concepción del urbanismo y de la empresa pública, con una configuración nueva de las fuerzas de orden público y de las Instituciones penitenciarias, con la elaboración de un Estatuto de la Función Pública que modernice y agilice nuestra Administración.

Creo, señoras y señores Diputados, que nunca ningún Gobierno tuvo que formular y llevar a efecto tan profundo y amplio programa. Simultáneamente, junto a esta obra ingente de modernización, el Gobierno ha atendido ya en gran medida las exigencias urgentes de la propia transición y prepara las decisiones que habrán de ponerse en marcha con carácter inmediato tras la promulgación de la Constitución.

Junto a la Constitución, el Gobierno entiende que las prioridades políticas de nuestro país continúan centrándose en torno a la política económica social, a la defensa de la seguridad ciudadana y a nuestra política internacional.

Cara al futuro, la política económica y social tendrá que basarse en la ejecución plena de los Acuerdos de la Moncloa y en el establecimiento de un marco de relaciones laborales que respetando la autonomía de las partes facilite al mismo tiempo el necesario proceso de negociación y diálogo entre ellas.

Pero no vamos a contentarnos con el escrupuloso y puro cumplimiento de lo pactado. Nuestra responsabilidad política nos impone prestar una exquisita y rigurosa atención hacia las consecuencias negativas que un plan de tal entidad comporta, de manera singular a las ya previstas del paro y la baja tasa de inversión.

Yo invito a todos los partidos a que compartan con nosotros no sólo la estricta aplicación de los Acuerdos, sino también la atención hacia estas importantes facetas complementarias. Este es nuestro reto en los próximos meses.

También, dentro de este orden de prioridades, está, por razones obvias, la defensa de la seguridad ciudadana y la proyección exterior de nuestro país.

Nos proponemos intensificar la lucha ante todo tipo de bandas armadas, así como aumentar los niveles de seguridad jurídica y garantizar la eficacia de la acción policial, a cuyo efecto continuaremos proponiendo a estas Cortes y adoptando en el seno del Gobierno cuantas medidas, ya iniciadas, contribuyan a mejorar la capacidad humana y técnica de las Fuerzas de Seguridad del Estado ante las nuevas formas de criminalidad.

En lo internacional, llevaremos a cabo todas aquellas actividades que afirmen nuestra independencia y nuestra integridad territorial, consagren nuestra incorporación plena al mundo libre y la defensa de nuestros intereses permanentes en todas las áreas geopolíticas.

En todos estos temas relativos al bienestar y la seguridad de los ciudadanos mi Gobierno piensa, como acabo de decir, seguir aplicando su programa y respetando los compromisos electorales del partido de la mayoría.

Aunque, naturalmente, tratando de mejorar —en colaboración con todas las fuerzas políticas— su aplicación y rectificando, en cuanto sea posible, determinados efectos negativos de las medidas que vayan adoptándose.

Estoy convencido de que la continuidad y afirmación de nuestra política permitirá recorrer con celeridad nuevos tramos del camino emprendido y conseguir resultados cuyos efectos positivos se sientan y repercutan más claramente en la vida diaria de nuestros conciudadanos, sus familias y nuestras empresas.

Naturalmente, esta actitud esperanzada de mi Gobierno no pretende ser triunfalista ni engañosa. Continuarán, como ya he dicho en otras ocasiones, las tensiones y las dificultades. Porque estamos empeñados en un proceso de cambio del que somos protagonistas y destinatarios. Y las medidas que adoptamos para lograr los nuevos y ambiciosos objetivos repercuten luego en esfuerzos y sacrificios que, naturalmente, generan malestar y descontento, además de conflictos y tensiones, necesarios para lograr el éxito deseado.

He explicado y reiterado que estamos en un proceso de cambios indudables y muy acelerados. Cambio de nuestra normativa constitucional y de nuestra legalidad ordinaria. Cambio de nuestros modos de comportamiento, en nuestras relaciones sociales. Pero no puedo dejar de precisar que nuestra finalidad no es el cambio por el cambio. Que siempre buscaremos la perfección de lo ya conseguido porque partimos de una concepción ética de la vida y de una confianza en el continuo mejoramiento del hombre y de la sociedad.

Pero nuestro actual proceso de cambios va en busca de una futura estabilidad. Una estabilidad natural. Un tipo de estabilidad que arranque de la justicia, de las relaciones sociales y de la libertad de los hombres y no impuesta artificialmente desde intereses privilegiados que se aprovechen del aparato del Estado.

Una estabilidad característica de las democracias occidentales en la que haya tensiones, que son inevitables; que sea protegida por la necesaria autoridad del Estado, pero que pueda surgir, sin trabas y sin coacciones, de unas relaciones sociales justas y libres. Esta es nuestra meta y a su logro dedicará sus afanes la UCD y el Gobierno que presido.

Señorías: He tratado de exponer los plantemientos de mi Gobierno en relación con los problemas fundamentales que tiene planteados nuestro país. Y he procurado exponer con claridad el horizonte último de nuestro proceso político. Con el deseo de contribuir a evitar dudas, malentendidos, desconfianzas o pesimismos.

El camino recorrido es importante. Naturalmente, como toda obra humana, tiene defectos y está sembrado de errores mayores o pequeños. Pero lo que creo que nadie puede dudar es de la sinceridad de nuestra intención, de la coherencia de todo el proceso político y de la voluntad firme y decidida de continuar por el mismo camino para conseguir las metas propuestas, que cada día están más cercanas.

Esta es la actitud y la decidida voluntad del Gobierno.

Yo tengo confianza plena en que los pilares del Estado que estamos construyendo entre todos son cada día más firmes.

Y tengo plena confianza en las Instituciones, en el Congreso y en el Senado, quienes tienen en estos momentos la máxima responsabilidad de hacer posible esa Constitución por consenso, esa gran convergencia nacional, que establece las bases firmes para un futuro sin inquietudes y sin incógnitas.

Tengo la esperanza de que las fuerzas sociales, las organizaciones empresariales y los sindicatos de trabajadores, las asociaciones, organismos y entidades coincidan en la necesidad de alcanzar en el más breve plazo posible la madurez institucional en una democracia plena.

Y tengo plena confianza en un sector social al que tantos esfuerzos se le ha pedido en los últimos meses, que es el de los funcionarios públicos. Son los servidores del Estado quienes más tienen la responsabilidad de servir con eficacia a ese Estado.

Así lo han hecho hasta ahora y estoy convencido de que España puede tener la seguridad de que cuenta con unos funcionarios públicos competentes, eficaces y dispuestos a servir al interés general de la Nación y muy especialmente en estos momentos difíciles en que la Administración pública no sólo tiene que responder con eficacia, sino además con la urgencia que demanda la situación social del país.

La evolución política, la realidad objetiva y la existencia de un proyecto coherente y definido de sociedad y de Estado como horizonte último del proceso político creo que me permiten pedir a los españoles que tengan confianza en el Gobierno.

Y a ustedes, señoras y señores Diputados, decirles que creo que hoy estamos dando un paso más en la consolidación de la democracia, que implica unas profundas y positivas relaciones entre el Gobierno y el Parlamento. Estamos dando un paso más hacia la plena normalidad democrática. Pienso que por encima de diferencias y debates, que son lógicos y enriquecedores, podemos y debemos estar satisfechos, tanto el pueblo español como sus representantes legítimos presentes en esta Cámara, de lo que se ha hecho hasta ahora.

Podemos y debemos ser exigentes y críticos en los errores cometidos.

Podemos y debemos seguir discrepando en las fórmulas y las soluciones.

Pero podemos y debemos sobre todo tener confianza en el futuro y en el pueblo español. Y con base en esa esperanza y en esa confianza afrontar con ilusión y con eficacia la superación de este último tramo del proceso político que deberá culminar con un referéndum que nos dé a todos los españoles la Constitución de un Estado democrático de derecho.

INTERVENCIÓN ANTE EL PLENO DEL CONGRESO

6 de abril de 1978

Señoras y señores Diputados: Después de la intervención del Vicepresidente Económico y Ministro de Economía, me parece un deber de cortesía parlamentario también intervenir en este debate primero para agradecer las manifestaciones, las críticas y las exigencias de todos los Grupos parlamentarios respecto de la acción de Gobierno en estos cinco meses.

El Gobierno asumió gustoso este debate, sin preocupación. Creo que el balance del debate ha sido positivo; lo es especialmente para el Gobierno en cuanto que recibe de esta Cámara el sentir y el aliento de todos los sectores de la población española. Creo, como dije ayer, que es un paso adelante, hacia la democracia plena y creo que ha cooperado de manera eficaz a lo que ayer calificábamos de estrategia de la concordia. Ha manifestado claramente que era necesaria y ha manifestado claramente que es posible.

Solamente quiero, en esta ocasión y en este momento, precisar algunas cosas que han podido quedar en el aire en relación con mi intervención de ayer. En primer lugar, si las preautonomías van o no a tener contenidos exactos y concretos. Esa es la firme decisión del Gobierno; esa es la firme decisión que creo se está poniendo de manifiesto en la Comisión de Transferencias con respecto a la Generalitat de Cataluña. Que si ha habido algún retraso ha sido ajeno creo que a la voluntad de ambas partes, pero en todo caso han sido muy fructíferas las sesiones que se han celebrado tanto por la Comisión como por las subponencias que están trabajando. Tengo la esperanza de que en la sesión de la próxima semana haya medidas concretas de transferencias; igualmente la próxima semana también comenzarán las negociaciones con el Consejo General del País Vasco.

Quiero significar a Sus Señorías, porque así lo han manifestado varios de los líderes parlamentarios que han intervenido, que el tema es enormemente complejo, que es enormemente difícil, porque no solamente consiste en una simple decisión, sino que comporta transferencias de servicios, de personal, de medios financieros, etc., que garanticen también el prestigio de esos entes preautonómicos para que no puedan quedar desdibujados y su ejercicio sea el que espera cada una de las comunidades de las que dependen. Esa es la firme decisión del Gobierno para que, en todo caso, ese camino Preautonómico se vaya haciendo perfectamente asimilable en cada región española, en cada país de España, y en cada país de España se vayan haciendo perfectamente asimilables las autonomías, que tendrán su plena vigencia cuando se desarrollen los preceptos constitucionales.

También me interesa hacer algunas precisiones en orden al tema de la seguridad ciudadana.

Creo sinceramente que la historia de los males que aquejan a nuestro país en relación con este tema no empiezan en el 76. Creo sinceramente más bien que quizá en ese año comienzan a entrar en fase de solución. No hay trivialidad en el tratamiento del tema del orden público. En absoluto. Hay un planteamiento serio, profundo, sereno y enérgico. Porque caben muchas actitudes frente a los desórdenes públicos la actitud de los estados de excepción, la actitud de olvidar si hay o no realidad en los supuestos políticos en los que se basaban muchas actitudes; si hay o no muchas desigualdades irritantes o injusticias graves que provocaban situaciones de delincuencia común y el Gobierno está atendiendo, y muchos de ellos dentro del cumplimiento de los Pactos de la Moncloa, a intentar eliminar las raíces de una delincuencia que es posible eliminar, e intentar también quitar la cobertura supuestamente política de algunas actividades para que sean los legítimos representantes elegidos por los pueblos de España los que puedan colaborar de manera eficaz en levantar las banderas de reivindicación y que no quede en manos de aquellas facciones que utilizan la lucha armada como instrumento de coacción.

Frente a esa situación del orden público, el Gobierno ha escogido lo que yo he creído que era lo más importante, que era intentar adecuar nuestras fuerzas de seguridad a la nueva realidad española, al nuevo concepto del orden público, al concepto del orden público en función del cual los servidores del Estado tienen que garantizar de manera eficaz y terminante el ejercicio de las libertades, y que en el ejercicio de esas libertades es donde se garantiza la autoridad legítima del Estado. Y para eso el Gobierno ha tomado todas las medidas que ha creído que eran convenientes. Me voy a permitir señalar algunas de ellas porque creo que es bueno que tengan conocimiento de ello Sus Señorías.

En todo este tiempo, en casi dieciocho meses, ha habido cuatro proyectos de ley, tres reales decretos-ley, 22 reales decretos, 12 órdenes ministeriales, que las más importantes de ellas han ido a adecuar la actividad de los vigilantes nocturnos, los servicios de seguridad de los bancos, vigilantes jurados, armas, explosivos, pasaportes extranjeros. Independientemente, otra serie de medidas que afectan a la tecnificación de las fuerzas de seguridad. Me importa mucho subrayar también aquellas que hacen referencia a la tecnificación de nuestras fuerzas de orden público con la creación de la escala facultativa, con la creación de la Policía Femenina, con la creación de unidades especiales para la delincuencia, drogas, estupefacientes, delitos monetarios y con la creación de una unidad de policía judicial que pueda desarrollar eficazmente en contactos con la Administración de justicia la lucha contra el terrorismo.

El terrorismo no tiene signos. El terrorismo es terrorismo venga de donde venga. También por parte del Gobierno se han tomado medidas importantes en orden a los medios para fortalecer la acción de estas fuerzas de seguridad. Mejoras de las deficiencias de comisarías y acuartelamientos, creación de 133 nuevas comisarías. Potenciación y ampliación a nivel nacional del servicio de patrulla y del 091. Fijación de criterios más racionales para la distribución territorial y funcional de las fuerzas de seguridad del Estado. Una más objetiva distribución de los efectivos integrantes de los Cuerpos Generales de Policía y Policía Armada. Inversión durante el año 77, superando en un 100 por 100 a las realizadas en el 76, para mejora de instalaciones, acuartelamientos, material móvil, transmisión, así como nuevos medios antidisturbios. Creación de los centros operativos de los servicios de la Guardia Civil. Presencia de la Policía en las calles en circunstancias de anormalidad, implantación de servicios de policía de barrio y estudios especializados en el extranjero.

Creemos seriamente que la única manera de poder garantizar a nuestro pueblo la seguridad a la que tiene derecho consiste en emplear la razón y no las vísceras en el tratamiento de los problemas de orden público. Me importa, también, subrayar la voluntad del Gobierno y del partido de la UCD en que la Constitución sea una Constitución que no excluya a nadie radicalmente. Me importa subrayar que tenemos verdadero interés en que la Constitución se debata con la máxima rapidez. Nos gustaría que fueran jornadas continuadas, que el Gobierno no está dispuesto a retrasar el desarrollo constitucional. Me importa mucho dejar muy claro también que tenemos verdaderos deseos de que se celebren pronto las elecciones municipales.

Me importa que se me crea, porque también en conversaciones privadas así lo he mantenido, que siempre he sido partidario de que fuera primero la Constitución y después las elecciones municipales.

Y me interesa subrayar a este respecto un dato que creo que es muy importante. En la declaración programática del Gobierno que surgió de las elecciones del 15 de junio se decía, de manera muy clara, que evidentemente el Gobierno quería hacer unas elecciones municipales antes del 31 de diciembre. Pero también se decía en aquella comunicación que el Gobierno iba a proponer a las Cortes un proyecto de Constitución elaborado por expertos. Desde esta tribuna se nos dijo que se nos agradecería de manera muy especial las facilidades que el Gobierno quería dar, pero que esta Cámara se bastaba a sí misma para dotarse del anteproyecto correspondiente.

No traigo esto a colación para significar que el retraso sea debido a eso, simplemente para manifestar la congruencia que existía en aquella declaración de Gobierno, porque allí latía de manera muy clara que entendíamos que primero tenía que ser la Constitución y después las elecciones municipales.

Yo entiendo, y me sumo también muy gustoso y el partido de UCD lo hace así también, a que la Constitución pueda ser terminada antes del verano y que podamos celebrar las elecciones municipales con la mayor rapidez posible.

Me interesa de manera especial aclarar —y ruego me perdonen Sus Señorías porque alguna afirmación se ha hecho a este respecto esta mañana— cómo se podría mantener una política que antepusiera los objetivos de Estado a los de partido desde un Gobierno de partido.

A los dos días de tomar posesión de Presidente de Gobierno anuncié al país, antes de formar Gobierno, que mi objetivo sería devolver la soberanía al pueblo español. Creo que esa afirmación dejaba de manera nítida, clara y despejada la incógnita de cuál era el fin último que se buscaba en aquel proceso de reforma. Evidentemente, un sistema político absolutamente distinto del anterior.

Es cierto que se matizó —y así lo hice— que deseaba hacerlo —y lo hice— desde la legitimidad, porque entendía —y sigo entendiendo— que todos los españoles, cualquiera que fuera su origen ideológico, no podían quedar marginados en la construcción futura de la democracia, salvo que se manifestara contrario a ella. Y eso ha evitado depuraciones en funcionarios, en Cuerpos de Policía y en ninguno de los servicios del Estado. Únicamente se retirarán aquellas personas que sean ineficaces o que pongan obstáculos a la construcción de la democracia, que es lo que ha querido el pueblo español.

En toda esa etapa se aprobó por referéndum una Ley de Reforma Política que tenía como finalidad poder celebrar las elecciones generales en este país, libres, para que se constituyeran estas Cortes. Y estas Cortes dotaran al país de la Constitución que necesitaba.

En todo ese proceso de tiempo hasta el quince de junio fuimos caminando con la seguridad absoluta de que eso era lo que quería el pueblo español. Eso lo querían todos los grupos políticos. Eso lo manifestaban también todos los medios de comunicación. Y así se hizo.

Y llegó el quince de junio. Y el día trece, en la campaña electoral en la que todos los líderes políticos intervinimos en televisión, quiero recordar a Sus Señorías —y ahí viene la razón de la identidad del partido y del Gobierno en hacer una política de Estado— que dije ante los espectadores, cuando pedí el voto para UCDE, que si obteníamos el voto favorable que nos permitiera gobernar intentaríamos hacerlo desde el consenso, desde el pacto, desde la negociación con todas las fuerzas políticas. Que intentaríamos encontrar con las fuerzas políticas, que entonces ya serían absolutamente representativas, las coordenadas básicas por las que tenía que seguir la economía española para salir de la crisis en que se encontraba. Que intentaríamos hacer una reforma fiscal en profundidad. Que intentaríamos construir una Constitución con el consenso de las fuerzas políticas.

Y, naturalmente, si eso recibió el apoyo de seis millones y medio de votantes, no me cabe la menor duda de que el partido que apoya al Gobierno y el Gobierno, al actual desde el quince de junio hasta hoy buscando la concordia y el consenso, no está haciendo un esfuerzo, está cumpliendo con el más radical de los mandatos que tiene, que es el que le dieron los votantes que en aquel entonces dijeron que era la política que querían seguir.

Me interesa también subrayar, para clarificar algunos temores, que la valoración sociológica que hice ayer de los posibles temores que existen en el país no implican en modo alguno la voluntad de alterar el ritmo del proceso en absoluto. Combinaremos perfectamente o intentaremos combinar la prudencia y la audacia. Entiendo que eso es lo que necesita nuestro país y es lo que conviene seguir haciendo.

Me interesa, para terminar, nada más que señalar que el Gobierno gobierna. Yo he escuchado con gran atención todas las intervenciones de Sus Señorías; evidentemente unos aconsejaban una cosa, otros aconsejaban otra, pero el Gobierno está gobernando en circunstancias muy difíciles y quiere seguir gobernando desde ese mandato popular recibido el quince de junio, en esa misma línea, hasta la Constitución y en los temas de convergencia que habíamos señalado. Y el Gobierno gobierna dedicando intensamente toda su actividad a intentar evitar las tensiones que todo proceso de cambio produce e intentando alcanzar cada día más cotas de libertad y cada día más cotas de seguridad.

Yo diría que al Gobierno se le pide con frecuencia que construya o colabore a construir, porque todos somos constructores, el edificio del Estado nuevo sobre el edificio del Estado antiguo, y se nos pide que cambiemos las cañerías del agua, teniendo que dar agua todos los días; se nos pide que cambiemos los conductos de la luz, el tendido eléctrico, dando luz todos los días; se nos pide que cambiemos el techo, las paredes y las ventanas del edificio, pero sin que el viento, la nieve o el frío perjudiquen a los habitantes de ese edificio, pero también se nos pide a todos que ni siquiera el polvo que levantan las obras de ese edificio nos manche, y se nos pide también, en buena parte, que las inquietudes que produce esa construcción no produzcan tensiones.

Yo quiero decir a Sus Señorías que tengan la absoluta seguridad de que entre todos estamos haciendo un edificio nuevo, un edificio que tiene la singularidad de que se está enfrentando quizá desde perspectivas arquitectónicas diferentes y queremos que el modelo sea bueno y bello; pero podemos tener la seguridad absoluta de que en ese edificio habrá una habitación cómoda y confortable para todas las opciones políticas democráticas y una habitación confortable para cada uno de los treinta y seis millones de españoles. Muchas gracias, y nada más.

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