Los Reyes en Europa
3. EL PREMIO CARLOMAGNO
Excelentísimo señor presidente de la República Federal de Alemania,
Excelentísimo señor canciller,
Excelentísimo señor primer alcalde de Aquisgrán,
Excelencias,
Señoras y señores:
Quiero ante todo agradecer muy sinceramente las elogiosas palabras que me han dedicado, tanto el primer alcalde de esta histórica ciudad como el canciller de la República Federal y el actual presidente del Consejo de Ministros de las Comunidades Europeas y ministro de Negocios Extranjeros del reino de Bélgica.
Me siento realmente conmovido, porque su amabilidad incrementa aún más el honor que hoy se me concede.
Gran honor es para mí, en efecto, un Rey europeo, recibir el Premio Carlomagno instituido en recuerdo del primer soberano que soñó con ser emperador de Europa.
Egregias personalidades me han precedido en esta distinción: Alcide de Gasperi, Jean Monnet, Konrad Adenauer, Winston Churchill, Robert Schumann, entre otros muchos, han sido honrados y a su vez honran a este Premio Carlomagno. Todos ellos supieron dedicar lo mejor de su voluntad y lo más fecundo de su pensamiento a la obra común de la creación de una Europa unida.
Europa nace como realidad histórica a consecuencia de uno de los hechos más trascendentales de la Edad Media: primera división de la cuenca mediterránea, origen de la cultura antigua por las invasiones islámicas del siglo VII y comienzos del VIII.
El Mediterráneo deja de ser el «Mare Nostrum»; va a ser el mar de los cristianos y el mar de los musulmanes. La orilla cristiana queda aislada de lo que había sido el Africa helenizada, romanizada, cristianizada de los Ptolomeos o de Filón o de San Agustín. Y como su «interland» surge Europa.
Esa Europa incipiente, naciente, va a ser a un tiempo románica y germánica. La Romania fragmentada por las invasiones se va articulando con una Germania que se va incorporando a una historia común.
El gran sueño político es, durante siglos, la restauración del Imperio Romano, con un explícito elemento germánico y, por supuesto, cristiano: el Sacro Imperio Romano Germánico. Pero en realidad, lo que se está creando es otra cosa: Europa.
El año ochocientos, por obra del gran Carlos empieza a germinar aquí, en esta ilustre ciudad, esa comunidad europea tantas veces escindida y en lucha, siempre renacida.
«L’Europe n’est qu’une nation composée de plusieurs», dirá Montesquieu un día; Balzac hablará de «la grande famille continentale, dont tous les efforts tendent à je ne sais quel mystère de civilisation»; y el español Antonio de Capmany decía en mil setecientos setenta y tres que «toda la Europa es una escuela general de civilización».
Es aquí precisamente donde recibo el Premio Carlomagno, en esta vieja ciudad tan europea que tiene nombre en casi todas nuestras lenguas: Aquisgranum fue su nombre latino, conservado tan de cerca en el español Aquisgrán y en el italiano Aquisgrana; Aixla-Chapelle para franceses e ingleses; Aachen para los alemanes; Aken para los holandeses.
Para mí, como Rey de España, tiene singular emoción el ser honrado en Aquisgrán, en el lugar en que fue coronado emperador, en 1520, mi antepasado y antecesor en la Corona de España, Carlos I, a quien por esa dignidad se conoció después como Carlos V.
Al dar las más profundas gracias por el honor que me habéis hecho, al designarme para recibir este Premio que lleva el nombre de tan remoto fundador de Europa, permitidme asociar a él el de mi lejano abuelo, artífice también de la construcción de esta gran comunidad de pueblos, que contribuyó de modo tan extraordinario a la proyección y dilatación de Europa más allá de los océanos, a la creación histórica y política del Occidente. El nombre de aquel otro Carlos en cuyo reinado el hombre tomó posesión física de la redondez del planeta, cuando Elcano lo circunnavegó por primera vez en la historia.
Los países de Europa han nacido como partes de un conjunto más importante que cada uno de ellos, sobre un suelo nutricio del que han derivado lo común de su sustancia.
Por debajo de la fragmentación, de los intereses particulares, las rivalidades y la lucha por el poder, los elementos europeos han actuado como un factor de unidad y convergencia: la herencia cristiana, el recuerdo de Roma, con su unidad, su lengua universal, convertida en vehículo de la cultura y la liturgia, el derecho romano y el sentido de la autoridad más allá de la fuerza; los impulsos de libertad individual y la lealtad personal, aportación germánica a la Edad Media.
Desde esos principios, Europa ha dialogado durante siglos, a veces en paz, otras en combate, con el Islam, y ha llevado dentro de sí, no sólo la tradición judaica del cristianismo, sino la presencia de un fermento judío estimulante, unas veces aceptado como enriquecedor y otras rechazado.
Y a esa Europa latinizada se ha ido integrando la otra, griega y bizantina, incorporada principalmente por los pueblos eslavos, que tantas veces se ha segregado del resto, por cismas teológicos o políticos, pero que todo verdadero europeo considera irrenunciable.
Las Monarquías han sido a lo largo de la historia europea un factor de unidad. No solamente han superado la atomización de los minúsculos poderes, sino que han establecido relaciones personales entre los pueblos, representados por sus reyes.
Y los matrimonios entre los miembros de las familias reinantes han establecido vínculos entre países divididos por la lengua, la raza o las costumbres, han tendido puentes entre las diversidades; han ido reforzando la conciencia de unidad, de pertenecia a una realidad común.
Las monarquías de Europa han sido artífices de la constitución de «ces grands corps que sont les nations», como decía Descartes, el avanzado intelectual de la Europa moderna; y si se mira bien, han refrenado y limitado el espíritu devastador e insolidario del nacionalismo.
La nación española se fue constituyendo mediante un sistema de sucesivas incorporaciones creadoras de los reinos, principados o condados medievales, en que todos los reyes españoles habían llegado a ser de la misma familia, de manera que, desde muy pronto, no hubo relaciones de extranjería entre ellos. Y esto explica el hecho admirable, y pocas veces señalado, de que los reinos cristianos de la España medieval combatieron entre sí incomparablemente menos que las partes de las demás naciones actuales de Europa.
La gran empresa española, la Reconquista, daba un sentido de fraternidad a los cristianos y hacía que sus energías se dirigieran casi exclusivamente en lo belicoso a la recuperación de lo que se llamó «la España perdida».
Esto explica la constitución de España como nación moderna en fecha tan temprana, casi medio siglo antes de la coronación de Carlos V en Aquisgrán. Cuando esto ocurre, España lleva ya una larga historia nacional, y ha realizado una segunda innovación política e histórica: la supernación como comunidad de pueblos, eso que ahora anda buscando la humanidad para superar sus problemas más agudos y evitar los mayores peligros.
La Monarquía Española fue pronto la «Monarquía Hispánica», integrada por diversos países en ambos hemisferios, bajo la misma Corona: la primera realización efectiva de Occidente.
De este modo se creó una comunidad de pueblos hispánicos que perdura más allá de los vínculos políticos como unidad de lengua, de cultura, de tradiciones y costumbres.
Es lo que ha hecho del español una lengua universal, en la que conviven creadoramente trescientos millones de personas de muy diversos países y razas; una lengua en la cual tiene una patria espiritual y encuentran un milenio de literatura propia y de pasado histórico común. ¿Se entendería de otro modo que Carlos V antepusiera el ser Rey de España a toda otra dignidad, incluso a la imperial que aquí recibió?
Hace seis años que tengo sobre mí el honor y la responsabilidad de llevar ese mismo título de Carlos I. He sentido mi deber de fidelidad a esa tradición. He creído que mi obligación como Rey de España era restablecer plenamente la unidad, la libertad, la concordia de todos los españoles. En el siglo XX, esto no puede hacerse más que democráticamente, y he tenido interés en impulsar el proyecto constitucional de España, que había de dar una ordenación jurídica a nuestra vida pública, y señalar mi puesto de servicio a mi Patria.
Puedo decir con satisfacción que, sin rupturas ni discordias, sin exclusiones ni venganzas, se ha establecido en brevísimo tiempo un orden de libertad, convivencia y diálogo, de autoridad legítima, de afirmación del pluralismo, que permite avanzar en el camino de la justicia.
Hoy me siento orgulloso de ser Rey de España: el honor de ser el primer servidor de mi país me compensa de los trabajos, las preocupaciones o los riesgos que esa magistratura lleva consigo. España, sin comprometer una paz que estima más que ninguna otra cosa, después de haber experimentado en su carne el dolor de la discordia y de la guerra, ha superado la tentación del inmovilismo y avanza hacia grandes empresas: el desarrollo de su personalidad histórica, la conservación de sus fecundas diferencias, el incremento de la libertad, la consecución de una mayor justicia, la dilatación de una cultura que tanto ha contribuido a la formación de Europa y de todo Occidente.
España no puede hacer esto más que como nación europea. Lo ha sido siempre, ha estado hecha de sustancia europea desde su nacimiento. Se ha dicho que los demás países europeos son europeos porque simplemente lo son, y no pueden ser otra cosa, pero que España, invadida a comienzos del siglo VIII por los musulmanes, es europea porque, contra toda aparente razón quiso serlo y no perdió su condición latina y cristiana como otros pueblos que también la poseían. España ha estado presente en todas las empresas de Europa, y se propone seguir estándolo.
Y no olvidemos que ahora se trata de construir entre todos, más allá de la unidad, de la ya antigua unidad de Europa, su unión.
En esa empresa, España ha sido también adelantada. Dos de los más grandes espíritus de la España actual, José Ortega y Gasset y Salvador de Madariaga —que también fue galardonado con el Premio Carlomagno—, han sido defensores inteligentes y entusiastas de la unión europea. Ese gran libro que se llama «La rebelión de las masas» proponía, en mil novecientos treinta, como única solución de los problemas europeos, la unión de Europa, la supernación que había que inventar, los Estados Unidos de Europa. Y este impulso no se ha extinguido nunca en mi Patria.
Pero hay algo más que tengo que recordar ante vosotros: España, nación, radicalmente europea, no es sólo europea, es transeuropea, está proyectada, desde su mismo nacimiento como nación moderna, más allá de nuestro continente: es una nación hispánica, uno de los miembros —ciertamente el más antiguo, el originario— de una comunidad de naciones hispánicas independientes.
¿Disminuye eso su condición europea? Al contrario, la refuerza, porque Europa es transeuropea, ha consistido siempre en ir más allá de sí misma, en irradiar, en verterse hacia otros pueblos.
Una Europa cerrada, egoísta, desdeñosa de los demás, sería ciertamente menos europea.
Al ser fiel a su condición hispánica, al referirse constantemente a los pueblos de lengua española al otro lado del Atlántico, incluso a las comunidades que conservan esa lengua en otros continentes, España no disminuye su eropeidad, sino que la afirma y realiza creadoramente.
Así entiende hoy España, y personalmente su Rey, sus deberes históricos. Mantenimiento de la paz y la convivencia dentro del país y contribución a afianzarlas en el mundo entero. Incremento de la libertad para los hombres, los grupos sociales, las comunidades autónomas y, fuera de nuestras fronteras, para los diversos países que con ningún pretexto deben ser violentados, dominados o invadidos.
Potenciación de la unidad, no de manera abstracta y homogénea, sino mediante la articulación de las partes que componen realmente un mundo riquísimo, complejo y diverso.
Aumento de la riqueza mediante la cooperación internacional inteligente, sin que se pueda usar de los recursos naturales como armas al servicio de la extorsión, como instrumento de dominación o explotación.
Avance, hasta donde la realidad lo permita en cada momento, hacia la justicia y la participación creciente en los bienes que posee la humanidad. Estas serían las líneas generales del programa histórico de España en esta hora.
Podría resumirlo todo en una sola palabra: amistad. Por primera vez en mucho tiempo, creemos que los españoles pueden sentirse, sin restricciones, amigos.
En el campo internacional, España desea no ver otra cosa que amigos y colaboradores en el mundo entero.
España no tiene rencores, ni deseos de revancha, ni envidias, ni más ambición que la de su propia perfección mediante el esfuerzo de sus hombres y mujeres. Quiere colaborar e integrarse con plena dignidad, con la máxima eficacia, en las grandes empresas complementarias y mutuamente necesarias de nuestro tiempo: la empresa occidental, la empresa europea y la empresa hispánica.
Y desde esas grandes unidades, la aproximación hacia el ideal de un mundo en que los hombres, todos, sin perder sus caracteres propios, sin confundirse, vivan juntos, fraternalmente, en paz.
Si en algo contribuyo durante mi reinado a que esto sea así, al final de él creeré que he merecido el Premio Carlomagno. Por habérmelo anticipado hoy, os doy otra vez rendidamente las gracias.
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